25.1.05

La palabra es t i e m p o
Me ocurre estar atravesado de algunas paredes, querer callar y tener que decirlo. Para callarme aquí, debo decir que me callo. Básteme para mis horas diurnas mantenerme dentro mío; pero callar en estas páginas es tarea tanto más ardua. He dicho ya: lo que hay entre texto y texto es mi vida: no el silencio; al contrario: el barullo disperso, pluriforme que va tejiendo la unidad desfasada y circunstancial de mi vida. Me veo en particular situación: el manto de silencio que habrá de redimirme, en el que me es preciso hundir mis máscaras, debe expresarse: debo darlo de alguna manera (innombrable, no puede quedar innombrado). Pienso, y decido que no pueden ser mis palabras las que lo exhiban (por el máximo oprobio socrático, el texto tendría por cuna la torpeza de lo ilegible). Busco, en la alta biblioteca, un libro, unas palabras, de Maurice Maeterlinck. De la cadencia de su prosa está hecha el agua de mi silencio. En cambio, he urdido un accidentado recorte -cutypaste-: solo en tempestad se refugian mis heridas. Sé que no traicionará ni la verdad, ni el decoro, que podré callar, gritar mi silencio con la garganta ardiente, y aun no haber dicho nada, no haber dejado nada más que un murmullo de viento entre hojas secas, que declinan al otoño.

La palabra,
La palabra el arte de ahogar, de suspender el pensamiento
La palabra es tiempo
el silencio
eternidad
No hay que creer que la palabra sirva
jamás
para las verdaderas comunicaciones entre los seres
desde el momento en que verdaderamente tenemos
algo
que decirnos,
nos vemos obligados
a
callar.
No hablamos
más
que las horas
que no vivimos.
Es peligroso callar
frente a alguien
que no se quiere conocer
o que no se ama.
el silencio de varios,
el silencio
multiplicado
y sobre todo
el silencio
de una multitud
es una carga
sobrenatural
cuyo inexplicable peso temen
las almas más fuertes.
Recordá
el día
en que encontraste sin terror tu primer silencio. La hora
espantosa
había sonado, y él venía
al encuentro de tu alma.
Lo viste subir
de los abismos de la vida
de que no se habla,
y de las profundidades del mar interior
de belleza o de horror,
y no huiste... Era a un regreso,
en el momento de una partida,
en el curso
de una grande alegría,
al lado de un muerto
o al borde mismo
de una desgracia.
Todas las verdades dormidas despertaron.
Cuando los labios duermen,
las almas despiertan,
y empiezan a obrar.
"no nos conocemos
-dijo- no nos hemos atrevido
a callar juntos"
y tenía razón
y se fue,
y tenia razón:
su partida tenía razón.
Si todas las palabras se parecen
todos los silencios difieren.
Dos almas admirables
y de igual fuerza
pueden crear un silencio hostil,
desencontrarse eternamente;
y se harán
en las tinieblas
una guerra sin tregua,
mientras que
el alma de un presidiario
vendrá a callar
divinamente
con el alma de una virgen.
Así te pierdo.
No se sabe nada de antemano,
y todo pasa
en un cielo
que nunca previene;
por esto
los seres
que más se aman
postergan con frecuencia
el mayor tiempo posible
la solemne entrada
del gran revelador de las profundidades del alma.
Su silencio valdrá
lo que valen los dioses que encierra.
Esa verdad
no hemos podido entreverla,
sino en silencio.
Las palabras que pronunciamos no tienen sentido
sino gracias al silencio
en que se bañan.
La palabra es tiempo
....
....
tiempo
...
..
.

10.1.05

Ella siempre se ponía pantalones horribles. Y él nunca dejaba de marcarlo. Como si fuese un pecado o una traición (tenía, par dar cuenta de su denuncia, una amplia gama de sarcasmos punzantes; ella nunca llegó a conocerlos todos). No es que fueran categóricamente horribles. Eran comunes. El decía que tapaban su belleza. Ella decía que no le interesaba exhibirla; que en todo caso seleccionaría sus espectadores, y no la ofertaría masivamente. No exhibirla, decía él, pero sí enmarcarla. No revelarla, sino (leve) insinuarla.
Cuando se encontraban - por casualidad en reuniones de amigos comunes, o premiers cinematográficas, una vez en el teatro, dos en costanera sur - el tema de los pantalones solía salir en cualquier tipo de discusión. No eran el tópico central, pero de alguna manera se colaba, como un suave detalle que infería en los argumentos (que estaba subrepticiamente cifrado, decía él).
Eventualmente, se perdieron. A cada uno le queda un par de recuerdos que poco suele revisitar, algunos lugares donde se encontraron, fotos viejas de ceremonias ajenas y libros que no se devolvieron o no llegaron a prestarse. No piensan, mayormente, el uno en el otro - alguna nostalgia ocasional, según cómo baja el atardecer, según el matiz del gris entre la lluvia -. La gente se pierde; las distancias urgen - lobos hechos de tiempo - avanzando sutilmente desde los pliegues más recónditos de la ausencia que parecía casualidad.
De seguro, los pantalones horribles no fueron el motivo de ruptura. Simplemente, dejaron de encontrarse, olvidaron los amigos comunes, frecuentaron, un poco sin saberlo, una organización de la vida apenas distinta. No fue por el pantalón; nadie sabe, de todos modos, de qué manera habrá contribuido ese minúsculo detalle.
Lo que siento que justifica mis palabras es ese detalle perdido (mi afición irreparable por el territorio de lo nunca sucedido ha sido mi enfermedad más honda). Cuando él se refería a sus pantalones horribles, ella siempre pensaba "entonces sacámelos" o, más sutil "precisamente los elegí tan horribles para que me los sacaras". Siempre, sin embargo respondió otra cosa.
Supe que él tampoco despreciaba estéticamente esa particular vestimenta. Su verdadero desdén era otro: esos pantalones eran horribles porque la cubrían, porque la dividían de él.
De este desencuentro habrán surgido muchas cosas ( se habrán casado, tenido hijos, mudado a tal parte, acostado con tal otro, tenido determinada nostalgia, llegado tarde a este u otro destino que tan solo habrá alimentado una distancia que nadie contabiliza, etc). Son tan poco interesantes que no puedo imaginar quien va a escribirlas.
En realidad bien sé quien va a escribirlas. No me conviene aun hacerme de enemigos accidentalmente prestigiosos.
Esto, callado y perdido, es para mí como una huella, sutil y precisa, de lo frágil de la constitución de nuestro presente: la levedad del ser, insistiría el segundo K. Realmente, no sabemos qué pequeño malentendido nos lleva a pasar de tal manera las horas.