31.12.09

25.12.09

zamba










Es usualmente lo mismo de lo mismo, la formula reiterada hasta el hartazgo, los moldes aprendidos. El mismo estribillo, la misma cara de idiota para entonar esa voz que uniformada. Y cada tanto, aparece uno y le da un cachetazo a las reglas estipuladas, y canta la balada de nuestra biografía del otro lado de la frontera (donde ya estabamos, más solos que ahora, y sin habernos dado cuenta de que nos faltaba un idioma hasta que alguien le puso voz; en este caso, un poeta).

24.12.09

esa obsesión hamletiana, el padre

Me pegó en la cocina. Llevando los vasos al lavavajillas. La tv había quedado prendida, y repetían el programa de Lanata, que con mi padre habíamos visto juntos, mientras cenábamos, unas horas atrás. Lo acompañé al remis, lo ayudé con las valijas. Noas saludamos como si nos fuesemos a ver mañana. Y en la cocina, me pegó que mañana estaríamos a un par de miles de km. Me crucé de brazos, apoyado contra la pared. Recordé aleatoriamente trazos del tiempo que pasamos juntos. Sentí que lo iba a extrañar, y un poco de miedo. Los platos donde comimos llenos de agua para ser lavados mañana. Estanques fétidos de la noche de ayer. Yo, en mi cama, conciliando más o menos el sueño. El mirando la noche impenetrable desde la ventana del avión. Lo que fue ya no será. Esa lección yace en todo lo que ocurre en el mundo. Pero algunos gestos son más drásticos, y el deslinde se siente más fuerte.


ley para escritores estetas

es necesario llegar al final de la frase sin que el lenguaje haya tenido tiempo de sufrir


 //

(esta frase, anotada en el reverso de la tapa del cuaderno - o libreta - que se lleva a todas partes, por la dudas las musas lluevan) 


20.12.09

god art



(...) 
los poetas
son aquellos mortales que
cantando gravemente
recuperan la huella de los dioses prófugos
permanecen en esa huella
y trazan así para los mortales
sus hermanos
el camino de regreso


pero quién
entre los mortales


es capaz de descubrir
semejante huella


es propio de las huellas
ser a menudo imperceptibles
y siempre son
el legado de una atribución
apenas presentida




(...) en el tiempo de la noche del mundo
el poeta dice lo sagrado.




Jean Luc Godard
Historie(S) du cinema
libro primero, parte dos; una sola historia 

15.12.09

ex



1
Resulta que tengo que ir a cenar a casa de una ex. No tengo ganas de hacerlo, traté de zafarme de mil modos, pero al final le dije que sí, y ahora no tengo más remedio que ir. Me llamó veinte veces, me rogó. Siempre tuvo una notable aptitud para erosionar la resistencia molestando incansablemente. Encima vive en un barrio incómodo. No es exactamente lejos, pero tengo que tomar dos colectivos. Eso ya me predispone mal.


2
Trato de no mantener ningún tipo de contacto con mis ex precisamente por estas cosas. ¿Qué pueden tener que decirse dos personas que han estado juntas? Después de tanta cercanía, cada uno ha visto del otro las llagas y los monstruos. Salvo mediado por la anestesia del amor (o al menos del cariño) nadie es tolerable de cerca. Si yo más o menos soporto a los demás, es porque me importan poquísimo. Eso, y que no me acuerdo nunca de casi nada. No tengo tiempo de detestar a nadie, porque me la paso haciendo esfuerzos para que no se note demasiado que prácticamente me son desconocidos. La gente se ofende con esas pavadas.


3
No sé qué me quiere decir. Me importa poco. Mi pasado no me ata demasiado. No soy una persona nostálgica. Es por una condición de mi memoria. Me olvido las cosas con facilidad. Pasa un tiempo, y por más que haya pasado 6 años al lado de alguien, su rostro se me vuelve impreciso, y no logro discernir qué cosas hacíamos juntos ni por qué fue especial para mí. Es complejo a la hora de ser interpelado, porque a la gente le gusta recordar cosas juntos. El ritual de que alguien diga “che, te acordás de tal cosa” y el otro asienta. Me contento con decir que sí y dar pie a que el otro continue. Aunque a veces me maravilla encontrarme en relatos de otros haciendo cosas que ni imaginaría. Pero me distraigo. Tomé los dos colectivos, y fui.


4
Toqué timbre, ella bajó. Tal vez estaba un poco desprolija. Maltrecha, creo que sería la palabra. ¿O directamente sucia, pordiosera? En fin, me saludó cordialmente, me invitó a pasar. Me mostró parte de la casa. Tenía un gatito blanco. Me dijo “¿te acordás que yo era de los perros? Bueno, vos me hiciste querer a los gatos”. Supongo que sonreí, pero sobre todo para no tener que decir nada. Había cocinado pollo y papas fritas. Toda comida congelada. No importa, igual me gusta. Incluso me atrae esta idea de los conservantes. De que cuando muera, mi cuerpo va a tardar mucho en descomponerse por la cantidad de conservantes que tengo. No es que me vaya a importar mucho después de muerto. Pero me parece un detalle hacia los seres queridos. Que no lo vean a uno demasiado putrefacto. Al menos yo, cuando veo a un muerto, prefiero que esté más o menos presentable. Ya morirse es un contratiempo para todos. Es algo que fuerza a reajustar la rutina. Por lo menos, mantener una apariencia no deleznable es una delicadeza gentil llegada la hora.


5
La casa era chica. Ella decía acogedora. Pero era chica. La cocina era el living. Una puerta daba al baño. Otra, presumiblemente, a la habitación. Me pareció correcto que no me la mostrase. Habíamos estado juntos tantas veces que hubiese resultado incómodo. Hizo café para acompañar el postre. Unas porciones de torta. Bizcochuelo viejo. Apenas lo probé. Hablamos de pavadas. De política, de nuestras vidas, del trabajo. Me siguió pareciendo insoportable. Se movía mucho, hablaba muy fuerte. Tenía predisposición al monólogo. Interrumpía y detestaba que la interrumpiesen. Cuando fuimos pareja, discutíamos todo el tiempo. Y cuando nos separamos, me pregunté muchas veces por qué había estado con ella. Nunca logré responderme. Pero como me aliviaba su ausencia, no me hice demasiado problema.


6
En un momento, sentí que su máscara se quebró. La voz le salía más lenta, y parecía que iba a llorar. ¡Una escena! Lo único que me faltaba. No sé qué hacer, no sé dónde ponerme cuando la gente llora. Llorar, más ante un invitado, es una descortesía. Pero ella se puso a decir “la pasé muy mal cuando nos separamos. Casi no comía, perdí mucho peso. Casi todo un año estuve anémica. Y vincularme con otra persona, después de lo nuestro, era tan difícil. No me animaba a correr otra vez el riesgo. Disculpame que te diga estas cosas, me lo tenía que sacar del pecho”. Le dije que estaba bien, que igual habían pasado años, que etc. Traté de comer un poco de torta para mantener la boca ocupada, pero era intragable.

7
Encima cuando me enteré que estabas con otra, que vivías con ella… me dio una bronca. Hice terapia, tomé pastillas. Pero nada. Estaba obsesionada. Te quise llamar, pero para qué, ¿qué te iba a decir?”. Y caminaba por la habitación, iba y venía, movía las manos, frenéticamente. Casi parecía teatro. De repente, se detuvo, y me miró. A los ojos. Y me dijo “igual ahora estoy mucho mejor. Sï, mucho mejor. Tengo trabajo, tengo a alguien. Es muy distinto a vos, eso sí. Pero bueno, vos te acordás como nos llevábamos”. Horrible, pensé. Pero dije “y, cada uno tenía lo suyo”. “Vení” me dice, “quiero que lo conozcas; está en la habitación, duerme como bestia, todo el día, es terrible”. Y empezó a caminar hacia la habitación. Le dije “no, pará. Está durmiendo, no lo molestes. Otro día, dejá. No sabía que estaba, con todo este ruido mirá si lo incomodamos. Dejá, otro día tomamos algo”. Pero ella insistía. Yo me hubiese ido. Pero algo me decía que no se contraría a una mujer neurótica. Y mucho menos si la mujer neurótica tiene un cuchillo en la mano. Es notable como un chuchillo, un mísero metal con cierta punta afilada, modifica por completo el vínculo entre dos personas.


8
Abrió la puerta, me dijo “quiero que lo conozcas, dale, es un minuto, es importante para mí”. Yo ya me había puesto el saco, ya había pensado cuatro excusas, ya tenía el celular en la mano y ponía cara de “uh qué tarde que se me hizo”. Pero ella, esta transfigurada. Su rostro era el de alguien a punto de llorar (¡otra vez!). Y se movía tan rápido, tan sacada. Me dio más miedo que lastima. Y accedí. Di un paso hacia delante, diciendo “pero está dormido”, y ella me dijo que no importaba, que le dijera hola. Estaba la tv prendida. El cuarto se azulaba, con sombras intermitentes. Me acerqué a la pareja de mi ex. Estaba boca arriba, casi sentado en la cama. Dije “hola, que tal”. Y no respondió. Tenía los ojos abiertos. Le dije “discúlpame que te moleste, yo….” y ahí, con las publicidades de fondo, y la palidez de la piel y el olor abominable que expelía, entendí que estaba muerto. La situación fue muy incómoda. Los muertos tienen algo que no me genera afabilidad.


9
Ella me miraba desde la puerta, traté de seguir la frase, más o menos. “Yo, eh… pasaba a saludar nomás, muy linda la casa, y… bueno, ya me estaba yendo, tomamos algo un día, dale, bárbaro, chau”. Y me volví hacia la puerta y le dije “listo, ya está, me tengo que ir”. “¿Pero por qué tan rápido? ¿Ya te tenés que ir?”. “Si, ya. Es que…. Tuve una epifanía. Ya sabés como son estas cosas. Tengo que ir a escribirla. ¿Me abris?”. “Bueno, pero, qué te pareció”. Dudé sobre cómo responder a esa pregunta. “Tenías razón, no se parece a mí”. Casi digo: al menos en la parte del sístole y el diástole. Me contuve. “Porque estuvimos teniendo algunos problemas últimamente, el habló de mudarse” me dijo, un poco triste y alterada. “No, no se va a mudar nada, quedate tranquila. Son problemas de convivencia nada más”. “¿En serio? ¿Vos podrías hablar con él?”. Era palpable que la situación se volvía cada vez más compleja. “Uy justo ahora me tengo que ir, pero un día de estos lo llamo, ¿está? Dale, nos vemos y hablo con él”. Mi táctica de disuasión no tuvo efecto. Le cayeron muchas lágrimas rápidas sobre el rostro, y se llevó la mano – la que no tenía ningún cuchillo – al la frente, temblando. Entré a la habitación, y me dispuse a conversar con el muerto.


10
Mi preocupación, muy ingenua, era esta. Que el tipo se acababa de morir. Entonces, no quería estar ahí cuando ella se diera cuenta, y mucho menos quería ser quien le diera la noticia. Pero inmediatamente toda duda me fue despejada. Ella entró, y le habló al finado “Mauro, no seas irrespetuoso, y contestale. Yo le pedí que hable con vos, no seas caprichoso”. Hubo un silencio. Ella dio dos pasos al frente y le clavó tres veces el cuchillo, en el pecho y en el estómago. Me dijo “es un poco terco, pero es buen tipo”.

11
Todo se puso casi como una película de terror japonesa cuando ella dijo “no quiero interrumpirlos. Hablen tranquilos” y cerró la puerta. Oí el mecánico ruido a insecto que tienen las cerraduras cuando se gira la llave. Quise, con bastante voluntad, que todo fuese un mal sueño, para poder despertar. Pero no, no era un sueño. Era eso. Me recosté en la cama y me puse a ver televisión. Me pareció inconveniente protestar. Es decir, hasta donde sabía, mi ex tranquilamente podía haberse vuelto una psicópata homicida y lo menos que quería hacer era darle motivos para la reincidencia. Al rato me quedé dormido. ¿Qué iba a hacer? Las cosas ya eran lo que eran. Desesperarme hubiese complicado todo. El muerto olía mal, pero no peor que alguien vivo un poco sucio. Alguien vivo con resaca, o más o menos.


12
Supongo que siempre hay una competencia morbosa entre la actual pareja de una ex y uno. No pretendo esconder que me satisfacía sentirme superior al finado. Aunque más no fuese en todavía poder hacer la digestión, mover un brazo, mantener una conversación, parar un taxi, parpadear. Son cosas pequeñas, pero los detalles, a la larga, suman.


13
Cuando me desperté, había sobre la cama una bandeja con tres tazas de té, y medialunas. Ella estaba sentada en el borde, y sonreía. Me dijo que tome tranquilo, que Mauro lo tomaba frío. Yo le dije que había estado hablando con Mauro, y que era un buen momento para relajarse, cerrar los ojos, respirar hondo, y abrirse para poder comprender al otro. Ella lo hizo, y yo aproveché para golpearla con el velador y dejarla inconsciente. Luego, discretamente, me di a la fuga. Tal vez fui un poco violento, pero la situación exigía un reflejo análogo. Además, ella estaba loca. Cuando se despertara, ni se iba a acordar o iba a conjeturar cosas de loca.


fin
No sé bien qué pensé al respecto de todo esto. Esa mujer estaba loca, y vivía con un muerto. Tal vez hasta lo mató ella. O se murió ahí (entonces ella se ofende y cada tanto lo acuchilla). En una de esas el tipo era muy vago y muy callado, y casi no se notaba la diferencia. Sea como fuese, me pareció bizarro que mi ex conviviese con un muerto. No tengo nada en contra de los muertos. Comen poco, no tienen exigencias, no hay que pelear por el control remoto. Tal vez en su locura, ella era feliz. No lo parecía, claro. Parecía desequilibrada, sucia y psicótica. Pero tal vez en un rincón muy profundo era feliz. Tendría que tratarse de un rincón tremendamente profundísimo, como un sótano subterráneo o algo así. Pero era posible.¿Qué podía hacer yo? ¿Llamar a la policía? El tipo estaba muerto, y eso era irreversible. Si su cadáver mantenía contento a alguien, aunque ese alguien sea una sociópata con trastornos neurasténicos, es más útil así que enterrado en alguna tumba, ¿no? Bueno, no sé. Lo cierto es que el trámite policial que implica una denuncia es complicado y  lleva mucho tiempo. Las burocracias me desalientan.


10.12.09

the beautiful burial flowers we will never see

No, nada. ¿Tiene siempre que haber algo? Simplemente me gustaba ese título. Hace mucho que me gusta, y tenía ganas de usarlo. Si sigo esperando que surja algo que lo justifique voy a terminar traspapelandolo, o perdiendo interés. Así que bueno, lo uso arbitrariamente.

9.12.09

sigue hablando el personaje del cuento anterior



Y me parece más bien que es la sensación del recuerdo de un recuerdo. El mecanismo es efectivo, y triste. Como todo, los recuerdos se destiñen con la erosión del tiempo. Pero en este caso, la pérdida de sujeción de lo real es compensada con una máquina inventora de detalles secundarios (que podemos llamar insomnio, delirio, neurastenia, esquizofrenia, soledad, retribución, literatura, etc),


La precisión del relato es lo que delata su carácter ficticio.


No porque la memoria no aprehenda los detalles (los retiene cautivos, los usa a modo de rehenes). Es otra cosa, y no la memoria, la que enhebra esas piedras sueltas en un lujoso collar entrópico. Bonito, como todas las cosas que dan con un sentido, pero a la vez pura orfebrería del artesanato de las horas solas. Toda trama es dictada por la desesperación: el sentido acecha la veracidad de las cosas que pasaron, para consolarnos.


No: no es la memoria. Es algo que se hace pasar por la memoria, que se sufre como la memoria, pero ya no es la memoria. Es narrativa, anécdota. Los baches entre los precisos, preciosos detalles son llenados por tramas y palabras. Esa chica, me da pena que no haya existido. Si hubiese existido, tal vez las cosas hubiesen podido darse así, pero seguramente ella las recordaría distintas. Nunca supe amar cosas reales. Se mueven demasiado rápido. Con ella, en cambio, ante su imposibilidad, ahora casi que la empiezo amar. Pero lo que busco es exonerarme, pretendiendo que perdí un posible gran amor que principiaba.

7.12.09

cut here




Este relato tiene dos escenas. Después, al final, hay otra cosa. Una suerte de epílogo, donde estoy solo. O más o menos, porque la soledad... en fin. Voy a escribir las dos escenas en tercera persona. Para objetivar un poco, y establecer cierta distancia, o al menos tres onzas de su ilusión. Más que recurso estilístico se debe a esto: si estoy demasiado cerca, no voy a poder contar nada, si estoy implicado, bueno, no quiero pasar otra vez por esa experiencia. Sólo necesito ver. Desde afuera.



I
El llega un poco tarde. Es viernes, y es la noche. Todo ocurre en un bar de Palermo, cerca de la plaza Cortázar. Ella todavía está en el escenario. Canta una canción. De PJ Harvey. Las luces son tenues. Azules y violetas. Hay gente que habla, y hay gente que escucha la música. Los mozos cruzan el salón, ajenos. El se corre del camino de una bandeja con legui, dr lemon, dos capuccinos y sprite. Hace pie apoyándose en la barra. Es la última canción de la noche. Quedan poco menos de 2 minutos. El no sabe que será la última vez que la verá cantar. Ella, su voz. Es grave, profunda y felina. El alterna su atención entre la sinuosa marea de la voz y el vértigo lentísimo de ese cuerpo de mujer danzando sutil. Ambas cosas, centelleantes, lo hechizann y extravían sucesivamente. Cuando termina la canción él tiene una sonrisa boba en el rostro, y aplaude dos, casi tres segundos después que el resto. Ella agradece, saluda y sale del escenario. El cree que ella lo vió, y que le guiñó el ojo. Pero hay poca luz, y no puede estar seguro. En seguida empieza a sonar de fondo un disco de Leonard Cohen. El bar es tomado por los murmullos de las voces mezcladas de la gente. El saluda a dos conocidos que toman cerveza en una mesa cerca de la pared, y sale del bar, se queda en la puerta. Mira la noche, prende un cigarrillo. Ella se abraza con amigas y justo antes de sentarse en una mesa llena de conocidos que fueron a verla, lo ve a él, afuera, y sale a buscarlo. El está de espaldas, y la oye decir: ¿Esta es manera de decir hola?
- Hola. - y le extiende la mano, pero ella, antes de que él terminase el movimiento, ya lo ha abrazado.
- ¿Qué hacés acá afuera, ermitaño?
- Es que no pude aguantar la emoción.
- Tonto.
- En serio, fue muy bello.
- Gracias. ¿De verdad te gustó? Hubo algunas desprolijidades.
- Tenés muy buena voz. Y la canción, tan melancólica. Voy a tener que prepararme un cóctel de placebos para no entristecer hasta el desmayo.
- Ay, habló el señor arco iris.
- Bueno, pero mi tristeza es una forma refinada de elegancia, che.
- Me gustó que vinieras. Gracias.
- Cómo no iba a venir. Tengo que aprovechar ahora, porque seguro que a partir de la próxima vas a cobrar una entrada carísima.
- No creo, no creo. Falta mucho para eso.
- La humilidad es una dolencia muy primitiva. Si no tenés nada que envidiarle a Bjork.
- ¿Ah no? ¿Y a la Cantilo?
- Por favor. La Cantilo te envidia a vos. Por lo menos las neuronas no suicidadas y el tabique nasal entero. Además, dejame que te diga, esa humidad es una extravagancia entre artistas.
- Ya sé, ya sé que vos sabés de eso. Pero yo no soy un artista. A mí me gusta cantar. ¿Entrás? Le hacemos un lugar a tu ego y nos tomamos algo, ¿sí? Así conversamos un poco.
- Ah, me encantaría, pero vos ahí tenés un montón de fans y yo no quiero interponermo entre los goces y beneficios de la fama.
- No seas tonto. Son amigos. Vamos a una mesa aparte si querés.
- Me encantaría, en serio. Y te prometo que lo hacemos, la semana que viene o cuando puedas. Hoy justo no tengo el tiempo. Vine corriendo, y tengo que seguir corriendo. En serio, me encantaría.
La cara de ella aun sonríe, con tristeza. Por cortesía, no insiste. Se abrazan, se dan un ceremonial beso, cerca de la boca, pero no tanto. Se sueltan, él dice alguna cosa sarcástica, y ella ríe. Se da vuelta, y empieza a caminar. Siente la mirada de ella, sobre su hombro. No se atreve a darse vuelta. Sentirá esa mirada mucho tiempo. Dobla la esquina.





II
Ahora, pasaron un par de años. Las cosas ocurren en el hall de una sala de teatro, en el barrio del Abasto, una vez finalizada una obra de Spregelburd. Hay más gente, pero los personajes son los mismos: otra vez él, otra vez ella. Es una noche de invierno. El fue con una chica que está conociendo. Se llama Verónica, es periodista. Tendrán un amor sereno, que durará 7 años. Luego, se separarán, hastiados. Verónica se casará más tarde con un empleado de comercio. Tendrá dos hijos: Vicente y Lucas, y morirá de un cáncer de cólon a los 67 años, en la cama de un hospital de Flores, una mañana de mayo. Pero esta no es la historia de Verónica, sino de él y ella. Aunque no llegue a ser totalemente una historia. Cuando Verónica se va a saludar a una amiga de la facultad, y él queda solo, siente una mano que le toca el brazo.


- ¿D.? - dice una mujer. Previsiblemente, es ella. El lector ya lo sabe. El se da vuelta, y tarda un segundo en reconocerla. Después arquea las cejas, sorprendido, y sonríe.
- ¿J.? No lo puedo creer.
- ¡Me parecía que eras vos! Te estaba mirando, pero no estaba segura.
- ¡Si estoy igual! Bueno, no respondas a eso. ¿Qué hacés por acá?
- Mi prima es actriz, hace el personaje de la asesina serial arrepentida.
- Ah, todo un personaje. Qué raro encontrarte, ¿cómo estás tanto tiempo?
- Bien, todo bien. Trabajando y esas cosas.
- ¿Seguis cantando?
- No, no, ya no. Bueno, no regularmente al menos. Soy contadora.
- ¿Contadora?
- No lo esperabas, ¿no?
- La verdad que no.
- Disimulá la cara de decepción.
- No es decepción, es sorpresa, desorientación, ¡shock!
- ¿Vos cómo andas? ¿escribís todavía?
- Sí, sí. Soy caprichoso con mis juguetes.
- Me alegra mucho escuchar que insistís con eso.
- Bueno, es que soy muy inmaduro. Ya sé que es inconveniente, pero con el tiempo se volvió un tic infatigable.
- Fiel a vos mismo. Genial.
- Deberías decirle eso a los del nobel. ¿Viniste sola?
- No, ese allá, ves al lado de la mesa, con la botella de Isenbeck en la mano. Ese es mi marido.
- ¿El pelado?
- ¡No! Al lado del pelado.
- ¿Te casaste? Esto es demasiado.¿Por qué te casaste?
- ¿Cómo por qué? La gente se casa. Son cosas que pasan. El amor, la casa, la hipoteca, las compras al mercado, la muerte. La vida, ¿viste?
- Creo que describiste mi imagen del infierno.
- Che, el infierno puede ser un lugar super cómodo, ¿eh?
- Te tomo la palabra. Y cómo va esto del matrimonio. Estás... ¿contenta?
- ¿Feliz?
- O no sé, enfurecida, estafada, indigestada, aburrida....
- Embarazada.
- No jodas.
- De verdad.
- Ya no sé qué decirte. Sos demasiado real para mí. No sé, ¿qué se dice en estos casos?
- Y, felicitaciones, te deseo lo mejor, esas pavadas.
- Bueno, felicitaciones, y eso. La verdad es que no lo puedo creer.
- ¿Qué no podés creer?
- Que te hayas casado. Y encima con un pelado.
- ¡No es pelado!, es el que está al lado del pelado.
- Es lo mismo. Va a ser pelado, y va ser gordo. Por eso no vale la pena casarse. Porque el futuro es horrible, y conviene estar atado lo menos posible a las cosas que declinan.
- Esas cosas que decís, funcionan barbaro en los libros. Pero la vida no es del todo así.
- ¿Y cómo es la vida, chica casada?
- Ni idea. Pero es distinta. Por ejemplo, si reprodujeras este diálogo en uno de tus textos, no funcionaría. Sería aburrido, irreal. Para que sea legible tendrías que afectarlo, volverlo "literario". Y aunque el futuro sea espantoso, igual no estoy del todo segura de que vaya a ser así, bueno, lo cierto es que, como en la película de Woody Allen, ¿te acordás? Annie Hall.
- Cómo no me voy a acordar. La vi 53 veces.
- Bueno, ¿te acordás el final? La mayoría de nosotros necesitamos los huevos.
- La adultez y el matrimonio hicieron de vos una filosofa hegeliana de corte arjonesco ¿Para cuando el libro de autoayuda?
- Vos reíte, con tus ironías de nihilista super darkie que el que ríe último....
- Si, ya sé, pero el que empieza a reir primero ríe más tiempo.
- D. me tengo que ir. Me hacen señas - ella le apreta el brazo, como sintiendo pena por no poder prolongar el momento.
- ¿Señas obscenas? Es un pelado incorregible.
- ¡No! Mi marido.
- Ah, si. Lo veo. Me parece que tu marido tiene envido. Andá, no te hagás problema. Entiendo los deberes maritales...
- Me encantó verte. Espero que sigas bien.
- También me encantó, estás hermosa, como siempre. Y me resuena de un modo extrañísimo cada vez que decís "mi marido".
- Suerte, D. El amor no es completamente apocalíptico. Saludos a la chica.
- Es una amiga.
- Conozco a tus amigas.
- Saludos al pelado.
- No es pelado.
- Bueno, pero ya que pasás por ahí, saludá al pelado que está al lado de tu marido.
- Espero cruzarte pronto.
- Dependemos del azar, muchacha.
- Así parece. Besos.


Ella fue con su marido, que la ayudó a ponerse un abrigo. Luego, partieron. El se quedó mirandola. Cuando llegó Verónica, le costó retomar el ritmo de la conversación. Estuvo desfasado el resto de la noche. Pensó, durante la semana, en la distancia que había crecido entre ella y él. Un matrimonio, un hijo. Cosas que parecen irreversibles. Después, se ocupó de otras cosas, y se fue olvidando. Barajó llamarla, intermitentemente entre los meses. Pero el impulso fue perdiendo fuerza, y también pasó.


III
epitafio de una historia que no comenzó

Ahora, otra vez pasaron muchos años. Más que antes, aunque, peculiarmente, más rápido. Estoy solo. Es el epílogo. Y pienso en esa historia. No sé si llega a ser una historia. Es algo en lo que pienso. Una historia que casi comienza. Una puerta. Y el teatro especulatorio de las noches insomnes. Si tal vez me hubiese quedado esa vez en el bar. ¿Qué cosa tenía que hacer que era tan importante? Ni siquiera lo recuerdo. Alguna tontería seguramente. Pude haberme hecho el tiempo, sentarme un rato, conversar con ella. No sabía que era la última vez que nos veríamos antes de la noche del teatro. Lo pasamos para la semana siguiente, alguien canceló, por trabajo, después uno de los dos viajó, otro no llamó para no insistir. Y el tiempo pasó entre los dos, alejándonos. Después, más tarde, la semana que viene. Cosas que no llegaron nunca. A veces las cosas terminan. De repente, sin más. Sólo quedan los quizá, los tal vez. Cuando alguien muere, un conocido, un familiar, siempre me quedo rastreando en mis recuerdos cuando fue la última vez que lo vi. Y si no había en él una marca, un signo, algo que estuviese diciendo adiós. Realmente quisiera verla cantar otra vez. ¿Hubo alguna señal de que esa iba a ser la última vez? Probablemente no. Pero no me sirve para ser indulgente conmigo. Porque cada vez es potencialmente la última vez. Tampoco abogo por el desenfreno de lanzarse sobre cada circunstancia aturdido por el tic tac del fin del mundo. Pero tal vez hubiesemos dado dos o tres pasos por un camino cualquiera. Y quien sabe si ese principio no continuaba hacia alguna parte. Probablemente hoy seríamos otros. O no. Qué se yo. No me hubiese costado nada quedarme un rato. O toda la noche. Pasa que las cosas que eran importantes antes hoy no valen nada. Y lo que significa mucho, o casi todo ahora para mí, antes ni siquiera lo ví pasar, antes lo tenía traspapelado en un escritorio atestado de papeles irrelevantes, oculto a la vista de todos, como la carta robada de Poe. Y ahora es tarde. No puedo volver a esa noche, y quedarme conversando con ella. No sé si hubiesen cambiado mucho las cosas. Tal vez nada de lo que fue mi vida hubiese sido. ¿Estaría ahora mirando por la ventana, pensando en esto? Al menos la hubiese abrazado otra vez. Y hoy, saber que eso no va a pasar nunca, que nunca la voy a ver bailar otra vez. Esas son cosas que me duelen. Todo eso terminó. Y ella estará con sus hijos o con su marido, o todos juntos no sé dónde. La noche del teatro, cuando la volví a ver, me sorprendió constatar la pérdida. Hasta ese momento, ella era una nebulosa abstracta que existía en una parte difusa. Verla casada y con otro, esperando un bebé, la certificó de repente como ajena. Acepté la pérdida y seguí con mis cosas. En aquel momento yo no era el que soy. Y todo fue más bien un golpe a mi ego. Ahora, es melancolía. Ahora, es pensar que todo pudo haber sido diferente. Y que dejé pasar algo importante, tal vez trascendental. Cuando me separé, hace ya doce años, conseguí su número de teléfono. La llamé un par de veces, y corté. Me quedaba escuchando su voz del otro lado, diciendo "hola, hola". ¿Qué podía decirle? La cosas que pasan no son recuperables. Si no pasó tanto tiempo, uno puede ir y decir algo, tratar de remendar lo traspapelado con una plegaria al destino. Ahora, es tarde. Y las palabras no revierten nada. Si hacen algo, las palabras clavan con alfileres las fotos amarillentas de cosas irrecuperables. Qué bonita que era, bailando en el escenario. Qué lástima que no siguió cantando. Creo que tenía condiciones. Aunque tal vez era que yo la quería y la escuchaba con el oído embotado de su belleza. No son cosas que pueda distinguir desde aquí. Ella era la clase de chica que te abrazaba cuando habías empezado el gesto de un saludo tibio. Tal vez todo este voyage nostálgico, esta recuperación de J. no sea otra cosa que añorarme a mí mismo. Eramos tan tontos y tan hermosos. Ahora, ya me acostumbré a la idea de que las cosas que soñaba para mí no pasaron. El salto que iba a dar, la gloria asequible, el triunfo cercano, ser un escritor célebrado, un hombre admirado, un superhéroe nocturno, un hijo que no hiciese desdichada a a su madre. Ni siquiera pateé todo a la mierda para empezar de vuelta en otra parte, como siempre pensé que estaba por hacer. Esa posibilidad, con la que conviví décadas, y que siempre sentí inminente, como a la vuelta de la esquina, no ocurrió nunca. Y tampoco llamé a los números de teléfono de los que dije que ya iba a llamar. Y el azar, él tampoco colaboró con nada, salvo con la monotonía.

Y si tan solo fuese ella. Pero no, es la noche, y la dolencia del tiempo. Cada cosa que dejé entreabierta y olvidé vuelve. Y se bifurca.


Me entrego a esa afluencia, y me cuento la historia. Si cada historia es un pasillo del laberinto, es factible que en mitad de alguna me sorprenda la salida, o el minotauro. Si es que no son la misma cosa. Eso pensaba antes, cuando tenía una mínima esperanza, esa vulgar enfermedad. Ahora entiendo que yo soy el minotauro, y que cada historia es un pasillo más del laberinto, que me ahonda más y más en las profundadidas de esta construcción. Me protege a la vez de la salida, y de los demás, a quienes empujo lejos, para asistir al teatro espectral de sus ausencias animadas por las infinitas posibilidades que no serán.. Siempre hice esto. Siempre contruí cosas donde los que me buscaban se perdiesen.


29.11.09

gatitos





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Se regalan gatitos. Son seis, tienen poco más de un mes. Están sanos y muy bien alimentados, pero viven en una caja. Hay gatos y gatos, de todos los colores, para que hagan juego según los muebles y decoración de cada casa. Nacieron el día de la madre, y si alguien puede darles un hogar, o conoce a alguien que pueda hacerlo, sería oportunísimo para ellos. Son bonitos y simpáticos, y, como todos sabemos, funcionan como portales a otras dimensiones. Son sinuosos y elegantes, contribuyen al misterio de las cosas y abrigan los pies en invierno. Suelen atraer musas, y participan de la creación artística (silenciosamente). En fin, es recomendable tener un gato (consultar si no a Borges, Einstein, Cortázar, Adorno, Baudelaire, Walter Benjamin, etc). Cualquier duda, o consulta: salmonconpesto@hotmail.com

No suelo hacer este tipo de posts en el blog, pero la situación, por su caracter desesperado, amerita la excepción. Retornaremos a la brevedad con la melancolía narrada con desgano y zoom, como es usual.

Salú





23.11.09

lo real, y sus opciones de mierda


Ingreso progresivo en el crudo espanto de lo real. Debret Viana se halla ante la disyuntiva épica. El carácter cool de su despojo y la fase elegante de su carencia de medios se han visto transformados en lisa y llana pobreza marginal, a tres o cuatro pasos de la categoría de homeless. Entonces, ¿qué hacer? Las alternativas de Buenos Aires son escasas, y acaso indignas. Lejos aun de las barajas de la mendicidad o el suicidio – y todavía postergando un poco más el exilio -, las opciones se reducen a dos.


1 – El destino kafkiano (o pessoano, como se quiera): esto no se trata de una estilística, sino de algo más mundano. Como Kafka (o Pessoa) conseguir un empleo gris, aburrido e irrelevante, que implicase poco compromiso intelectual y consuma 8 horas diarias seis veces a la semana. Subsistir con el sueldo de ese empleo, y dar las horas que queden (pocas, en la noche probablemente, robadas al sueño) a la escritura. Ante la cercanía de la obliteración, la actividad literaria sobreviviría al costo de volverse casi un hobbie (palabra deleznable, por supuesto). Claro que la concesión a lo real bien puede significar ser abducido por lo real (Charly García dixit: la entrada es gratis, la salida... vemos). Desde luego, se trataría de un empleo horroroso e indigno. Sólo a eso puede aspirarse estos días.


2 – Hacerse el hippie: Tratar de no ceder la higiene personal, pero ir a plazas con pequeños libritos impresos en casa (50 paginas aprox) y con fotografías. Tirar una lona en Palermo, y apoyar los libritos y las fotografías, tal vez vender algo, ser leído un poco, y vivir en el ansia de que un turista pague en euros o, fascinado, guste financiar una edición real y resuelva así la impronta de eternamente inédito que ha cultivado. Volver la propia obra (vastísima, por cierto) un capital productivo tiene su parte seductora. Sin embargo, por más que las palabras de Debret Viana se vuelvan objeto, las expectativas de venta son discretas (por no decir flaquísimas). Y entre tanto, el hambre – y las facturas impagas – se avecinan.


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Las opciones distan de ser ideales: al contrario, son lo que queda después de haber arañado el fondo  del último tarro de mermelada. Debret Viana abre la heladera y como está vacía su mirada va dar sin escalas al fondo, donde ve su reflejo en una chapa de metal. En el espejo improvisado corrobora el paso del tiempo, y el declive. Las ojeras ya no se limpian solas, las marcas de la piel se profundizan, ya tiene un poco de panza, la barba de 3 días, desprolija. Para la cena, ya vislumbra con desdén los fideos en la mesada. En el escritorio encuentra unas galletitas húmedas, y se derrumba en el sofá. ¿Qué hace a las tres de la tarde, en bata, buscando un sentido al universo en las grietas del techo mal pintado? Yo que nací para reina, piensa, en la manera inútil en que un suspiro es pensamiento.

14.11.09

expedición a San Justo



Me paré para bajar, pero me distraje y dejé pasar cuadras (y tiempo entrelazado con las cuadras en una singular danza transparente) sin tocar el timbre. El colectivo siguió y ni siquiera presté atención al camino, como para desandarlo. Otro hombre tocó timbre, y bajé detrás de él. Un pelado. ¿Y cómo voy a hacer para ir a donde tengo que ir?, le pregunté. ¿Dónde tenés que ir, flaco?, me preguntó. No me gusta cuando me responden con una pregunta. Mucho menos cuando no sé la respuesta. Coherente con la incertidumbre que crecía en mí, le respondí: no sé. No sé donde es. Sólo sé llegar desde donde partí. Ahora, que me pasé, no sé cómo volver.Que pena, dijo el pelado. Casi le iba a decir: ¿acaso no es toda la vida así? Pero antes aprovechó y me robó la billetera. Noté de inmediato que en este barrio no había mucha simpatía por los problemas kafkianos. 


5.11.09

notas en una libreta para un cuento largo, o nouvelle



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( insectos

Dejar la casa vacía, por unos días, para que los insectos que habitan los recovecos oscuros, los rincones inaccesibles, los interiores de las paredes, la recorran a gusto.

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Parecido a irse a dormir, para que el inconsciente, irrestricto, pasee.

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Y tolerar la convivencia con esos monstruos solo porque no estamos forzados a mirarlos demasiado cerca.

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Pactar las fronteras: ellos la oscuridad y la musgosa tiniebla, yo la luz y la sabida vigilia. Si alguno cruza esos límites, habrá de entenderse una condición excepcional, y su ejecución será inmediata (salvo que posea el pasaporte pertinente).

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Las diplomacias entre los lados de la frontera son ríspidas. Aun cuando se tuviese el salvoconducto que admita los pasajes, los idiomas son disímiles y la confusión acechan a dos pasos. La ejecución resuelve estos malentendidos.

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Raras veces, cada tanto, comprar un poderoso insecticida y perseguir, no a los insectos, que no los vemos – lo que vemos es la punta del glaciar – sino los intersticios, los rincones potenciales. Vaciar la peste del insecticida sobre el imaginario. Tal vez demos con alguno, tal vez solo nos provoque tos. Es una maniobra purgante: un show.

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O como el artista: cazar algunos, someterlos, forzarlos a hacer piruetas y sacarles fotos, exprimirlos y con el color de sus tripas pintar los ojos de nuestro autoretrato.

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La comodidad burguesa: no importa que existas, no importa qué signifiques para mí, ni si algún día serás mi asesino. Sólo quiero no verte.

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Disimulación: sólo podemos dormir por las noches si concedemos que en nuestra casa, en nuestra habitación, sólo existe lo visible.
Simulacro de finitud: acaso lo real no sea llano y aburrido, sino poco dócil y evasivo.
Todo lo que habita en el imaginario tiene su asidero en los intersticios de lo real.

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No era solamente el tiempo bifurcado sobre un espacio fijo. No era la dispersión de una mente ociosa, la ovulación de una imaginación fecunda.
No: algo más bien como Aquiles y la tortuga: mirando de cerca, entre lo oscuro, entre los pliegues, dentro de las cosas o en su revés, siempre late un monstruo (lo múltiple, lo informe, lo ajeno, lo otro).

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Ta vez pase por volverse loco. No voy a discutirlo. Es puro perspectivismo. Lo que para mí es lucidez, para mi madre, mis amigos y ese médico es locura. Poco importan esos calificativos. Los insectos están por todas partes. Son muy sutiles, por supuesto, y se enmascaran con agilidad. Lo presiento en las latas de lentejas, y en la sopa de fideos. Los busco en mis excreciones, los veo en mis ojos, justo después de mirar algún objeto lumínico: son como larvas que se escabullen. Me rasco, y no desaparecen. Me quieren convencer de que no son reales, de que están en mi cabeza. No los comprendo. ¿Qué me quieren decir? ¿Qué lo que está en mi cabeza no es real? ¡Qué les importa donde están! En mi cabeza o en la realidad – suponiendo que sean lugares antinómicos – son el ejército serpenteante contra el que la batalla final habrá de librarse.

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Abro un libro en mitad de la noche. Para distraerme, o algo. Y las letras están muy quietas. Pronto me doy cuenta. Son insectos. Están demasiado quietas. Es tan obvio. En su petrificación se fingen letras. Han borrado las obras literarias del mundo (los demás libros los dejaron en paz, porque no es sencillo mimetizarse en ellos) y se refugian allí, forman frases casi coherentes y llenan de ideas raras a púberes lectores desprevenidos. No les basta con subrepticiamente dominar las superficies de los objetos. Van por la interioridad. Siembran su semilla pérfida en el imaginario, en las conciencias. Los sueños brotarán de esas semillas, y sustituirán – muy lentamente, sin avisos notorios, sin espasmos – nuestra conciencia.

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Perdí ya mi vocación de interpelar insectos. Antes, lo hacía con avidez. Pero antes creía – qué iluso – que había cosas solucionables. Siempre seguían su marcha. Ni siquiera se daban por aludidos. Un insecto sabe sostener su máscara hasta el final. Esto lo aprendí tarde. Pero siempre fue tarde. Somos carne de nuestros parásitos. Cumplimos una función alimenticia. Nos creemos importantes con nuestras historias de amor frustradas, con nuestras escaladas laborales, con nuestras memorias a cuesta. Nos parece que hay un sentido, que vamos a alguna parte. Pero somos solamente alimento. El mundo entero es un banquete. Y si persistimos en él es porque servimos de tentempié a muchos bichos pequeñísimos. Son ellos los que brindan equilibrio a las cosas. Nos dejan entretenernos con pavadas. Tele, política, viajes al espacio, biología marina, arte florentino, mecánica cuántica, shoppings, guerras, alcohol, curvatura del tiempo, autopistas, antibióticos, calentamiento global, etc.

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A mí me dejan entretenerme narrando esta historia. La de ellos, la de todo. No es peligrosa para nada. Dentro de todas las cosas que son susceptibles de ser sabidas, sabemos esto: que la verdad, para que no sea atendida, debe ser enunciada.
Es peligrosa una verdad no sugerida o elusiva. Su propia omisión la hace latir. Y crece de manera lenta y sutil, inconsciente. Eventualmente, lo que era un leve chirriar del viento se manifiesta como una certeza fatal. Para que la verdad pase desapercibida hay que facilitar su circulación. Una vez dicha, se vuelve un objeto estéril. Más aun si se la dan a un payaso para que la diga desde un manicomio o un escenario.
O un libro. Una cosa se vuelve ficción tan rápido.

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La verdad no se oculta, se traspapela.
Es la manera de vaciarla de su poder modificador, vivificante. Se la coloca en un libro lleno de cuentitos, se la encuaderna como ficción o informe psiquiátrico. ¿Quién la buscaría allí? Los que procuran, ávidos, la verdad, lo hacen en lugares más prometedores. La ciencia, los autores nobeles, los referentes políticos, las publicidades, el azar. Nunca en un ignoto bufón encerrado (en su casa, en el borda, en sus literaturas, etc). Tantas veces ha ocurrido ya.

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Sade ejecutó en su obra todos los vicios de la ilustración. Si hubiesen atendido a su obra, ni Napoleón, ni la Ford, ni el nazismo hubiesen llegado. Pero Sade ya había cedido su verdad a la palabra escrita. Y pronto su potencia se volvió divertimento. La verdad se transforma en un relato, y los emisores son bufones, showmen. Kafka también, y Chaplin, Bergman, Vincent. Alan Moore, Munch. Tantos. Puff.

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¿Cómo describir sus tácticas? Yo mismo no estoy del todo seguro. Pero el tiempo me ha educado en la observación. Me quedo quieto en mi casa. Pasan las horas, el sol declina, las sombras se derraman, de largas a cortas, de cortas a largas. Yo sigo quieto. Y no pasa nada. Se hace de noche, y no prendo las luces. Me basta el reflejo de la tv, o los faroles de la calle. Y no pasa nada. No los veo venir en manada, ni darse un festín. Y no los veo porque saben. Saben que estoy al acecho, que sé algo, y que intuyo bastante más. Por eso disimulan. Cuando estoy en el inodoro a veces veo pasar una hormiga, o cerca del tacho de basura, en la cocina. No decido si se trata de un error, de un insecto aventurero que se escapó, o de algo más oscuro y deliberado. Me cuesta creer que libren algo al azar. Tienen un plan, y es minucioso. Y si veo en la cocina cuatro hormigas, y en verano cada tanto una cucaracha (nunca cinco, o 40. Una) es porque se esfuerzan en brindarme la idea de que las cosas son controlables. Piso la hormiga, compro insecticida y como un tonto creo que tengo las cosas resueltas. Pero no. Ya he dado el salto y no me engañan. Sé que no tengo nada bajo control. Sé que la verdad es desesperada.

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Me escucho, a veces, por distracción. Y la verdad es que sueno como un loco. Si no tuviese razón, estaría loco. Pero claro que parezco loco para el resto. Y eso es por un carácter democrático que tiene la verdad. Las cosas son ciertas no en la medida en que se correspondan con la realidad. Sino según cuántas personas crean en ella. Las certezas no son más que contratos entre varios. Cuantos más sean, más sólida la verdad.

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Yo estaba cagando. Me paré, y un hilo me corría entre las piernas. Lo agarré, y tiré. Empezó a correr, desde mis intestinos. Estuve como 10 minutos. No sé cuántos metros de lombriz. No lo soñé. Me pasó.

*


Antes, de tonto, pensaba que las ciudades nos iban a proteger. Que eran como una fortaleza. Yo había ido a Brasil, a selvas y junglas. Y había visto insectos de todos los colores y tamaños. Cosas que nunca vi y que me atemorizaron. Vi telas de araña cubrir de un blanco inextricable más de 50 metros. Como en la ciudad no había esas cosas, asumí que habíamos ganado. Allá estaban los insectos, y nosotros, dentro de nuestros edificios, estábamos a salvo. Una vez se rompió la cocina. Un caño. Costó una fortuna. Al principio quise ver si me daba maña para arreglarlo. Detrás de cada ladrillo, 500 insectos. En la oscuridad del caño, miles. Agarré el martillo y di un golpe en la pared del living. Saqué un ladrillo. Estaba podrido de bichos. Y detrás de las paredes, bueno, ahí ya era imperio de ellos.

 *

Torturo a mis insectos. Atrapo a una cuadrilla que expedicionaba por los azulejos del baño, y los hago confesar. Escribo lo que dicen, y me hago fama de poeta maldito. Pero en alguna parte, siento que me mienten. Que disimulan, que ponen caras excesivas, caricaturescas para burlarse de mí. Ejecutan la mímica de mi parodia. Yo mismo no me creo mi tristeza.
Me dan la condición de poeta para distraerme. ¿De qué? De su advenimiento. No es que yo hubiese podido hacer algo. Sólo avanzan su paso rastrero y taciturno por la senda imprevisible: la que no es senda todavía. Juegan con mi sospecha: me dan tramas para escribir relatos. Quieren ser ficción. Inmiscuirse en mi ficción para que llegue el punto en que yo crea que me los inventé para pasar el rato. Y que no están ahí, entre las paredes.

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4.11.09

cine





Fin de semana de cinefilia. Estaré encerrado en el microcine del Complejo de Prometeo (castelli 271, Ramos Mejía; 3532-6529), pasando películas. La nuevísima Antichrist, de Lars Von Trier, el viernes a las 21hs; la extraordinaria película de terror animado francés en blanco y negro (que me impresionó y atemorizó de una manera exquisita) Peur(s) du noir - que formó parte del último BAFICI, el sábado a las 21; y finalmente, el domingo al atardecer, El secreto de sus ojos, de Campanella, con Darín, etc. La entrada, $15 (incluye consumiCión). Y sí, se puede cenar o tomar un café en la sala (pero cuando se cierra la puerta, se cierra la puerta).


¿Qué otra cosa se puede hacer en esta ciudad/sótano más que ver películas?



Aviso, por las dudas: es un microcine de sofas. Muy cómodo, pero pequeño. Es recomendable reservar.

28.10.09

colaborando un poco con la cultura subversiva en el oeste


Nobleza obliga difundir un raro evento cultural que por una vez se da en Ramos Mejía. Este resto-bar cultural proyectará la última película de Woody Allen (sí, protagonizada por Larry David: Curb, Seinfeld; y aun no estrenada en este **** país del ****) en un nuevo y muy bonito microcine, a mi gusto, ideal para ver cine, porque en lugar de sillas o butacas, hay sillones profundos.
Puesto que yo mismo doy talleres de literatura allí, me pareció pertinente difundir la gacetilla. Sepan disculpar esta publicidad los puritanos: se trata de una noble causa cultural (y sepan que tengo en mente hacer dos o tres más, una sobre unos gatitos - ¡6!- recien nacidos que tuvo una gata cercana  y no sé a quién encajarselos; pero en fin, un dragón por día).
El cupo es limitado - como todo desde que erradicamos el infinito - y yo ya tengo reservadas tres butacas. A apurarse.

atte
debret viana

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25.10.09

fallen


cómo se escribe una catarsis

Ahora ya llegó el momento de pensar que lo que pensé que iba a pasar y no pasó probablemente no vaya a pasar nunca. Al contrario, lo que es posible que sí pase es otra cosa. Tal vez, lo imprevisible. Pero lo más probable es que siga pasando lo mismo de siempre. O sea nada. Pero sobre todas las cosas, justamente no lo que pensé que iba a pasar (y que por alguna razón - tal vez por haber sido educado por películas - dí por hecho). Tengo 31 años y no soy mi alter ego. No tengo plata y tengo ojeras. La piel peculiarmente ajada, tal vez soriasis. El futuro, por otra parte, no solucionará nada. No heredaré nada de nadie. Mi familia es de una estirpe de perdedores que fueron viendo desvanecer lo poco que alcanzaron. Tuve que dejar la facultad para buscar un trabajo que no encuentro. Como mal. Comida congelada. Me plantee la semana pasada probar la comida del gato. Si a él le sirven esas piedritas por qué a mí no. Nunca me consideré mejor que un gato. Raspo una papa frita fría contra contra el condimento que quedó medio pegado en la caja de una hamburguesa. ¿Cómo llegué a esto? ¿En qué momento doblé mal y me desencontré con mi destino de reina? De mirar a mi alrededor, defino que los fast food son aguantaderos de los espectros del capitalismo. Los desalojados, los zombies, los outsiders, los parias. La gente va y viene. Come y se va; sigue. Con lo poco que tienen, sus vidas amontonadas en el calendario. Nosotros nos anclamos. Yo, por ejemplo, vuelvo a la literatura. Una y otra vez. Recaigo, como un adicto. Antes pensaba que practicar la ficción era un privilegio, sobre todo en un mundo hostil donde tantos tienen que cagarse a piñas para conseguir el pan duro que mc donald´s tiró a la basura. Hoy, pasó a ser una necesidad, un refugio, una fuga. Un tic del naufragio, un reflejo de la soledad. Quisiera sentarme en un sillón de starbucks y escribir un cuento o lo que salga de las palabras, en una notebook con un caramel macchiato al lado. Pero ni siquiera puedo comprar una pluma. La mía, que me regaló mi viejo hace unos años, la perdí no sé donde la semana pasada. Escribo con una bic en servilletas. Soy un poeta descartable. Muy posmoderno, claro: si da lo mismo, si significa nada o muy poco. Ahí estoy, tratando de empeñar la medalla estúpida: eternamente inédito, under y de culto. ¿Para qué? ¿Para quién? Soy un escritor de servilletas. ¿Alguien lee? Sí, cada tanto: y a los 5 minutos se limpian las migas de las medialunas con mis palabras. Soy un escritor de servilletas: casi tan fugaz como la voz. Del mismo modo que otros se limpian los restos de comida yo me limpio la boca de palabras. Pero siguen brotando porque mi conciencia sangra, y las conciencias solo sangran palabras que la nostalgia interpreta con su primitiva psicología de canciones pop (festín de los analistas panqueques). Es tarde para todo. La oportunidad para salir de esto pasó de largo y no la vi. O no pasó ni va a pasar, porque no es imprescindible que mi vida tenga solución. Simplemente, no sé acomodarme en la realidad. Y deambulo con mi juguete roto por el invierno eterno del desencajado. Creí que estaba destinado para el protagónico y me pasé el tiempo aprendiéndome las líneas, pero nunca me enteré donde se hizo el casting y parece empezaron sin mí: y a lo más que llegué fue colarme un poco detrás de el último extra, pero ni siquiera sabría decir si la cámara estaba prendida. Lo único que quise fue escribir historias para que mi época tenga fábulas y sueños, y no pude (todo quedó en el cajón del escritorio, un modesto ataúd de palabras) y ahora escribo como un mendigo que balbucea, o una madre loca que mece a su hijo muerto, y profundizo la ficción como un pozo que voy cavando con las uñas ya casi sin atender que ha llovido tanto y que la tierra que se hizo barro ya me cubre; la respiración a cada línea se me hace más áspera y final.

20.10.09

síndrome K

Ejemplo de un amor verdaderamente kafkiano:


un hombre se enamora de una mujer que sólo ha visto una vez; toneladas de cartas; él nunca puede "ir", no se separa de las cartas, siempre dentro de una maleta; y al día siguiente de la ruptura, de la última carta, al regresar de noche a su casa, en el campo, atropella al cartero.


Gilles Deleuze
en Kafka; para una literatura menor

10.10.09

los falsificadores



Alfonso Quijano envejecía, solo – su mujer había muerto joven, de una enfermedad velocísima – y aburrido en su humilde hogar en las afueras de Andalucía. Una herida en la cabeza acabó prontamente, cuando apenas comenzaba, su carrera de soldado. Siempre sintió pena por no haber podido ir a la guerra. Sólo allí se comprueba un hombre. A él, en cambio, su longevidad le pesaba: la lejanía de la guerra lo había preservado de la muerte, y también del heroísmo. Con esa pena sentía que su destino se había desviado, que nada le quedaba más que aceptar la inercia infértil de los días, que llenaba con la ensoñación de una vida diferente, y con la lectura de novelas de caballería. Una tarde, un condecorado militar, que había perdido un brazo en el frente, llegó al mercado central solicitando un traductor de árabe. Quijano, sospechando que se trataría de una misión en esas tierras lejanas, dio un paso al frente. Añoraba la aventura, y su tiempo declinaba. Tal vez embriagado por el entusiasmo no se percató de que el militar no objetara su avanzada edad, ni su pobre estado físico. Quijano sólo pensaba en cumplir su destino de travesías y heroísmo. Cuando Cervantes le comentó que pagaría bien por sus dotes del árabe, porque necesitaba descifrar un libro escrito por Cide Hamete Benengeli, Quijano sintió que ya era demasiado tarde para revelar que no sabía una palabra de esa lengua extraña, y optó por continuar la farsa hasta las últimas consecuencias. Nadie pensaría en él para una expedición militar, era triste pero era la verdad. ¡Yo un héroe! Nada más ridículo. Se sentía decepcionado, pero no había tiempo para manifestarlo: era momento de fingir. Se sentó frente al libro, en soledad, y respetando los números de capítulos y la cantidad de páginas, escribió sobre lo que sabía: sobre Alfonso Quijano; su patética ansia de heroísmo, su persistencia en el delirio infantil, en detrimento de la realidad, su ilimitada fe en una travesía absurda y trascendente. Exageró, satirizó sus rasgos. Se rió de sí mismo y de las novelas que tanto veneraba, y de sus sueños y de sus derrotas, y lo mezcló todo como si jugara. Tengo un alma y tengo un fracaso, se dijo, y a ambos los vestiré de gala y bailaré como un loco por las avenidas de la cordura hasta todo arda. Si no iba a realizar su destino, al menos divagaría irónicamente sobre él. Los nombres los sacó, probablemente, de la infancia. En el proceso, mientras su tragedia se volvía una sucesión triste de pasos de comedia, su pena se volvió más ligera. Entregó la traducción casi conteniendo la risa, pensando que todo era un gran disparate. A Cervantes le gustó lo que leyó, le pagó bien y hasta tal vez le preguntó cómo se llamaba, y eligió, a la hora de escribir su novela, homenajear al traductor y salvar su nombre. Tal vez no, y el personaje de mi relato no se llamaba Alonso Quijano, sino de otro modo. Sea como fuese, su humilde falsificación enriqueció la literatura. Cervantes trató de decir la verdad, pero era tan inverosímil que fue tildado de escritor de ficciones. Parece que le agradó la confusión, y se ocupó de enriquecer el mito. Quijano, por su parte, tradujo un par de libros del árabe para furtivos escritores e historiadores, con escaso éxito y abundante olvido.


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Hay, en todo este asunto, un musulmán al que nadie le cree que haya existido. En mis horas yermas, arrojado al sofá de mi casa en penumbras, o cuando espero en las salas de espera de los consultorios médicos, sueño con lo que estaba escrito en las páginas del inextricable y perdido libro de Cide Hamete Benengeli.

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24.9.09

*



modi

convocado por los ojos vacantes de Modigliani

(más tersura en sus sinuosas cavidades
que los vacuum eyes de bob dylan)

rara succión de esos ojos
como cavernas
a un espacio abismal

no lo sé, tal vez espejan
predictivamente
el vacío que (los) miran

los inhumanos ojos
de Modigliani
atormentados de lábil cavidad

¿qué artimaña, qué destreza,
qué desolación
lo llevó a sembrar
el vacío
en pleno rostro?

dicen que picasso
tuvo una última palabra antes de morir
y que su rosebud
fue Modigliani

pintor proletario
forzado al retrato
para comer
pero aun ahí
guardaba unas pinceladas
para su propia aventura:
la poética del vacío.

a veces
distingo en esos ojos
un rumor de mar
o una espesa tiniebla
siempre
me inquietan

también tendría que decir
algo sobre los cuellos
sinuosos y altísimos
de Modigliani;
pero sigo cautivo
de esos ojos,
de verdor azulado
que debería vestir el alma
si el alma fuese
un hecho estético

vuelvo a verlos
los pienso.

nunca me hablarán

ese es nuestro diálogo
no tienen nada para decirme
pero sí mucho
que hacerme soñar

sí, sobretodo en los ojos de las mujeres
pero ese enigma no era de ellas
modigliani
lo hacía nacer
lo posaba
en la parte de ellas que ellas no podían ver
y el reflejo
de su interioridad inaprensible
se diluía en el agua
de los ojos que lo miraban
formando ese color
imposible

las modelos cumplían ese doble rol
le daban un cuerpo
para que Modigliani practicase
la captación de la exterioridad
y luego estaban los ojos
donde la mirada
se revertía
y solo quedaba tal vez
un puro sensacionismo de sí mismo
mirándose

la mujer es un ánfora
donde reposa un enigma
que no les pertenece

así como la melancolía
de ver el mar de noche y solo
es tuya
y no del mar.

Modigliani
poeta italiano
sin versos
dandy pobre
plantó un enigma
en el siglo

ya no me importa qué vió la mona lisa

sueño en el umbral de los ojos de Modigliani
cosas tan fugaces
que apenas puede decirse
que existieron

quiero un antifaz
con los ojos
de Modigliani
para obligar a quien me mire
a penetrar
su propio
insondable
abismo
hasta extraviarse
y que la parte que vuelva
de esa jornada
sea loco, niño o profeta

quiero capturar el color
de los ojos
de Modigliani
para tejer con él
mi mortaja
o al menos
una remera cool
con la que pasear los sábados
y confundirme
con un mar abstracto

*