15.11.13

es preferible no escribir

en el silencio anterior a la primera línea del texto, laten los mundos. luego de la primera palabra, se empiezan a cerrar las ventanas que dejaban entrever a todos los universos inmateriales. todo a cambio de una puerta que se abre, y de la que no podemos saber hacia donde da. acabada la primera línea, oimos la fuga de las posibilidades, el seco sonido de la muerte de los cosmos casi pudieron haber sido. toda esa masacre a cambio de una ruta incierta y salvaje para que atravesemos.

cada línea, de ahora en más, ha de ser un camino que se obtura, un destino que se cercena. cada palabra es un paso adentro, y cada paso traiciona la potencia de los infinitos que danzaban y colisionaban detrás del puente de la vigilia.

escribir es apuñalar. es pinchar las figuras de los dioses etéreos sobre la pared tediosa de la existencia. es quedarse esperando que el desangramiento se fije en manchas que formen dibujos que tengan un sentido. y nos den uno.

todo sentido, desde luego, es inferior a su ausencia.

2.11.13




La ciudad hace ruido
A través de la ventana
Como una máquina
Distópica
Es la temprana mañana
De un día que aun no empieza
Encontré hace un rato
Fotos tuyas
Desnuda
De hace una década
De casualidad
Estaban en una tarjeta de memoria
De una cámara rota
En una bolsa llena de cables
Que fui juntando creyendo que algún día
Servirían para algo
Y hasta ahora, ese día no  llegó
Pero apareció esa tarjeta
Ya sabés cómo son las mudanzas
Se pierde lo que se quiso preservar
Se halla lo que no sabíamos que seguía existiendo
Estabas tan bella
Sin nada de ropa
Limpia de mí
Y de todo lo que nos pasó
Antes de todo
No tengo fuerzas para cantar
Tu cuerpo
Las veces que me dijiste que no nos íbamos a separar nunca
Casi te creí
Me quedan las fotos
De una chica divina
Fresca
Que se reía
Sin carrera, sin trabajo, sin heridas mortales

Que jugó conmigo un juego
Que fue hermoso pero que se puso en un punto
Demasiado serio
Yo no sé funcionar en el mundo
Hubiese querido que sigamos jugando
Se me hizo tarde
Fui el peldaño que tenías que pisar para seguir tu camino

28.10.13

no puedo dormir.
sustituyo, entonces, el dormir - las tácticas para tratar de ingresar en el sueño, y depojarme de mí - por la escritura.
pero tampoco puedo escribir.
en otro tiempo, hubiera podido hacer una elegía de mi condición.
ahora solo ansío dar con el botón de reseteo.

12.5.13

to vanish



Una persona que amé me traicionó. No fue una traición terrible. No fue atroz. Un corte modesto, una  herida breve. Aun dolía, pero era reparable. Incluso era posible otorgar el daño al error, a la precipitación, a la falta de mesura. Y no necesariamente a la malicia. Después de todo, ella era buena. Yo estaba dispuesto a perdonarla. Pero como estaba herido, tenía que hacer la pantomima, el ritual de la víctima. Sentir el golpe, hacer saber que se ha sentido el golpe, anoticiar el daño, y enojarse al respecto. No un pataleo. No una escena. No soy ese tipo. En mi caso, un frío adiós. Como esta época es esta época y no otra, el adiós fue patético: la eliminé de mis amigos de Facebook. ¿Qué otra cosa podía hacer? Vivíamos lejos, nos veíamos poco. Nuestra interacción pasaba mayormente por ese recinto, entre íntimo y ajenísimo. No fue del todo sencillo. Ustedes no vieron el culo que tenía. Pequeño, firme. Una perfección. Pero fui severo y cerré la puerta. Pero no me fui. Me quedé del otro lado, y la esperé. Supuse que vendría pronto. Ella también me quería. Y yo creía significar algo para ella. Y la situación que nos dividió había sido por completo culpa suya, y ella lo sabía. Sabía que había obrado mal y que su obrar me había dañado. Podría haber venido, podía haber dicho eso. Unas palabras coloquiales, un gesto que dijera “che, no te quise lastimar”. Algo. Yo no estaba enojado. ¿Dije que estaba enojado? No: molesto. Molesto es más apropiado. Y la hubiese perdonado con ese gesto magnánimo que quiere decir que no había nada que perdonar. Que había sido una tontera. Que éramos más fuertes que ese accidente. Y esperé. Y ella no vino. Ni una palabra, ni un llamado. Ni un mensaje de texto. Ni siquiera un miserable inbox. Ni siquiera pasar accidentalmente por donde trabajo. O hablar con alguien que me conociese para preguntarle sobre mí. O no acusar recibo y comportarse como si no hubiese hecho nada malo. Nada. No dio ni un solo paso en mi dirección. Me dije, hay que esperar. Cuanto más tiempo pase más fuerte será mi punto. Más magnánima será mi imagen. Más trascendente mi portento. Cuando no escuché ni un rumor exhalar por la distancia que había de ella hasta mí, sentí que era todo un partido de poker donde ambos jugadores mentían las pésimas cartas que tenían. Y no me enojé. O no me enojé mucho. O fue más la curiosidad que el enojo. La curiosidad de ver hasta donde podía llegar ella. De mí, no tenía dudas. Hasta el final. Ya perdí antes cosas divinas por mi fiel terquedad. No tengo pudor en perder cosas. Las cosas perdidas son medallas. Las cosas que se tienen, en cambio, son celdas paranoicas. Y esperé. No de manera acuciante, pero cada tanto me provocaba sorpresa notar que el tiempo se abultaba.


Hoy, como siempre en mi vida, demasiado tarde, conté las horas. Dieciséis meses, dos semanas. Claro que el curso de los días siguió su paso, y que mi tiempo fue poblado con los diversos detalles de la realidad. Pero, eventualmente, la falta que anida el hueco ajusta las cuentas. Y percibí que ni un solo gesto de ella hacia mí ocurrió en todo este tiempo. De un día para el otro, solo por el goce ético del teatro del berrinche, el deslinde sobrevino, y nos amputó a uno del otro. Creí que se trataba de una ilusión que yo orquestaba. Pero, como me ha pasado tantas veces en la escritura, el truco me devoró. Y el juego de sombras y distancias y silencios que creí que estábamos jugando, fue apenas yo haciendo morisquetas en un escenario vacío, en una función a la que nadie vino. No es un juego si lo jugás solo. Hace falta pactar las reglas con alguien. Hace falta que alguien esté mirando. Es como el actor que al concluir su monólogo, va a hacer una reverencia al público y cuando se prenden las luces de la sala, ve que no había nadie. No puede más que sentirse un imbécil. Y su laboriosa construcción actoral pasa a ser un chiste torpe, un obrar de loco. Entre la locura y la ficción existe una distancia efímera. Hice todo mi discurso, poético, político y magnánimo, de un modo impecable y sutil y despiadado y fui perfecto; pero la cámara estaba apagada. Esa es la victoria suprema, y no es mía. No vencer al otro en el tablero donde el otro juega. Sino empujarlo a la inexistencia. Como se deja caer el papel de una factura pagada y obsoleta. En el acto arribado por la sumatoria de ausencias de actos, dejar la clara evidencia de que todo el obrar del otro no existió, Oh ni siquiera me había dado cuenta de que te habías ido, parece decir ella en su inextricable distancia, sin ni siquiera mirar para mi lado con desdén. No ver partir al que parte. No percatarse de la ausencia que deja. Eso no sólo es lacerante. Es, a la vez, el testimonio de que ha partido de un lugar donde ya no había nadie. Y dijo adiós, ya lejos, con la mano, a nadie. Partir es el alejamiento de una pieza que se quiebra del Todo. Y es triste creer que uno se desprende, cuando el otro no lo nota. Y la única explicación que puedo hallar es pensar que no era de su mano de lo que yo estaba agarrado. Sino de cualquier otra cosa que ella puso allí para hacerme creer que más o menos estaba ahí para mí. No hay velocidad como la que alcanza una cercanía en volverse reversible. Lo poco que me llega de ella, es a través de amigos en común. Y como todos sabían de nuestra cercanía, es difícil explicar qué pasó. Me cuentan que sale con un imbécil, que publica boludeces en feisbuc, que todavía usa el nombre que le di, que juega al Candy crush. A mi me quedan algunas fotos que prueban que existió. Me servirán más adelante: sé que en algún punto creeré que se trató de un personaje que me inventé. Era pequeña. Tenía voz de foca. Mis manos se encontraban, si la tomaba de la cintura. Tenía demasiada energía, y me cansaba. Tenía un lunar en el pezón izquierdo. Sus tetas eran demasiado grandes para su cuerpo. Se peleaba mucho con su padre. Hubo un momento – brevísimo – en que fue mía. Y la dejé ir. Me digo estas cosas (que son, en buena parte, casi todo lo que recuerdo) para fijarla, para evocarla, para diferenciarla de las palabras, para convocarla aquí y hablarle a ella y no al Teachers de las 4 de la mañana. 
Pero no es suficiente, y no aparece. Quisiera odiarla, pero es simplemente triste. No hay, en dirección a ella, la suficiente pasión como para elaborar el odio. Ni siquiera de googlearla. Hay, apenas, esa sensación de hueco, esa idea vaga de que antes hubo algo que no está. Cada tanto, me acuerdo de un libro que leí hace mucho. Se me vuelve importantísimo dar con él porque quiero recuperar una línea o un párrafo o una sensación, y mi vida se juega en dar con ese libro. Y cuando vuelvo a mi casa, me pongo a buscarlo. Y lo busco, y no lo encuentro. Y exploro las bibliotecas, y las cajas, y me siento a recordar donde pude haberlo dejado, a quién pude habérselo prestado, llamo a los sospechosos de haberlo tomado en préstamo y no retornarlo. A veces, encuentro el libro. Otras, no. Ella es esos libros que no encuentro. Que no sé qué fue de ellos. No sé cómo los perdí, donde los olvidé, cómo no me acordé antes. Qué recuerdo tendrán de mí.

8.5.13

mi viejo sofá


Lo verdaderamente extraño
Está en las cosas inmóviles
Aquellas que no fueron
Afectadas del todo
Por la extrañeza que sobrevino.
Esas cosas de las que una faz
Permanece intacta
Ese trozo de abismo
Esa fibra donde se ha grabado
La fragancia de lo que era nuestra vida
Antes de que lo extraño ocurriese
Eso lo desmorona todo.
Yo podría vivir en el infierno
Y pasar por las diversas agonías
Como si fuesen medidas del tiempo de los días
Lo difícil, lo imposible es
Vivir en el infierno acuchillado por un souvenir
De otra vida donde los días eran dichosos y amables
Y mis camisas estaban planchadas
Y ella – que ya no tiene nada que ver conmigo -
Había cocinado algo para la cena
Y yo había descargado una serie
Que veríamos juntos.
Ahora son las tres de la mañana
Y me siento en mi sofá bordó de siempre
A escribir una monografía
Sobre algún evento intrascendente
De la historia de la literatura; pero
Tropiezo
Porque el sofá es el mismo
Pero la casa no.
Lo sentí
Cuando encontré mi hueco en el sofá
El mismo que ocupé los últimos siete años
Y apoyé sobre mis piernas la computadora
Y casi estaba por empezar a escribir cuando
El gesto familiar me traicionó
Al devolverme otra imagen que la esperada
Cuando levanté la vista de la página blanca del Word.
No era mi casa, de la que me fui, donde quedó ella
Sino mi nueva casa, en la que todavía era, en buena parte
Un extraño.
Ella no estaba en la habitación contigua, durmiendo
Como cada vez que yo me quedaba casi toda la noche
Escribiendo.
No iría, después del texto, a acostarme junto a su cuerpo
Desnudo y cálido, salpicado un poco por las primeras luces
De la mañana. Mi mano no se cerraría esta noche
- y ninguna otra – sobre su teta izquierda, que era más grande.
Nada de lo que fue, será otra vez.
Y yo estaba bien con todo eso, porque había huido
Hacia adelante.
Había reemplazado esa vida con otra vida.
Y estaba tan ocupado con mi nueva vida
 que el pasado había quedado en el pasado.
Pero lo que fue y no será
Es pestilente y afilado
Y en el sosiego del ajetreo de los días
Emerge y lacera.
Me senté en el sofá y mi vida
Estuvo de súbito incompleta
Porque el sofá era parte de la otra casa y de la otra vida
Y no puede ahora venir a esta vida
Sin manchar con las visceras de la otra vida de la fue arrancado.
Tendré que tirarlo.
Es una pena, porque es tan cómodo
Y nos llevamos tan bien, tantos años.
Pero está enfermo y me enferma.
No sé por qué todavía me siento de mi lado
Y no en el centro.
No sé por qué le guardo el lugar no sé por qué
Me parece a veces, cuando respiro de la página
Y mis ojos buscan la ventana, para pensar, no sé por qué
Casi me parece que la veo
Una silueta de mujer aburrida que me mira escribir
Y se desvanece antes de que pueda pronunciarla.

17.4.13

root


  

Se despierta, está temblando. No puede decir si el temblor se inicia con el despertar, tan abrupto, o si viene de antes, arrastrado del sueño hasta la vigilia. Sentado en la cama, tiembla. El frío disuelve todas las disociaciones, y lo vuelve una sola cosa en un solo lugar. Un cuerpo sufriente.

Asume – como es sensato pensar – que dejó la ventana abierta. Que el viento del lago ha visitado su cuerpo dormido, y lo ha congelado. Se levanta, muy despacio, para no despertar a Camila. Que duerme, como si no estuviese viva. Va hacia la ventana, en plena oscuridad, y pisa un zapato y se dobla un poco el pie, y tiene que agarrarse de la pared y un poco de la mesa de luz para no caer del todo. No hay voz, sin embargo. Le alcanza con formar en los labios las letras de alguna grosería expiatoria. Luego, cuando llega a la ventana, la ventana está cerrada.

Mira el lago, la negrura del agua en su monótona danza.

No es un viaje sin riesgos, la contemplación de la negrura. El infinito es vertiginoso y es interior. Y es en la negrura, mucho mejor que en la distancia, donde puede abrir más ferozmente su boca.

Las ciudades, y casi cada cosa que compone la civilización, nos protege de la negrura plena. A lo sumo un charco de negrura imperfecta desde la tv apagada, o cuando despierta a la noche para ir al baño y se aventura a las opacidades de las sombras sin llevar consigo el celular con el que iluminar el pasillo. Pero nada de eso es la negrura. Se trata apenas de simulacros perezosos. Souvenirs tranquilos de una bestia insondable y deportada, que tributariamente es recordada a través de teatros inermes.
La negrura es primitiva.
Y es terrible.

Ya es tarde para dormir, piensa. Busca una silla, y enciende el Kindle. Usa la opción de brillo para iluminar la pantalla, y no tener que prender la luz. Lee un ensayo de Richard Dawkins sobre la inexistencia de Dios. Siempre supo la inexistencia de Dios, y sin embargo siente compensado ese sentimiento triste en el goce de ver el flagelo de quienes sí creen por la superioridad de los argumentos de los que no creen. Creer es una genuflexión de la sabiduría. Estamos aquí ahora, y mañana tal vez no. Eso es todo. El resto es literatura. Se sirve un vaso de agua. Siente la falta de un cigarrillo entre sus manos.

Mientras lee, no puede evitar pensar en la negrura, en el lago. De un modo lateral, no del todo conciente, pero cada vez más presente y más acuciante. El lago, el cielo. Ambos, hermanados por la noche, fundidos en una sola negrura. Ambos conformando una “cosa”: algo que no es ni lo uno ni lo otro, ni una sumatoria ni una combinatoria. Pero algo vivo. Latente, y reptante. El silencio de la eternidad mora allí, pensó. Ese tipo de silencio que no existe: el verdadero silencio. No el silencio de algo que calla, no es silencio de los ruidos lejanos, no el silencio del crujir de la madera de los muebles, o del crepitar del ascensor trasnochado, o de un gato a dos cuadras, o un auto que cruza. Sino la nada. O más bien, la idea de la nada. Otra vez ese sistema de pensamiento: la nada no existe pero existe porque alguien cree que existe, y todo en lo que se cree existe, no porque exista, sino porque la creencia depositada en un objeto lo vuelve, de algún modo – como concepto, o en las palabras, o en la sensación, o etc etc – existente. Y eso que existía en la vasta negrura de la ventana era la nada, y la nada era un llamamiento.  Y la voz de la nada es la voz de las sirenas, y por eso es impostergable. Y el llamamiento de la nada convoca a la inexistencia, y por eso es oscuro oírlo: solo podemos oir lo que entendemos, porque, de alguna manera, ya vive en nosotros. Escuchar la invitación a desexistir es que ya la inexistencia crece en nosotros, ya sentimos su espeso coqueteo, ya no hemos sabido decir que no a la seducción del fin.

Cuando vuelve los ojos a la lectura, encuentra el wallpaper del Kindle. Entendió que se había extraviado en sus divagaciones. Pero lo entendió brevemente porque sintió la negrura posar su pezuña en el marco de la ventana. Y amó un poco el horror de sentir el advenimiento de la experiencia de lo nuevo. Y un leve gemir lo interrumpió. El cuerpo dormido de Camila se reacomodaba en el sueño, de un modo tan sutil que parecía casi no haberse movido. Un poco de costado, un poco de espaldas, los brazos extendidos. Se acercó, y le pareció otra vez perfecta y lejana. Nunca voy a conocerla realmente, pensó. Nunca nos vamos a encontrar de un modo absoluto. Corrió las sábanas y descubrió su cuerpo. Las tetas apretadas,  un poco una contra la otra. La garganta ofrecida, con su sutilísima huella del pulso. La boca apenas abierta. Los pezones perfectos. Algo había allí todavía sagrado. Algo que no podía encontrar si ella estuviese despierta. Allí, siendo su cuerpo su propia ausencia al mismo tiempo presente, era algo tan vivo que lo aturdía: lo hacía querer vivir, y querer matar, lo empujaba. Le sacó unas fotos con el celular, pero el flash arruinaba todo. La belleza no resiste el flash. El flash es demasiado real; como el porno.

Ahora lee un ensayo de Philip Dick. Sobre el alma primitiva de los objetos. La máquina como pre-humano. Otra vez se sienta cerca de la ventana. Dejó los pechos de Camila descubiertos. La leve brisa erecta los pezones, que se endurecen y apuntan a la ventana. Interrumpe al principio la lectura, para ver sus pechos levemente distinguibles en la oscuridad de la habitación. Y lo que en principio le pareció una leve humillación hacia ella, estar exhibida inerme, creció hacia otra cosa, y le parece ahora que el humillado es él, como un pagano ante su deidad, sintiendo manar de sí toda su insignificancia.


En algún punto, Camila cambió de posición, y sus pechos dejaron de ser visibles, y pudo volver al kindle sin la acusación de eso ahí, eso yaciente y santo que manaba de su mujer, que parecía coincidir con la silueta de su mujer pero que no era su mujer. O en todo caso, era un momento, un ángulo, una distracción de su  mujer.

Dick es un loco querible. El tipo de loco romántico que cree en su locura, que cae sacrificialmente en ella. Le parece peculiar el prurito réprobo que existe en la literatura “seria” para con la ciencia ficción. El también lo padece. No acaba de tomarlo del todo en serio. Como si la ciencia ficción estuviese más cerca de ser un juego, más cerca de ser un entretenimiento, más cerca de alcanzar apenas un valor perenne. Y sin embargo, es la ciencia ficción la que se ha hecho las cinco o seis preguntas más relevantes del siglo xx.

Ahora Dick dice que la realidad es una ilusión. La realidad está cubierta por un velo. Dokos. Pero ese Dokos es benigno, y nos protege. Es la forma que tiene nuestro cerebro de volver tolerable lo intolerable. Pero despertaremos, eventualmente.  Y podremos decir que el caos está cayendo sobre las cosas, o que la realidad está ocurriendo sobre las ilusiones. Y que esa realidad casi sin dudas será horrible y fatal, y no sobreviviremos a ella. Pero, acaso ese acceso a la verdad tenga algún valor sublime.
El no lo cree así. El prefiere las ficciones. Las mentiras. Cualquier cosa que impida el arribo de la realidad.
Lo distrae, debajo de la puerta, una línea de luz.

Son las cuatro de la mañana. En el piso del hotel, solo hay dos habitaciones. La otra, está vacía. Y sin embargo, la luz del pasillo se apaga y se prende. Se apaga, y se prende.

Quiere leer, pero cada movimiento de la luz lo distrae. Y acaba por estar suspenso de cada modificación, atento a los pasos que habrán de cortar – de un momento a otro- la línea de luz debajo de la puerta. Pero eso no pasa. Como tantas cosas que pensó que pasarían, y no pasaron. Continúa la intermitencia. Se apaga, se prende. Cuando está aburrido de contemplar la oscuridad, cuando casi ya va a irse a dormir, se prende la luz.

Es un hombre práctico. Aborda pronto a una explicación, y se aferra a ella. La luz del pasillo del hotel detecta el movimiento. Cuando algo se mueve, la luz se prende. Al rato, se apaga. Es un hotel. Por tanto, hay fantasmas. Por algún motivo, es mucho más sencillo creer en fantasmas que en Dios. El sensor de la luz  ha de ser muy sensible, y percibe las pendulaciones del espectro. Es obvio, se dice, si abro la puerta veré allí parado a un niño muerto, esperándome.

Le extraña no oír el lago.
La ventana que da al lago está a 5 metros de la orilla. Por la tarde, el ruido del lago llenaba todo. Camila dijo que temía no poder dormir con todo ese ruido, toda esa agua.

Ahora la luz está apagada.
Va al baño y vomita. Poco. Una bilis lívida. Cuando sale, la línea de luz está prendida.

Lo que pasa es algo más simple. Hoy cenaron en el boliche de Alberto. En el de pastas. Estaban muy ricas. En la mesa de al lado estaba sentada una pareja mayor. La mujer pidió ñoquis. Y cuando vinieron, le parecieron muy pocos. Y se lo dijo al marido. Se lo dijo durante toda la cena. Y se lo dijo a tres camareras. Y quiso hablar con Alberto, para decírselo también pero Alberto en ese momento no estaba. Y cuando se lo dijo a todos, se lo dijo algunas veces más a su marido. Y él vió todo eso, y vio la cara del marido, su silencio resentido, su hartazgo sereno. Y pensó esto es un cuento. Si yo fuese un escritor todavía, esto es un cuento.