6.5.04


Un detalle.


Es marzo y hasta de los bolsillos tengo que sacar los estruendos de las avenidas, que gimen de nuevo en su monótono delirio incisivo. En un teatro efímero, padezco una masacre a Moliere. He llegado por amiguismo, y revelar lo penoso que ha sido el tránsito por la obra me parece un exceso pueril. Se exhibe ante mí el preciso opuesto a lo tolerable. Todos los gestos que se dan me pesan y duelen -es insalubre el arte mancillado-.
Pero

cuando un personaje femenino dice que las mujeres dicen no para que el viril chimpancé les imponga un sí (la parte de chimpancé y su respectiva virilidad son desafortunados agregados míos), ahí tropiezo entre el público con un rasgo cómplice que nace entre amantes, que los delata diáfanos, eternos.
Se sonríen, se miran primero: él la mira, ella entiende, se besan tibio -repiten un sistema, exaltan un estereotipo; yo no sé qué mensaje han comerciado esos ojos pero no dudo de que esas miradas estaban cargadas de sentido (un sentido ilegible para mí, pero eso es apenas accidental y no cuaja el milagro-: ese paisaje justifica el precio de la entrada (no me interesa que sea un edén fugaz el que cruzó conmigo, no quiero saber a quién engaña ese beso, qué mentiras cifra, qué herida encallará). Los amantes vibran ese segundo, exhiben algunas clausulas del contrato romántico (sadomaso) que los ampara, que los recorta -yo me hundo ahora en el murmullo de la lluvia sobre el mar, pero es una imagen tardía, tramposa: ni literariamente afortunada ni sincera-. A mí me hartan esos retratos melosos, los desprecio, me jacto en soledades de no padecerlos. Me saben a banalidad grosera, a reincidencia patológica del engranaje de la civilización: son códigos vetustos y vencidos. Esta vez me place una diferencia: un instante han vibrado dos almas en la misma nota. En otras ropas que yo tuve pensé o sentí que me había sucedido un encuentro análogo, pero en la recapitulación nostálgica ya no puedo estar seguro: los puentes que tendemos son inciertos, acaso de nuestro paso tengamos algún rastro, pero el otro es una niebla moldeada por el deseo casual que habite el instante, arcilla de la ocasíón, permanente enigma. Además, desde mí nunca pude verme con precisión. Así, esta vez, anclado desde mi voyeaurismo, pude ver la vibración de esa coincidencia (y aunque mi vena no sea romántica, yo no sé si una coincidencia puede no ser un milagro).

Miro otra vez a estos amantes, ya en la salida. Ya son gente (usan los labios solo para hablar, y dicen cosas que se dicen), ya han perdido la música, o al menos yo he perdido el acceso - ya no me interesan, son comunes, se confunden con los otros, con cualquier otro; ya no significan. Intento sacudirme del cuerpo los hematomas que ha dejado este atentado cultural, me compadezco de Moliere y entro en la noche. Otra noche.

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P.S: Me pregunto - cuando escribo esta línea ya es otro día - qué es lo que me ha maravillado de ese código. No pretendo una respuesta, pero cierto rumor en mi soledad me sugiere que ese lenguaje que vi pasar es, de alguna manera, un talismán.