2.5.11

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I 

Hoy vi en once un cartel de una casa de ropa que decía: hay talles para gordos y para supergordos. Me pareció raro. Está en frente de la plaza Miserere, sobre Rivadavia. No lo estoy inventando. Pueden ir a verlo ustedes mismos. Claro que en lugar de este texto sería mejor una foto. Ya los estoy escuchando: ¿por qué no sacaste una foto, Debret? Necesitaría una cámara. Por eso no hay fotos por aquí últimamente. Se quemó la batería de mi ben-q. Y hasta que resuelva qué cámara se concilia con mis modos y la manera de afrontarla económicamente,  estoy reducido a la imaginería parapléjica de las palabras. No porque con las palabras no pueda decir, sino mas bien porque lo inhallable en lo dicho es la cosa en sí. No me hago ilusiones: la fotografía tampoco captura la cosa en sí. Pero tiene una precisión que las palabras no logran sino mediante el recurso del sensacionismo. Y otra vez ahí estaríamos con el problema de siempre: siempre una cosa entre la cosa, siempre medios, intercesores: fantasmas, etc. No me quejo. Gracias a dios que es así. Soy escritor y no fotógrafo. No escribo para nombrar algo (salvo, al final, irremediablemente, a mí). No escribo para que algo se vuelva visible, no me interesó nunca la comunicación, la comprensión, el develamiento: carezco de trastornos iluministas. No creo, a esta altura, que escriba para algo. Es una compulsión. La grafomanía. En todo caso, escribo más bien para nublar un poco la falsa claridad del mundo. Para arremolinar las sombras. Para anochecer el sentido. Para tornar confuso lo desambiguado. Y todo eso no deja de ser más que un pobre lirismo megalómano. Cada uno tiene que dar con su propia forma de morir. La mía, es la literatura.

 II 
En fin, escribo en realidad esta vez porque unos muchachos pasaron por la librería y me reconocieron y me dijeron que venían de Asunción y que hacía tiempo me leían y que para ellos era significante este espacio que yo tenía un poco desertado. Y eso me conmovió. Y quise escribir algo. En el colectivo, mientras volvía a casa. Pueden decirme que me conmovió poco como para escribir en el colectivo: ya no sé dónde escribir, ya no sé sentarme a escribir. De todos modos, discutí con una mujer y me distraje. Y salió esto, interrumpido y precario. Y lo peor es que todavía estoy en el colectivo y está por llover. Me traje un libro de Coetzee y no leí una palabra. Quería escribir algo. Aunque más no fueran cosas tan próximas que casi no son literatura. Ahora solo quiero llegar a mi casa sin que se largue la lluvia. Hay tres perros jugando en la plaza. Sonrío. Y pienso en seguida en la pareja del asiento de enfrente - la plaza ya quedó atrás. Ella es joven y hermosa. Rubia, de cabello enrulado. El es un jipi jovato. Me indigna la situación cuando en realidad debería alegrarme: cuando sea un viejo choto, si me esmero es posible que, confusión mediante, una muchacha joven y bonita incline su simpatía hacia mi lado. Y las confusiones, como sabemos, abundan. Pero no me siento contento por esto. Al revés. Me indigesta como si se tratase de un crimen contra la naturaleza. En fin. Todo es seducible. Todo es perdible. Y todo está perdido. Ya. Ahora. De antemano. Ya vienen a reprocharme: y entonces, ¿para qué? ¿Para que escribir? ¿Para qué trabajar, para qué saber, para qué todo? Y bueno: porque es inútil. Porque no vale la pena. Mis editores me acusarán otra vez de romántico. Amé el rincón que dejo la pérdida en mi. Y eso ya no tiene remedio.

III 
Y voy a corregir este texto alguna noche con mi gato durmiendo sobre mis piernas, y voy a subirlo al blog para probarme que lo fútil es el combustible de la letra.