31.8.06

la seducción


fragmentos del vigésimo cuarto capítulo de Deslinde
el pacto de intrascendencia

Sometido patéticamente a la maquinaria de seducción. Mi ego necesita afirmarse en las miradas ajenas – las mujeres que no son M.: una venganza secreta que articulo contra M.-.

Si voy solo – a cenar, al teatro – (y si no voy solo también, y es más fácil) busco cautivar a alguna mujer. Sin esa motivación, no encontraría razones para salir de mi casa. El juego de la seducción es el remedio contra la convalecencia de la espera. Para seducir hay que montar un teatro. Y montar un teatro es un esfuerzo: ocupado en esto el tiempo pasa. Pasa sin detenerse a corroer mi alma inválida. No solo no hay aburrimiento. Hay también preciosas recompensas. Como es un teatro, hay una puesta en escena. De la puesta en escena, lo que lanzamos es una imagen (para que conmueva, para que conquiste – para que someta, tuerza, abra -) y en la construcción de esa imagen podemos ser otros. Esto no es algo que esté tolerado: es imperativo ser otro. Ser nosotros mismos es incomunicable a través de una imagen. La única manera sería mediante reconocimiento: la imagen tendría que insertarse en un contexto histórico compartido. Pero en el juego de la seducción, el contexto compartido es improvisado y urgente. Lo único que tenemos es una imagen. Aun si nos desinteresamos, si no montamos nada – si no trabajamos – ella (cualquier ella) captará de nosotros una imagen cualquiera, nos verá como otro del que somos. Es preferible entretenerse en la manufactura de una pose – la pose más apropiada para el escenario inmediato – para iniciar el juego de la seducción.
Ser otro es una de las recompensas. Otra de las recompensas es el feedback: el juego realmente comienza cuando ambos participan. Si no, lo único que hay es una soledad enajenada lanzando signos al vacío. Cuando se logra un sutil diálogo compuesto por alguna sonrisa, una mirada penetrante, un gesto cálido e insinuante (todo esto ya es sexo) de nuestra contrincante, se ha triunfado.
Y es el momento de retirarse.

En este juego, lo primero que hay es un pacto de futilidad, de intrascendencia; un contrato: en el juego de las miradas, los repliegues, las leves sonrisas, la alternancia metódica e histérica del sí y del no (el gesto provocador, el gesto esquivo) y la pena, de verdad sentida, sobre la pérdida imaginaria (what might have been), existe sobre todo la condición de irse. Es una torpeza, y una falta de filosofía, prolongar el juego hasta que no haya más remedio que resolver la distancia con alguna moneda real: el diálogo, la amistad, el sexo. Antes que esto ocurra, en honor a la belleza inmarcesible, habría que saltar por la ventana, matarse, huir.

dos apéndices

Entro en una habitación llena de gente. Mi mirada (ni siquiera mi vista) tantea el repertorio. No me quedo con la más bella: me quedo con la que responde, la que juega conmigo. Y cuando nos despedimos es como decirnos al oído: en otra vida pudimos haber sido tanto, y ese destello todavía tiene algún fulgor detrás de nuestra vida ya hecha sin vos, vibra de algún modo, me hace saber que te sentí; ahora seré nadie para vos y vos serás ninguna para mí, otra vez.
Es una herida dulce.
*
Puede ser en el colectivo, en un bar, en la cola de un cine, en la espera de un semáforo en rojo. Lo que ocurre es siempre lo mismo. Lo más que obtengo, en el caso de que el juego funcione óptimamente, es un liviano consuelo – todavía puedo ser (ser confundido con) una persona -.
Y - claro, la evidencia patética - que me enamoro de cualquiera que me preste un poco de atención.
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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Has dado en el clavo... ¿de qué serviría salir de casa si no es para seducir a una mujer? ^^

Debret Viana dijo...

reconozco que a veces salgo hasta el mercado para comprar alguna cosa para comer. y de cuando en cuando, me estiro hasta el cine o el teatro.