28.11.11

sobre la entrada anterior

Releyendo, lo que infiero es que la decepción no acaece por un evento mezquino o desgradable de la realidad, sino precisamente como malversación de lo que yo espero. No importa que  me brinden algo bello y maravilloso si no se trata de la forma de belleza y maravilla que yo esperaba. No importa que King se desvíe de mis expectativas para darme otra historia, una distinta pero también, a su modo, cautivante: importante que es diferente del placer que yo había anticipado, y allí donde los moldes no encastran, hay desilusión.

Me dirán - ya casi los oigo - que la sorpresa no implica una decepción. No al menos de modo necesario. Diré, dos cosas. Lo que llamamos sorpresa es por lo general el advenimiento de algo allí donde no había nada. En la indiferencia imaginativa de la anticipación de la sorpresa, no hay espacio para que se forme la decepción. La sorpresa va a ocupar el espacio de una nada suspendida, una nada ansiante. Si la sorpresa me da tiempo a desear, lo más factible es que cuando se vuelva real, me decepcione.
La segunda cosa: que el goce no es un valor positivo (como decía Barthes) hay goce en pasarse el dedo sobre una herida, en abrirla, en escarbar. Hay goce en mirar algo por primera vez, por más abominable que sea.

literatura vs cine

Acabo de terminar de leer Secret window, secret garden, de Stephen King y me veo embargado por la decepción. Disfrtuté los peldaños de la trama, me encontré enumerando cada cosa que era mejor que en la película. Pero el final... Mort Rainey no puede morir. Y mucho menos, morir así. Es atractivo lo que King hace, tratando de dejarnos la sospecha de que el personaje con el que Rainey deliraba y que había creado, había sido pensado con tanta minuciosidad y con tanta intensidad que acaso podía, al menos visto desde el rabillo del ojo, un poco, levemente, existir. Ok. Muy lindo. Tal vez me hubiese gustado, de no haber visto la película. Pero estuve 300 páginas esperando el justo asesinato de Rainey a su esposa y su amante, y de repente, Rainey está muerto. Estoy consternado. Comprendo que King es un soñador impulsivo y que sus ficciones, brutales y magníficas, son corregibles porque postulan más pasillos que los que King recorre. Pero me quedé sin el delicado goce de un asesinato bien ejecutado. Y esa es precisamente el tipo de ansia que ha de satisfacerse, de un modo o de otro.

25.11.11

fansite

Mi próxima novela será protagonizada por un enano de dos metros.

Y sólo la publicaré en la Republica Dominicana.

10.11.11

los precipicios interiores

A las 3am me siento exhausto como si fuesen las 3am para una persona normal. El cansancio, cuando no lo conduzco hacia su finalidad sacramental (la cama) o hacia una distracción inmediata que lo postergue (un libro, una película, una persona, una teta, etc) me lleva pronto hacia un hartazgo de todo, muy parecido al que adolece Bernardo de Soares. En mi caso, carezco de toda metafísica. Me doy cuenta de mi condición porque dejo de prestar atención a Boardwalk Empire, y veo mis ojos dispersarse por la biblioteca. Acepto ese ritmo interior y me pongo de acuerdo con él: apago el monitor, y me dejo extraviar mirando la biblioteca. Quién está al lado de quién, la justicia de que Kawabata y Mishima estén juntos, el peculiar azar que ensanguchó a Laura Alonso entre Gombrowicz y Tim Burton, la sensación amena de ver los libros de una misma colección reunidos, y la pena simultánea de que un libro de Phillip Roth que tengo en otra colección no pueda reunirse con los demás libros de Phillip Roth, que están ahí, todos juntos, y de algún modo siento la angustia - nocturnísima, insomne - de esa orfandad. El caso salta a la vista de cualquiera: debería estar durmiendo y no tramando lazos invisibles entre las casualidades y despotismos de la disposición de mis libros. Tendrían razón. Me detiene una razón pueril. Mi gata subió a un mueble al que nunca sube - porque, francamente, está gorda, y le cuesta subir, pero justo hoy empujé unas cosas y quedó una mesita cerca de ese mueble y pudo subir, con mucho esfuerzo - y está mirando por la ventana la noche de la calle. No me parece justo cerrarle la persiana en la cara. Pobre, una vez que sube. Además está mal de los ojos. Tengo que ponerle gotas cada 6 horas. Y para dormir, la persiana la tengo que cerrar (vivo en un primer piso al frente en un barrio célebre por sus sátiros, y no guardo el deseo de ser violado, a menos que Emanuelle Beárt intervenga en el affaire). Entonces: hago tiempo sobre el teclado. Espero a que se canse, y se baje. Para poder salirme del teatro de mi biblioteca, y también de la escritura. Godard al lado de Deleuze. Ese es un delicioso acierto del azar. Otro: Levrero/Aira. Pero, ¿King y Nothomb? Duras, apretujada entre Sade y Pasolini. Copi junto a Houllebecq. Laiseca y Buzzati. Camus/Sollers. Es fácil, por un segundo, caer en el tobogán de estructuras de pensmiento obvias y preguntarse qué se dirán cuando apago la luz. El punto es otro. Naufragando por la biblioteca hago tres descubrimientos. Tres cosas que yo ignoraba. No sólo ignoraba: estaba seguro de que no eran así. Podría haberlo jurado.

I
Hace dos años que me lamento de no tener "París era una fiesta", de Hemingway. Está agotado. Hace mucho. Su caracter de agotado me lo recordaron los fans de Woody Allen, que poco avisados, recién salidos de ver "Midnight in Paris", entusiasmadísimos, pasaban por la librería a buscar el libro, que no estaba. Conversé sobre eso con mucha gente. Sobre que está agotado, y sobre cuánto me había gustado, sobre cuando lo leí - gracias al préstamo de un amigo - para la facultad. Debí sospechar algo cuando, queriendo recordarlo, no podía precisar quién era ese amigo. No tengo tantos amigos. Tendría que ser sencillo. Dí por buena la razón de la mala memoria, y seguí con otras cosas. Y ahora me encuento con que el libro estaba en mi biblioteca. Una edición de La Nación, del 2003. Y está todo subrayado - por mí, por ese otro que fui y que no coincide ya conmigo - con las notas pertinentes al estudio académico.

II
No devolví el libro de Auden sobre Shakespeare. Creí que lo había hecho. Sentí pena, incluso, por ya no tenerlo. Lamenté, en varias oportunidades (siempre vuelvo, siempre necesito de, Shakespeare) no haberme copiado algunos pasajes. Hace dos años lo tomé prestado de una biblioteca. No comprendo, no logro dar con la concatenación de hechos que ha ocurrido como para que la imagen mental que poseo de haber caminado determinadas calles con el libro, y dejarlo en la biblioteca, devengan esta madrugada en que está ahí, al lado de Spregelburd.

III
Hace unos meses que quiero comprar los relatos completos de Svevo. Es una bonita edición de bolsillo, y está barata. Cada vez que la quise comprar, otro libro surgió de la nada y acabó siendo más urgente. Hoy, lo compré. Me sentí mejor por haber finalizado con las postergaciones que impuse a Svevo. El recorrido por las bibliotecas me hizo recordar que había comprado el libro, y fui al living, y del morral lo saqué y lo llevé hasta la habitación donde escribo. Noté que no había mucho lugar en el estante, y el libro no entraba. Buscando cuál libro podía poner en otro lugar para darle el lugar a Svevo, me sorprendo al ver que ahí, entre Pushkin y Mansfield están los relatos completos de Svevo. La misma edición, el mismo libro.

ergo

La pregunta es: ¿quién soy?
Sería mejor responder a ella con un poema de Pasolini. Pero no lo tengo a mano.
Quién soy como para no tener de mí un conocimiento básico sobre mí mismo. Compré dos veces el mismo libro. Fue tal el ansia de ese libro que ni siquiera su adquisición la calmó. Suspendí la idea de que ya lo tenía para poder seguir deseándolo. ¿Y con Hemingway? Entristecí por no poder conseguir un libro que ya tenía. La biblioteca, en su nocturnidad, me revela cosas de mí que no sabía. Me dice, en buena parte, que soy otro. Stephen King dice en su nuevo libro que todo hombre es habitado por otro hombre. No sabemos qué lo despierta. Tal vez, ni siquiera se asoma. O se manifiesta en sueños. Quién sabe. En mi caso, es evidente que hizo cosas de las que no tengo memoria. Me preocupa el caso de "París era una fiesta" porque documenta una pena innecesaria con la que conviví durante dos años. O tres. Mucho tiempo. ¿Qué truco opera para que algo se olvide? ¿Qué extrae algo de la memoria? ¿De qué modo, enfrentado a un objeto de nuestro pasado, no podemos más que ver en él una absoluta ajenidad? Lo que me preocupa, como siempre, es la identidad. ¿Quién dice yo? ¿Qué tengo yo que ver con quien dice yo desde mi boca? ¿Qué significó, alguna vez, decir te quiero? ¿Quién era ese yo, que YO no identifico? Son demasiadas preguntas. Pasó el camión de basura, hizo un ruido, y la gata se asustó y se bajó del mueble. Tengo que aprovechar para cerrar la ventana. Y dormir. La historia que concatena mis hechos tiene, a esta altura, poco que ver con la conciencia que tengo de mí. Ya no puedo confiar en mí para decir la verdad sobre nada. No sé bien cuánto tiempo tardaré en creer que este texto no lo escribí yo. Me pasa hace tiempo revisar textos viejos, incluso en este mismo blog, y no poder ni siquiera atisbar sobre por qué escribí determinada cosa. Está bien. La escritura bien puede ser el mecanismo propio de la otredad: una disciplina que permite a la serie de otros que me van reemplazando (ahora mismo soy uno de ellos) discurrir sobre su fragilidad, y su inútil evanescencia. No necesitan esperar a la posteridad para no ser recordados: yo mismo me olvidé de mí. Y con esto quiero decir: de los pasos que me trajeron aquí, y que hicieron de mí lo que soy ahora. Si me dispusiera contar quien soy, a escribir mi biografía, si compendiara las anécdotas de mi vida, no estaría más que novelizando sobre un vacío, usando las palabras para llenar los huecos. Creo que algunos de los que fui lo dijeron muchas veces: mis ficciones son la falla de la reposición de los hechos reales. Donde no me acuerdo, donde trastabillo, para poder seguir, miento. Se terminó de bajar el sexto capítulo de "American Horror Story". God bless Cuevana. Ya no tengo motivos para permanecer en el texto. La ventana está cerrada, la gata duerme en el sofá. Sepan disculpar todo lo que no esté en su lugar: la relectura hallaría desvíos y correcciones necesarias, y el texto se volvería pronto una novela, o más bien, la posibilidad tangencial de una novela. Esa sola idea me apabulla. No tengo resto físico para escribir una novela. No tengo con qué solventar los precipicios interiores.

8.11.11

1.11.11

páginas de autoconfesión

el devenir en monstruo (salvación)


Días extraños en los que entro en la vigilia con el lamento de no haber despertado, como Samsa, transformado en un insecto. Siento que esa es la única manera de verme librado de las mezquinas demandas de la realidad, de las fútiles obligaciones cotidianas. Como si solamente amparado en la estructura de un monstruo (un alucinado, un completo enajenado, irreconciliable con la imagen humana y no estos vagos brotes de espástico delirio a los que estoy acostumbrado y prostituyo en literatura) podría silenciar los hilos coercitivos que restringen el pulso de mi deseo y mueven la inerte marioneta de mi cuerpo extenuado por un sino de hastío y desasosiego, forzado a ser quien no quiero, a sostener mi rostro frente a un espejo roto hasta que esa imagen astillada se inscriba en mi sangre. Como si la única fuga – la única respuesta – que puedo articular ante la indeclinable marejada posmoderna fuese tornarme (de algún modo: evolucionar) en un desfigurado, un portador de una atrofia bárbara (babélica) e irreversible, de modo que no quedase en mí rastro – ni físico ni psíquico – que permitiese al orden de cosas recuperarme como súbdito, como persona.

Creo que ya es un poco así: el perseverante y crónico ejercicio de la literatura y el imperio mórbido de una soledad ininterrumpida y patológica endurecen sobre mí un caparazón que aísla y protege (y encierra); y es volverse un poco insecto, un poco monstruo.

*

(Es natural: la exigencia de la escritura impone quemar el propio cuerpo, junto con todas las imágenes del alma: el escritor nunca sobrevive a su obra: arde en ella como en una oscura hoguera de la que solamente puede devenir en monstruo (alguien que sintió la verdad).)