21.1.14

Sobre seguir viviendo lo que ya no es

Si el sol deja de existir, su luz llegaría a la tierra durante 8 minutos más. Lo veríamos, nos calentaría su luz. Durante esos ocho minutos no notaríamos ninguna diferencia entre el sol vivo y el sol muerto. Ese tiempo sería vivido bajo la luz de un cadáver.
Por ahora el sol responde a las leyes de la física, y tiene, dentro de todo, cierta previsibilidad. 

Pero, ¿cuánto tiempo recibimos las emanaciones de un amor muerto? ¿Cuánto tiempo para que termine su irradiación sobre nosotros, y nos deje entrar de una vez a la noche de la existencia, más oscura, claro, pero también más verdadera?
¿Cesa alguna vez la fosforescencia de un amor muerto, se seca su refulgir? ¿Puede, entonces, algo ser devuelto a la nada?
Sino, ¿cuánto tiempo gravitaremos en su órbita, pendientes de su influjo?
¿Por cuánto más nos ilumina su luz? O, mejor dicho, ¿durante cuánto tiempo veremos cada cosa de la realidad teñida con su tono? 

La luz que da en los objetos, la que vuelve a los objetos visibles, habla menos de esos objetos que de sí misma.
¿O acaso preferimos, en lugar de la tiniebla del ser, en lugar de la apenumbrada soledad, en lugar de la verdad, la vida toda desplegada bajo la luz mortecina de lo que fue y ya no es?

No sé. No sé nada. Tal vez el sol esté muerto. Pero su luz, esos ocho minutos, no tiene por qué estar muerta. Su luz, nacida de la savia viva del sol, resplandece, y hace día allí donde sin ella habría noche. Vive esa luz mientras viaja, disolviendo las sombras a su paso. Es, como es la voz aun sin boca, sin garganta, o sin cuerdas vocales; como las palabras de un poeta muerto.

No sé. 
Pero guardo cierta desconfianza ante las cosas que tardan, o se niegan a morir.