21.7.04

mitologías

Supe de esta historia:
un hombre se hartó. Corrió las avenidas en las horas pico hasta que se le gastaron las suelas. Por la noche, lloró
derramado sobre veredas desiertas. En un parque, al amanecer, se arancó las ropas y las quemó;
perdió las uñas abriendo la tierra; se deshizo de su carne buscando la textura de su carne.
Después se fue, limpio.
Dicen que se perdió entre las calles, que se hundió en el desierto. No son cosas diferentes.

Yo quisiera un poco así. Pero soy - sigo siendo - el que cuenta la historia. (Aun cuando sea mi historia; no importa que no la entienda)

15.7.04


En el colectivo, de regreso a casa. Venía del centro, de un embotellamiento, de no llegar a ver una película japonesa. En los viajes, suelo leer. De algún modo, siento que la lectura me justifica, sino a mí, al menos al viaje. Que el hecho de desplazarse signifique una postergación de la existencia me parece un vacío terrible, devorador: siento los rastros del tiempo en la carne, los veo diluirse en vano: es culpa mía, por haber aceptado el sistema sexagesimal. Lo cierto es que la mayoría de la gente cae en una suerte de letargo cuando se transporta a lo extenso de la ciudad, y literalmente muere: quedan sus cuerpos vacíos como apéndices inútiles del pasamanos, pendiendo al ritmo hostil del empedrado (en el tren hay un signo más explícito: el monótono ruido de la locomotora reemplaza el latido de los corazones de los transeúntes y los coordina en un solo, mortuorio golpeteo). La voz de una mujer me saca del “Diario en Moscú”, de Walter Benjamin. La mujer habla con el colectivero, le dice que no tiene dinero, le pregunta si puede pasar. No tenía apariencia andrajosa, pero sí humilde. El colectivero, áspero y enfático, clama que no, le abre la puerta, le dice que se baje. Ella quiere explicarle, lo hace en tono bajo, herido. Es un ruego suave, como de quien sangra, lentamente, y siente la vida mecerse hacia la lejanía.. Como el colectivero ha clavado el colectivo, e insiste que se baje, ella dice que no, que no se baja, que no puede. Su tono no es imperativo. El colectivero, ya grosero, brusco, dice que no le importa, que se quedará allí quieto si es preciso, le pide que no lo comprometa, que él es buena persona, que se ocupa de lo suyo. En esa frase yo quise trompearlo. Ella calla. Tendría unos cincuenta y pico de años. En los ojos, en las maneras de las manos se deja ver su humillación. Tres, cuatro personas de las que están sentadas adelante reúnen la efímera cifra de 80 centavos y se la dan al colectivero. En una primera instancia, yo pensé escribir que había colaborado con esa suma. Lo cierto es que no puse un centavo. Se organizaron rápido, consiguieron de inmediato el dinero y yo persistí en mi postura distante. No sé qué nombre ponerle, pero nunca me siento interpelado por los llamados de la sociedad. Nunca sentí que yo era parte de algo. La mujer, cuando le dicen que ya tiene su boleto, que ya le han pagado al colectivero, llora. Un llanto muy lento, y en seguida reprimido. Agradece, agradece mucho y el resto del viaje es tentada por excesos místicos: cada tanto grita, agradece al pueblo y alecciona al colectivero sobre causas sensibles. El colectivero, ni bien la cifra fue abonada, enmudece. Yo quiero volcarme sobre el diario de Benjamin, porque su debilidad por Asia me conmueve. Pero también deliro otras imágenes que me confortan: que me acerco al colectivero, le digo que es un mal tipo, que discuto con él y lo humillo con mi retórica, que el tiempo retrocede al instante de la colecta, y yo me anticipo, entrego el dinero –¿qué significan 80 centavos para mí?- y le explico al colectivero su propia mezquindad. Para que estos fantasmas de lo que no ha sido no me ahoguen, los escribo: los delato. Me hubiera gustado decirle, mientras me bajaba, siquiera algo mínimo. Apenas atiné a mirarlo severo, y creo que el colectivero ni siquiera reparó en mí. Lo cierto es que bastó una cifra tan modesta como 80 centavos para que ese hombre revelara su oscuridad, su lastimosa piel. Es posible que ya fuera antes un ser mediocre, opaco, penoso. Pero fue preciso ese episodio para que a los ojos de varios transeúntes se delatara. No es la cifra, ni tampoco es el hecho: es su símbolo. ¿Qué le habrá sucedido a ese hombre para olvidar que el otro –esta vez esa mujer- es igual a él, es su propia imagen desdoblada en un determinado tiempo y espacio, en un escenario preciso que la resuelve despojada y desvalida, en un momento en que precisó ayuda –y encima una ayuda tan barata-? A estas horas ya es una máscara más, una mueca vencida que recorre Buenos Aires, confundiéndose en el vértigo urbano. Yo hubiera querido decirle estas cosas y algunas otras. No me consuela este texto. Pero entiendo que es un paso. ¿Hacia dónde? Hacia mí. Es un paso hacia mí para saber o pretender que no estoy seco.

J.C.


Yo no suelo detenerme en el innumerable presente. Es nunca susceptible de comprensión, y generalmente sus figuras me son frugales: carecen de la niebla y la mística que el cruce del río del tiempo le agrega; las cosas son demasiado precisas, hacen ruido, son noticias.
Sin embargo, en el tiempo de mis días le he dado siempre vital importancia a ese lenguaje del alma que son las lágrimas: se sabe, yo siento que las únicas verdades asequibles son las enunciadas fisiológicamente en un idioma que es preciso aprender a leer. Por ese muchacho hoy roto he llorado yo sobre mi cama sin saber por qué lloraba. Nunca lo ví, ni siquiera habitaba el espectro de espectadores que consumían su figura pública. Siempre me cayó simpático, siempre lo sentí cerca; no quiero, de todos modos, ofrecerme sentimental a los delirios de proximidad que los medios erigen, generando la ilusión de acercar al ciudadano tipo a la farándula, a las celebrities.

¿Importa que mi llanto sea motivado por razones banales? Me parece más interesante interrogar esa mojada sal: hundirme en mis vetustos mecanismos para ver si entiendo (como Barthes: abro un reloj porque quiero comprender - hacer mío - lo que es el tiempo, esa ceniza).
Algo me deja irremediablemente triste en esa partida, que no puedo sino entender como prematura –aunque la senda del destino sea inescrutable y las cosas suceden en su tramado sitio. La anécdota es ya distante; y sin embargo, de vez en cuando me acuerdo, como dudando. Si escribo estas palabras, es precisamente para encontrar aquello que ha vibrado en mí, para que no se disuelva entre las tandas publicitarias.


10.7.04

melodrama


¿Qué clase de vigilancia de mí puedo hacer con estas letras? Tengo nada salvo lo que he olvidado. Todos mis pasos, y aun cuando callado, me alejan del entramado social. Mi soledad se ahonda en las noches quietas. No es casual mi desesperación, no es casual que ahogue el vértigo en literatura. He versado sobre mí todos mis escritos de intención fantástica, y todo lo que he develado es incertidumbre, furtivas huellas en la marea. Después de todo, ¿qué se puede decir con palabras? ¿Acaso las palabras pueden decir algo, realmente (algo más que palabras)? Han sido siempre intercesoras; siempre son la ronca capa de hielo que contorna aquello que quisiéramos nombrar. Ya he aprendido que nada es nombrable. Mis ejercicios literarios, mis esbozos poéticos, mis delimitaciones del yo y mis retratos del llanto o del silencio apenas intentan rodear aquello que quisiera decir - pasar cerca, insinuar, ser el artífice de un roce -. Las palabras no son, no dicen. Pero un cóctel de palabras puede tramarse para transmitir la síntesis de un emoción. Toda aprehensión es perpetrada por el inconsciente. Yo no sé a que particular factor químico obedece, pero algo resplandece en el lector cuando es rozado por esta síntesis. No podrá, esto es claro, nombrar nunca esto que padeció. En todo caso, rodeará esta síntesis contra otras palabras, agregará a la síntesis algo suyo; y allí tendremos un crítico.