30.10.06

the man who wasn´t there


-


Encontré, en medio de la vacía travesía mediática, esta delicada - y siniestra - pieza literaria:



when i was going
up the stairs
i met a man
who wasn´t there
he wasn´t there again today
i wish i wish
he´d go away.



///


el cuadro: Munch (el Kafka del color); Tarde en la avenida Karl Johan

29.10.06

yorke; el retrato posmoderno

Thom Yorke /// Harrowdown hill

*

Temo que ingresaremos en un período audiovisual. Estoy cansado cansado cansado... No es sequía: simplemente el trabajo de pasar las cosas del cuaderno.........Y cada paso, últimamente, es de despedida: me quedan seis meses en Buenos Aires. Letanía. Agobio y nostalgia anticipada... No sé: las cosas tan cuesta arriba... hay que refugiarse de los lobos interiores...

25.10.06

ficciones





the Book of Mirrors


primer draft

prefacio
Después de haber destruido todas las ilusiones hasta alcanzar la desilusión absoluta, a un personaje de Strindberg[1] le preguntan: ¿Para qué? El responde: para verdaderamente ver algo. Le objetan: Pero, ¿qué cosa se puede ver? A este cuestionamiento, el personaje responde: ¡A sí mismo! Pero cuando uno se ha visto a sí mismo, se muere.



I

Existe en alguna parte el Libro de los espejos. Perteneció a la vasta biblioteca del duque Próspero, en Milán, alrededor de 1610. Luego, se perdió. Se sabe, sin embargo, que está anotado en el inventario de objetos peculiares que organiza Paracelso, y que hay una alusión (vaga, tal vez) a “un libro que contiene todos los reflejos del mundo”, en el Corán. Durante las cruzadas por el santo grial, una narrativa comenta como tres templarios encontraron el Libro, ubicado como objeto ornamental en un sepulcro, se embelesaron con él y se perdieron para siempre, consumidos por las imágenes que el Libro emitía. Al pasar, lo menciona Escoto Erígena en una de sus cartas, pero no profundiza en los atributos del Libro. Más cercano en el tiempo, el joven poeta y falsificador Chatterton menciona el Libro de los espejos en una de sus baladas apócrifas.


II
Sus hojas están hechas con diferentes metales que a su vez emiten diversos reflejos. El libro de los espejos refleja al lector tal como es solamente en una de sus numerosas páginas. Por supuesto, esta página no está indicada en ningún lado. En las demás páginas lo refleja distintamente; por ejemplo: muestra como será en treinta años, en ochenta años, en trescientos años, cómo fue de niño, cómo hubiese sido si hubiese sido un monstruo, un animal, un ángel, un vagabundo, un sabio, o simplemente cualquier otro, cómo hubiese sido en la adolescencia si determinada muchacha lo hubiese amado, o si hubiese llegado a tiempo a tal lado, o si hubiese llegado tarde, o cómo sería hoy si hubiese llovido, o cómo sería hoy si ayer hubiese llovido, o cómo hoy debería haber sido, o el rostro del que fuimos en una vida lejana, o el rostro de la persona que nos haría felices, o que nos asesinará. El problema residía en que el índice se había perdido, y no podía saberse a qué correspondía cada imagen.


III
De ser así, el Libro de los espejos es el reposo de la histeria de las posibilidades. En una página está inscripta la imagen de lo que es, en una breve cantidad de páginas lo que fue y lo que será, y en el resto del inabarcable volumen yacen, dormidas, las imágenes de todo lo que no fue y pudo haber sido, de lo que no será y sin embargo fue concebido (como idea, como sensación, como pesadilla).



IV

Hay quien dice que el Libro nunca dice la verdad; hay quien afirma que el Libro jamás miente. En el siglo XIV, se expone en un artículo inverosímilmente atribuido a la escuela de los Hermititas, que el Libro opera bajo parámetros que exceden la medida de la verdad y la mentira (que son meros parámetros del limitado pensamiento humano, inaplicables al Libro): el reflejo que exhibe ante el lector es simplemente un punto de vista que alguien, en alguna parte, tuvo o pudo haber tenido de él (una de las páginas ofrece la imagen que la divinidad tiene de nosotros). De este modo, no serían espejos ficticios o anacrónicos, sino la mera materialización de una idea que el lector despertó en alguien. De este modo, la imagen es cierta, puesto que alguien la sintió, y es falsa porque no corresponde al lector, que es simplemente un punto de partida desde donde esa imagen iría a componerse. El Libro de los espejos sería un recinto que guarda todas las apariencias, y da acceso a su lector a las formas en que él fue percibido a lo largo de su vida, en el pasado y en el futuro, indistintamente.


V
Todas las leyendas que tratan en Libro de los espejos coinciden en que hay una página en el Libro donde el espejo no está alterado por ninguna alquimia y ningún presagio: en esa página puede el lector verse exactamente como es. La fibra de su lámina está fabricada con restos del oráculo de Delfos. Como hemos anunciado, esa página carece de toda indicación y es imposible verificar cuál de todas las páginas es. Haber llegado a ella es tan solo una cuestión de fe. Son profusos los escritos que ha inspirado esta página. Se dice que es una página peligrosa, que la página de la Verdad equivale a la página de la Muerte: la imagen que exhibe resulta intolerable y el lector cae fulminado en el instante que la asimila. Otros, más optimistas, hablan de que no provoca la muerte; dicen que sólo se vuelve de ella como profeta, loco, niño o vagabundo.


VI
Hay quien dice que el único espejo es el insomnio.


VII
Durante la peste negra, un comerciante recorre Florencia con un libro, y hace un negocio de él: cobra a quien quiera verlo unas monedas. Este libro no es el Libro de los espejos, sino el Libro del destino: es fama que ambos libros se confundan en diversos tratados históricos. El Libro del Destino es admitido solo como falso libro: una broma erudita o, directamente, una estafa. Posee un espejo (llano y tradicional) entre sus amarillas hojas. Quien desea saber algo (y previamente ha pagado) formula una pregunta y abre el Libro del destino, que responde con una imagen: la del hombre que ha preguntado y mira, ansioso. El vulgo, frente a su propia imagen, se maravilla, y deposita en ella la respuesta a lo que estaba buscando. El espejo funcionaba como una suerte de crítica de lo que el hombre pensaba de sí mismo: víctima de lo real no hacía más que trasladar el estado de su cuerpo (por lo general sucio, servil) a la condición de su alma: era la versión improvisada del actual fervor por el psicoanalisis. Siguiendo este sistema, sólo la belleza era absuelta. Pero también la vanidad y superficialidad. No se trata de un sistema confiable: es apenas una trampa psicológica. Como todo oráculo, responde lo que el que pregunta puede oír.


VIII
Yo soñé una vez con ese Libro. Fue un sueño terrible: lleno de esperas, sombras multiplicadas, doppelgangers monstruosos que me asaltaban o sustituían sin que nadie notase diferencia, un sueño profundo, laberíntico, de espejos que eran portales, sentencias o presagios abominables. Cuando desperté, no pude más que dejar toda mi vida atrás y dedicar mi tiempo al silencio de la escritura y el aprendizaje de la muerte. Desde entonces, he llenado centenares de páginas con fábulas más o menos ciertas que esta. Necesito escribir para no escribir ese sueño. Necesito decir cosas para evitar la imagen de ese sueño, que todavía pesa en mí como la melancolía en las noches de lluvia. Me dirán que es una fuga; más bien es una esmerada sepultura.


IX
Una superstición popular en Inglaterra afirma que un muerto continúa la apariencia de su vida mediante un teatro de ilusiones que le privan del conocimiento de su propia muerte. Sólo podemos comprender que hemos muerto cuando el espejo no nos refleja. El espejo es el único capaz de producir la verdad: de no ser por él, el cuerpo vagaría en la inercia de su rutina, indiferente a su condición de sombra. Siguiendo esta vulgar leyenda, se decía que había en el Libro una página donde el espejo no reflejaba nada. Esa página era el portal que conducía al hombre fuera del purgatorio, la que rompía sus vanas cadenas terrenales. No se la llamaba, por aquel entonces, la página de la Muerte, sino al contrario, la página de la vida: eran tiempos de opresión religiosa, y todo lo que lindaba con lo terrenal era considerado un peso, un trámite o un pecado. La página de la Vida era la que disolvía las apariencias que constituían la realidad (que no era más que un teatro de opacidades) y permitía el acceso a los verdaderos colores del mundo, a sus dimensiones e intensidades reales. El costo, por supuesto, era el propio cuerpo. Pero era un precio sensato, e, incluso, benigno: el contacto con la profundidad del universo presupone un destino de soledad irredimible; lograr un estado de semejante lucidez vuelve incomunicable el repertorio de hallazgos vislumbrados. No existe un lenguaje capaz de contener una experiencia que no haya sido compartida. El cuerpo entorpecería los deleites celestiales que los ojos despertados ven surgir aquí y allá. Era una época donde la promesa de una vida en el más allá primaba sobre la existencia inmediata, y la profesión de poeta era considerada herética.


X
Era fama, entre los grupos de jóvenes románticos de principios del siglo XVIII, póstumos al sturm un drung, que caricaturizaban con su fervor los principios del movimiento, concebir que el único espejo posible eran los ojos de una mujer a la que se amaba sin ser correspondido. Se trataba de una prueba, casi un tour de force, y consistía en soportar la sentencia del desencuentro, y leer en ella una lección vital. La confrontación (brutal, definitiva) con esa mirada fría retorcía el ánimo del hombre. Si sobrevivía, lo hacía más parco, más desencantado (cuando no moribundo, desollado: los Werthers). Como si regresara de una verdad terrible y esencial, que comprometiese al universo entero. De alguna manera, era así. Ingenuamente, confundían un abismo (el de las pasiones) con otro (el de la verdad).


XI
Es sabido que las imágenes que produce el Libro no son gratuitas. Para que la maquinaria que es el Libro de los espejos entre en funcionamiento el espejo frente al lector, mediante un complicado mecanismo operado por luces, succiona lentamente la sustancia del alma hasta secar por completo a su víctima. Pero esta actividad parasitaria no solo es sutil e imperceptible, sino que queda refugiada detrás de la seducción de imágenes que el Libro engendra y mueve. Como las aguas de Narciso, las páginas de este libro son adictivas y asfixiantes. Cabe aclarar que estos mitos son notablemente antiguos, en una época donde un espejo tradicional era una rareza de connotaciones quiméricas. Si el siglo XX ha sobrevivido a la televisión, poco tiene que temer a los encantos de este Libro profano. (Hasta que no se verifique tal supervivencia, es lícito albergar un prudente espanto.)


XII
Hay quien dice que este Libro nunca existió. Hay quien dice que el Libro de los espejos es apenas una metáfora – a veces exacerbada - de cualquier libro.



fin



[1] El Infierno.

_____________
el cuadro: Frente al cuadro; Chagall

22.10.06

20.10.06

ritual

Como ha educado su ánimo en la tragedia, a veces entra a un baño, mira el espejo, y dice cosas como:


Agonía. Soledad del hombre en el sueño lleno de ascensores y trenes donde tu vas a velocidades inasibles. Soledad de los edificios, de las esquinas, de las playas donde vos no aparecerás ya nunca.


o


Tengo un nombre entre los que tardan; y ese nombre es sombra, como todo.


Puede ser también en un ascensor, o a un kioskero, o en mitad de una calle revuelta de gente, o, desde su ventana, al vacío asfalto de la madrugada. No siempre son, como esta vez, palabras de Lorca o de Pessoa. Las dice, así: de repente. Y luego se va, y hace de cuenta que vive su vida. (Siente un poco de pena, porque sus palabras improvisadas, las que dice todos los días para mantener el flujo cotidiano, no tienen esa gravedad, ese implacable charm: lo que a él le da tristeza es que, siendo un personaje de novela, esté condenado a vagar en la vulgaridad lábil de Lo Real, sin ficción que lo proteja, desamparado en el lado cierto - el lado cruel- de las cosas, exiliado de la novela que debió contenerlo, de la trama que debía jutificarlo y que, por no existir, naufraga sus esfuerzos poéticos en la gélida vigilia... se siente un raro animal extinto, un paria.
Inconcluso en la insípida experiencia de los días.
Lo único que tiene, de vez en cuando, es un fragmento (sus estrechos márgenes, su aire apretado, su vida efímera): lucha por mantenerlo, pero más que eso - nimio, vacuo - no pueden sostener las potencias malogradas de su ilusión - herética, y un poco tonta -. Es que las paredes del teatro son tan leves. Bataría que alguien entrase en su habitación para derrumbar su imperio de naipes. Pero - piensa, exhausto - está bien: todo es levedad; todo está hecho con una fibra volátil, todo pende de un hilo herido).

15.10.06

Anecdotario;




primer draft



noche ártica


“todo lo que escribía... era
una inacabable despedida de ti”
del diario de Kafka




I
Era cierto que se había levantado un viento fresco. La noche estaba muy profunda y salíamos de cenar (ya no quedaba nadie en las calles). Ella estaba bastante desabrigada (apenas se defendía con una levísima tela, casi transparente); pero de todos modos me acompañó a la parada del colectivo porque vivía muy cerca (a la vuelta) y a mí, en cambio, me quedaban por atravesar todavía otras parcelas de la misma noche.




II
Sentí, mientras caminábamos, un silencio crecer entre nosotros. El tiempo que tardamos en llegar a la parada del colectivo fue para mí como una procesión mortuoria donde ella estaba forzada éticamente a acompañar a mi maltratado cadáver (lo hacía con elegancia: aun allí era nocivamente bella). Quise desaparecerme, para liberarla de ese trabajo. Y lo hubiese hecho si ella me lo pedía. Pero el silencio estaba ahí, se había corporizado y nos acompañaba. Incluso le guiñaba el ojo, le hacía caras y lo peor del caso es que ella respondía a ese juego (lo hacía subrepticiamente, sin dejar rastro alguno; pero yo me daba cuenta). No ven la hora de librarse de mí, pensé, para quedarse solos. Y después pensé: ¿pero por qué, si yo estoy postrado, enfermo de inmovilidad, si no sé cómo interrumpirlos? Y el silencio me respondió: no importa, interrumpís igual; estás lleno de lo signos de tu inquietud: esos signos, por más callado que te quedes, los tenés en la ropa, en la mirada, se te caen de los bolsillos y no dejan, a modo de bullicio y con poca claridad, de agitar sus manos, de murmurar su grito coagulado, de pedir ayuda.
Ella no me miraba, pero parecía asentir.




III
Quise decirle algo, atenuar la gravedad de la cosas que habían pasado antes, pero hacía mucho frío, y mis palabras se caían al suelo, estallaban como informes bloques de hielo en un inútil sonido de hueso partido. Comprendí pronto que el lenguaje (mi instrumento más afinado) había quedado vedado en ese contexto, me había sido arrebatado por las extenuantes circunstancias climáticas. Desprovisto de él, yo era como un juguete roto. Tuve que contentarme con algunos gestos, arqueé las cejas, fruncí mi nariz y hasta intenté organizar una sonrisa en mi rostro para aunque sea rendir ante ella un signo de calidez. Es factible que esos esfuerzos no me hayan salido bien: mis músculos estaban entorpecidos por el frío, y lo único que logré fue una expresión de alucinado, un rostro de psicótico. Ella no se enteró de estas cosas: jugaba con el humo de su aliento, dibujaba figuras en el aire y luego las decapitaba; por lo demás, estaba muy ocupada temblando. El frío.




IV
Esperó cinco minutos, y en mitad de un diálogo dijo: - Es tarde. Tengo frío. Me voy -. Me abrazó (todavía se dio vuelta una vez más para decir “nos hablamos” – tuvo esa ambigua delicadeza -) y se fue.




V
Me quedé con el invierno en la garganta, con mis palabras rotas en el piso, con la imagen perpetua de su cuerpo doblando la esquina. En este punto de la noche, la nieve casi llegaba a mis rodillas (era el principio). Tomé del suelo las resquebrajadas piezas sueltas de lo que habían sido mis palabras, les limpié la nieve y jugué con ellas como si fuese un rompecabezas (con algo tenía que entretenerme). Cuando llegó el colectivo, casi tenía armada una frase; me dio pena tener que abandonarla, pero era necesario (cargar palabras viejas es un equipaje nostálgico que entorpece el trámite de estar vivo).




VI
Yo sabía que ella se levantaba muy temprano en la mañana y que había hecho un esfuerzo para poder quedarse hasta tan tarde (la madrugada, con todos sus dientes). Sabía la hostilidad de la noche, y las desavenencias del frío[1]. Sabía también que nuestro vínculo, sea cual fuere, excedía los límites de ese ínfimo evento. Pero todo esto lo sabía inútilmente: era el final, y como final tenía la potencia como para clausurar todas las esperanzas; como final tenía la clave para reinterpretar (envilecer) todas las anteriores horas juntos bajo esta nueva lente del desamparo. Además, era una metáfora, y las metáforas hieren: una metáfora, aun cuando no sea cierta, tiene un vigor superior a cualquier argumento, convicción, silogismo o compendio de verdades. Entendí lo único que sé entender: que ella no me amaba.


VII

Había atenuantes si los hubiese querido (...) pero porque siempre hay atenuantes si se está dispuesto a aceptarlos, a leer mal: los imaginaba como tímidos consuelos artesanales ante una verdad de violencia profética. Ella no había dicho nada, pero porque no hacía falta: su voz hubiese sido redundante. Un teatro había surgido de las entrañas de la noche: cada cosa estaba dispuesta para significar algo, y esa moraleja... había que ser muy iluso para desoírla. Mi automática resignación, mi vocación al fracaso me libra al menos del esfuerzo de tener que mentirme. Yo estaba envejecido de tantas despedidas; y la sentencia (de su desinterés) ahí, en el centro del invierno, ya era inapelable.




:fin:
*

[1] Aunque, ¿el frío no es siempre el síntoma de una intimidad fallida, naufragada)

13.10.06

fading (leyendo Lacan)




Cuando le decían que era taciturno, melancólico, él respondía que no, que para nada. Serenamente él explicaba que se divertía mucho, que se reía mucho: que cosas diminutas del día, en cualquier momento imprevisto, le hacían sonreír, le hacían vibrar; podía ser un gato en la siesta, el murmullo del viento entre las hojas otoñales, cierta expresión en una muchacha o en un niño, una melodía que surgía bruscamente de la nada y se dejaba tararear durante algunas cuadras, el mar, una sonrisa clandestina cruzada con una desconocida en un colectivo, una gambeta de Messi, las gotas de lluvia corriendo lentas por el vidrio empañado de la ventana de un café, en fin: algo (no cualquier cosa: algo) que repentinamente brillaba para él y le daba una sensación suave de placidez, de absoluto. No todo lo decodificaba trágicamente (como de su pose o de su prosa podía inferirse), y de hecho, a los efectos de una confesión, decía que la pasaba bien. Lo que sucedía era que, la mayoría de las veces, no lo entendían (o él no sabía cómo hacerse entender, o le parecía, de antemano, inútil o imposible). Y entonces, él no tenía más remedio que reírse solo.

:::
foto: interior blue, de debret viana

10.10.06

monólogo


los vestigios


Y entonces Ella se arranca del rostro los gestos que había aprendido, y se somete a la terrible exigencia del escenario - donde el único lenguaje articulable es la desnudez -, y dice:



- Eran las horas solas; las tardes antes de que todo se apagara en noche. Mis padres trabajando. Había salido del colegio y no quería darme al parejo ritmo de mi lenta soledad. Llegué a él como un perro hambriento que huye del frío. Volcamos el mismo sudor. El me doblaba, me abría: era un dolor que me hacía soñar con parirme a mí misma hacia la vida. A veces creía que me iba a romper el sexo. Pero no. Nunca pasó del otro lado. Gemí hasta agotar mi voz. Le di todo lo que pedía, hasta cansarlo. Cuando se dio cuenta de que yo lo amaba, me echó. Me dijo: yo no quiero esclavos. Frágilmente anduve por lo días.



________________

foto: piso del cementerio de recoleta

5.10.06

Hamlet


angustia del acto, redención estética
notas sobre
Hamlet





La vida práctica me pareció siempre
el menos cómodo de los suicidios. Actuar fue
siempre para mí la condena violenta del sueño
injustamente condenado.
(...) Actuar es reaccionar contra uno mismo.
Fernando Pessoa
Libro del desasosiego; fragmento 247


(...) los que no persiguen vivir
no son esclavos de la muerte.

Lao-Tsé
Tao-Te-King; L







1
El drama de Hamlet es que es un soñador (como buen soñador, ha abdicado de la acción) y ahora es arrastrado hacia la escena, forzado a actuar, a intervenir (él, que vivía en la dicha de la contemplación).


2
El mundo de la acción es un mundo cruel. El que vive allí debe estar dispuesto a matar y a morir: estos son los parámetros donde se desarrolla lo real.


el goce
No es en el mundo de la acción donde existe el goce. El goce es precisamente donde los términos reales del mundo trastabillan. Ingresar en el mundo real es acceder a postergar indefinidamente el propio deseo. Aunque el deseo es apenas una dirección, un índice de movimiento, una marca de carencia: nunca un lugar habitable (mucho menos a través de su realización, que es, siempre, otra cosa). El deseo funciona en Lo real como un señuelo: el goce solamente ocurre en estados de inconsciencia, y en un espacio furtivo. Prácticamente, no es una experiencia: es apenas una anécdota, un residuo falso inscripto en la memoria que condena a seguir anhelando lo que no se supo aprehender. Como el deseo es la dirección, no puede revelarnos el carácter inaprensible de su presa: sería fraguar su razón de ser. Y el goce es inaprensible porque para aprehenderlo es preciso salir de él (corrernos de la escena donde ocurre) y mirarlo: y esto es ya una pérdida; el costo de aprehender el goce es obligándonos a prescindir del momento en que ocurre, ese fugaz presente donde estamos vivos sin el peso de la conciencia de estar vivo. Para aprehender el goce, entonces, es necesario dar un paso al costado de la vida, no vivirlo.





3
Hamlet no quisiera mancharse. Como Bernardo Soares[1], Hamlet puede soñar con todo porque es nada (ese es el costo): si fuese algo, ya no podría imaginar. Allí radica todo el dilema del “to be or not to be”: a expensas de su goce, Hamlet es llamado a ser algo. El se contenta con lo etéreo, lo especular: los juegos de palabras, la retórica, los serenos paisajes, la composición de metáforas (a los fines de un reino – de las obligaciones del poder, de sus imperativos – es casi como si no existiera: completamente obsoleto). Sin embargo, el mandato paterno es indeclinable (sobre todo porque es el mandato de un muerto: y un padre comienza cuando muere): para recomponer la armonía debe actuar: debe ser; (con su ociosidad habrá de perder también su perfección). Y lo hace (después de ensayar sobre el escenario y con audiencia) del único modo en que la acción puede ser disculpada: bajo la apariencia de la locura.



4

Hamlet justifica su acción montando el incierto – y nunca concluido, nunca cerrado – teatro de su delirio (con el que engaña a todos y se vuelve para toda su audiencia incomprensible, imprevisible): incluso toma la precaución de morirse para que su acto nunca tenga que comparecer ante el tribunal de la razón: se guarda para sí el derecho de estar loco (de ser otro); y de esa manera, expía la acción que lo obligó a traicionar su modus vivendi.



el escritor
Actuar es empezar a morir, es adentrarse en la enfermedad del tiempo. Por esto, de algún modo, el escritor es un traidor: su palabra está hecha de tiempo, su silencio – necesario para parir la frase – está hecho de muerte (moverse es vivir, escribe Pessoa, escribir no es vida: a lo más, es una supervivencia precaria). El escritor debe mediar su sueño con artificios generalmente baratos: su angustia, su hastío suele ser el costo de no renunciar al sueño mientras sostiene el vicio de la escritura. Un soñador verdadero no puede escribir. Un verdadero soñador no colaboraría con la existencia del mundo exterior. Un verdadero soñador está siempre atento a lo inexistente[2]: pero no lo prostituye: lo respira.



5

Hamlet no resiste el gasto de su acción, y muere. Habiendo traicionado la vida del sueño (la feliz lejanía, la desterritorialización serena, la aprehensión del goce) por el imperativo de la acción, solo puede regresar al estado onírico al costo de su cuerpo, que entrega a la muerte a condición de que su drama sea contado: el relato, que Hamlet encarga a Horacio, es, como toda literatura, el film de un sueño inscripto en la vigilia; un sueño light, que no tiene el costo de dormir ni fuerza a la condición de protagonizarlo.


6
Ese relato (es decir: Shakespeare) es la venganza de Hamlet: hace de sí (de su acción, de su historia y travesía) un cuento, un sueño para otros. Es como si Hamlet sólo pudiese permitirse la acción si la comete teatralmente: ya que no puede darse a la vida del soñador, ejecuta una acción dramática que solo puede ser recuperada como literatura, como sueño. Si debe mancharse con las cosas del mundo, no sacrificará su sueño en pos de la acción: acometerá la acción con la lógica de su sueño, con una estructura delicada de la que la vida mundana es indigna: le exigirá al mundo que se vuelva teatro, y trabajará arduo para ello (por supuesto, como Don Quijote). Es como si dijera: Si he de sacrificar el sueño – la vida etérea, el teatro singular de mi pasiones, mis juguetes -, será en un acto genial, que rivalice con el sueño, que se confunda con un sueño, que otros, alguna vez, lo puedan soñar. Como dice el Hamlet de Luis Cano: “(...) hay que fracasar para ser Hamlet”.



7
Desde luego, entre soñar y leer no hay ninguna diferencia. Entre el teatro y el sueño hay muy poca.



8
Con su acción Hamlet parece decir (como un suicida): me niego al mundo; no actuaré más. De ahí que se acción tenga la gravedad de lo definitivo: Hamlet, a diferencia de quien cree en el mañana, puede agotarse en este acto donde jugará toda su existencia, puede afrontar el gasto de un acto genial: “(...)puede hacer de la muerte un acto. Puede actuar suprema y absolutamente”[3].



9

Su propia muerte es apenas una de las acotaciones del texto donde él mismo dispuso el drama. Es una muerte necesaria: sostener un teatro (hacer de la realidad una escena, lograr un desempeño actoral por parte de personas que no saben que están actuando, alcanzar un tono épico con materiales burdos y desprevenidos) es un esfuerzo que no puede sostenerse demasiado tiempo: hay que morir antes de que el teatro empiece a desmembrarse, antes de que sus paredes empiecen a caer sobre la escena y dejen entrar las desoladoras luces del día. Hay que morir: es el único telón del que disponemos.



el sentido
La realidad no sabe cerrar un cuento, la Historia necesita tomar prestados elementos formales de la literatura para poder decirse (para que sea legible). Las cosas que pasan no tienen ningún sentido estético. De hecho, no tienen ningún sentido. La realidad requiere montaje: todo sentido (todo lo que nuestra psiquis puede digerir) es un montaje. La realidad es como ese ruido de fondo que distraídamente oímos cuando cenamos en un lugar lleno de gente. Un monstruo amorfo hecho de bullicio superpuesto, un concierto violento, inasimilable. Ni siquiera lo escuchamos: es una presencia que aturde o que divaga: backsound. Nuestro oído está educado apenas para recibir música (orden). Por eso tenemos poco que ver con la vida, que es puro ruido (caos). Por eso somos adictos al cine, a las novelas, a las canciones: son espacios donde la brusquedad azarosa del caos se organiza estéticamente. Y por esto también somos proclives a la angustia, al desasosiego: educado el ego en territorios ficticios, bellos y cautivantes, no sabe cómo lidiar con una intempestiva realidad que ruge toda su incoherencia como una salvaje babel. Queremos amar, recorrer ciudades, agotar los límites de la vida; y lo único que tenemos es relatos: hacemos relatos de los ruidos de la historia, de los ruidos del piano, de los colores esparcidos, de los ruidos de nuestro deseo: de nuestra propia vida sólo nos restan algunas anécdotas: con nuestro mismo ánimo, lo único que podemos hacer, es frases.



10
La tentación poética de la justicia es la que seduce a Hamlet: y lo seduce, sobre todo, como idea estética. Cede su vida de errabundeo mental a cambio de que el universo tenga sentido. Y para que haya algún sentido Hamlet debe perpetrar la puesta en escena de la justicia (porque el sentido es puro teatro: no tiene nada que ver con la realidad): una justicia emblemática, y poética.



11
Hamlet comprende esto. Y tiene poco tiempo para engendrar un punto de fuga. Por eso monta un teatro (con lo que puede, con lo que tiene a mano), inventa un espectador (Horacio) al que le confía toda la historia y lo obliga (todo lo que se pide desde el lecho de muerte es un mandato) a convertirse en autor. Hamlet llega lo más cerca que se ha llegado a ser el demiurgo de su historia. Muere antes de que entre Fortimbrás: no tenía el poder como para involucrar a todo un ejército en su obra: no hubiese podido sostener las paredes del teatro: que se derrumban sólo hacia adentro.



el traidor
El soñador abdica del mundo – de su propia vida – para abrirse a todos los destinos. El escritor traduce las potencias oníricas hacia el territorio irreversible de su destino. No sabe vivir, ni sabe renunciar a la vida (exiliarse, entrar en el desierto al que Kafka alude una y otra vez en su diario: allí donde Rimbaud cierra por completo la puerta Kafka la deja entreabierta). Es como si estuviese permanentemente embarcado en una duermevela de párpados semi-cerrados. Por eso traiciona la noche con su vigilia, traiciona la vida con su silencio, traiciona el carácter fugitivo e intrascendente del universo con su contemplación empedernida, su registro inquisidor, su anhelo desesperado de sentido: traiciona su propio cadáver con el relato de su incesante decrepitud.



el extranjero
El escritor es un traficante de sueños: paria en la vida y en el territorio onírico, extranjero donde sea que vaya (sobre todo si se queda quieto, frente a la página limpia donde ansía vaciarse). Necesita patéticamente gritar su sueño y su silencio para justificar su soledad. La soledad es una herida que solo puede disculpar con la medalla de la literatura.



expiación
La escritura – bajo su forma literaria – hace la promesa histérica de justificar el desamparo de un hombre. Por eso siempre se escribe por temor a la muerte: a la propia muerte (aun cuando es imposible), a la muerte de las cosas en su lánguida fugacidad, y a todo lo muerto que acarreamos como una condena por las avenidas diurnas. “Infelizmente (dice Kafka) no es la muerte, sino el incesante tormento de morir”.
Mediante la escritura un hombre se protege de la acción, que es cara y compleja – llena de responsabilidades y finitud – y del sueño, que es etéreo y triste – lleno de levedad y culpa -.



en cambio, Hamlet
Orquestó los últimos pasos de su vida con el rigor de una pieza literaria. Volverse un personaje de novela fue su manera de redimirse, de retornar al estado idílico: no se somete a las leyes de la acción, las comprende y manipula para construir un episodio literario (onírico). Volverse un personaje de novela fue la terrible exigencia su obra: una obra que lo privaba de una vida serena (que lo lleva a abdicar del trono, de Ofelia, de sus estudios en Wittemberg, de sus amigos, etc). Ser un personaje de novela es la consagración onírica (literaria, histórica) más sublime. Más aun cuando no hay novela.



cristo
Esto también lo comprende – y mucho más profundamente - Cristo, del que Hamlet no sería más que un tímido aprendiz con un teatro improvisado: Cristo da su cuerpo a la literatura: se inmortaliza (reina) a condición de morir (de no existir)[4]: pero, claro, hablamos de una muerte memorable, indeleble. No es otro el precio del poder: es preciso montar el espectacular teatro de nuestra desaparición para dominar (“¿puedes, mediante la no-acción regir y venerar a tu pueblo?”; Tao Te King, X). Y es cristo quien organiza el mayor teatro que ha visto occidente. Instrumento más movilizador y portentoso que la ausencia, no existe: es el ingrediente fundamental de la leyenda. Esto, los amantes lo comprenden bien (aunque nublados de deseo, no siempre saben cómo usarla). Es indispensable, para el poder, hacer invisibles los hilos con los que manipula sus marionetas.


12

Pero, ¿qué es lo que llevaría a un soñador a sacrificar todo su imperio? Después de todo, la obra que a Hamlet le cuesta la vida solo puede ser una (con todas las imperfecciones comunes de lo real), por lo que apenas rivaliza con las potencias del sueño en un solo instante efímero: realizar un sueño es abdicar de realizar todos los infinitos posibles sueños. ¿Qué es lo que lleva a Hamlet a renunciar a su mundo de posibilidades a cambio de arder en la ejecución de una trama?



lo gratuito
Todo en Hamlet es un esfuerzo en vano. Dinamarca agoniza, Fortimbras acecha. Si Hamlet eligiese no participar de la acción (not to be) de todos modos el reino Danés (junto con el asesino en el trono) será derrocado. Pero sería burdo, común: los reinos caen, los reyes son destituidos, un ejército vence a otro, etc. Lo que Hamlet conquista es su heroísmo, su inmortalidad: la poesía viva en un instante emblemático.



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Por otra parte, en esto, Hamlet se parece – por una vez - a una clase enferma de soñador: el escritor: a un soñador solo lo mueve el dictado de un fantasma, la rugosa sentencia de los muertos: la rumiante voz que vibra en el aliento del silencio.





fin
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[1] Libro del desasosiego.
[2] “Ponte sobre las cosas / antes de que ingresen a la existencia”; Tao Te King, LXIV.
[3] Maurice Blanchot sobre Kirilov (Dostoievski).
[4] “El reino no se alcanza / si no es por la no–acción”; Tao Te King, LVII.

2.10.06

portrait (backfire)

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Pasa que no sabemos nada, y nos morimos de frío. El mundo se agita tosco, y nuestra vida desfila por las horas muertas hilando, en el tapiz de la trama rota del universo, un sinsentido que nos resulta ilegible y cruel. Herido de desiertos, D. necesitó aferrarse a algo para poder seguir dando pasos en el centro de la nada. Llovía tinieblas anchas, y los lobos silbaban en el viento. Una mujer que pasaba fue el casual recipiente donde derramó todo su miedo, su coagulado llanto, su quieta muerte. Una piedra ajada en la que se obligó a ver un talismán sagrado. Quiso quererla, y se insertó en la mitología romántica, donde dos soledades, por haberse encontrado, ya estaban justificadas. Llenar el silencio con la propia alma es una tarea ardua. Más fácil es que otro haga piruetas en nuestro vacío, para distraernos del espejo violento de las noches solas, para no tener que mirar fijo las llagas que se posan en mi retrato, como gotas de humedad.

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