29.4.07

un ejercico narrativo (mal draft)



Muelles


( 3 polaroids )


1
Chicago, 1967

Tembló su mano en el picaporte. Con el peso de su cuerpo, agotado y tambaleante, abrió la puerta. En el bar sonaba Coltrane, de fondo y ásperamente. El aire embotado no apestaba más que su aliento. Dio algunos pasos. Al séptimo chocó contra la barra, y se sentó, un poco a tientas. Pidió una cerveza. La bebió de un sorbo, pero lentamente. La garganta le ardía: la penumbra coagulada. Miró la sala: hombres que conversaban ruidosamente, hombres que bebían, hombres que como él miraban la pared, inertes, y tres mujeres en el fondo, riendo desafinadas. ¿Se reirían de él? Ni siquiera lo habían visto, pero sentía que, a esta altura, todo se reía de él. Nadie le respondió a la pregunta que él no supo hacer. Pidió otra cerveza. A la sexta le dijeron que ya estaba bien. Casi no insistió. Miraba la barra, ausente. Tiene la barba de días, y el pelo desprolijo. La camisa fuera del pantalón, los ojos rojos. Los 42 años le pesan como nunca. Una uña morada, los cordones de un zapato desatado. Piensa: ¿con qué fuerza voy a arrastrar mi cadáver hasta el próximo bar? Cuando se acerca el hombre de 50 años que estaba sentado al otro lado de la barra, nota que tampoco tiene buen olor. Llama al cantinero por su nombre, le dice:
- Otra copa acá para el amigo -.
Y dirigiéndose a él, dice:
-Si acepta este gesto, caballero, tendrá que aceptar el próximo: un café.
- Está bien. – dice él, sin mirarlo.
- Muy bien entonces. Deje que me pida un café para mí, y ya estoy listo para escuchar su historia.
El lo mira, sonríe levemente y da un trago a la cerveza. Se dice para sí: es nadie, este hombre es nadie: como yo. Y empieza a hablar. Las palabras salen solas: es como desempacar. Sabe que el lenguaje sirve de poco (ya lo ha usado tantas veces, ha escrito cartas, ha dicho te amo, todo todo en vano), pero siente que tal vez usándolo se canse, y mañana, dormir sea algo posible. El otro prende un cigarrillo.


II
San Petesburgo; 1908

Habían sido nueve los días de nieve. Hoy, en cambio, el sol templaba la tarde. Se podía caminar las calles con placer. Ella se entregó al día. Caminó la plaza, encontró un banco que daba a la tibieza de los principios del otoño, y se sentó. Las cosas brillaban esa tarde; es la nieve, pensó, todas las cosas excitadas por la levísima duplicación en el espejo frágil que es cada copo de nieve. Tenía un libro en la cartera, se lo había robado a su hermano. Su hermano tenía tantos, no se iba a dar cuenta; además, él casi no leía literatura. Su mirada queda prendida del reflejo del sol sobre la nieve, la sinuosa evaporación de los copos, la lentísima agua que corría por las hojas de los árboles. Se pierde pronto en el libro, uno de Chéjov. Se cumplían, hacía poco, diez años de su muerte, estaba bien recuperarlo. ¡Qué triste había sido aquél entierro! El frío, la lluvia. Hasta Tolstoi se veía desconsolado. Le hubiese gustado conocer un poco más a Chéjov. Lo vio tres veces, cuando ya estaba postrado, y por sobre el hombro de su hermano, el doctor Schwohrer. Chéjov tenía un hilo de voz y estaba tan optimista, creía que se estaba curando pero su hermano le había dicho a ella que era no pasaría la semana. Era tan triste. El libro la distrae de los detalles de su memoria y cada tanto, resucita alguno que, después de una pequeña pirueta en el aire de la nostalgia, se desvanece. Un sonido metálico la interrumpe, en mitad del relato. Ve, en el suelo, junto a su zapato, un anillo plateado que rebota, gira, y se queda quieto. Un muchacho se le acerca, le pide disculpas. Levanta el anillo, lo mira, dice:
- No quise molestarla. Espero que no la haya golpeado.
- Tendría que tener más cuidado. – dice ella – Parece caro.
- No lo quiero, de todos modos. Puede quedárselo. Me recuerda a alguien.
El joven parecía no haber dormido en toda la noche, los ojos hinchados, de haber llorado tal vez. Ella dijo:
- Pasará. Todo pasa.
- Puede ser. - dijo él. Paso su mano abierta por la frente, suspiró.
- Se lo ve cansado. - dice ella.
- Fue una noche larga.
- Vaya, descanse.
- No puedo regresar al lugar de donde me fui.
La mujer lo mira, maternalmente. El muchacho se pone un poco nervioso, mira hacia la plaza, sigue el camino con la mirada, finge distraerse mirando el paso de un perro que persigue a otro perro. Finalmente, dice:
- Al menos no ahora
- El anillo, guardalo – dijo la mujer. - En el bolsillo interior, ahí. Para que no se pierda. Las cosas no se terminan. O por lo menos los finales no son nuestros para dar. Sos muy joven todavía.
El muchacho mira el anillo, tiene cara de tristeza. La mujer dice:
- Probablemente lo único que ella necesita es tiempo.
El joven la mira, se muerde el labio inferior; parece pensar. Murmura, entre dientes:
- Le dije tantas cosas, fui malo.
- Ayer nevaba. Nevó toda la semana, parecía eterno. Y hoy salió el sol, y los copos de nieve se derriten – le dice ella y hace un gesto, leve. Dos veces, con la palma de la mano, se golpea sobre la falda, suavemente. El muchacho entiende la invitación. Torpemente, con vacilaciones, se sienta sobre el banco de la plaza, y empieza a reclinarse hasta que su cabeza queda sobre la falda de ella. La mujer abre el libro, lee en voz alta el relato de Chéjov. A la tercera página se da cuenta de que el muchacho ha quedado dormido. Sigue leyendo para sí el resto del cuento, hasta que atardece.


III
Vigo, 2004

- Es la última, ¿dónde la dejo?
- Ahí, por favor – y señala un baúl marrón, desvencijado. – Ahí arriba, en cualquier lado. Da lo mismo. -
Cuando cierra la puerta, todavía oye los pasos de los empleados de mudanza por el pasillo. Frente a sus cosas desparramadas por el departamento siente por primera vez el vértigo de estar solo en una ciudad desconocida de un país extranjero. Se toma una taza de café (no sabe igual que en Buenos Aires) y empieza a desempacar. Encuentra algunas camisas, un cinturón, los cables de la pc, la pasta de dientes, un muñequito articulado de Pantro, de cuando era niño; ni señal del control remoto. Cuando da con la caja donde están los libros, entiende que lo primero que tiene que hacer es organizarlos en los estantes. Antes, cuando era joven, escribía. Había pensado, incluso, en ser escritor. Lo único que quedaba de todo eso eran los libros, el placer por la lectura. Tomó un libro al azar (era uno de Pasolini), pasó el dedo por las hojas, sin detenerse en ninguna. Ese amor táctil.
Iba poniendo los libros en los estantes, y la ropa en cajones, y el cepillo de dientes en el baño: había empacado rápido y mal y las cosas se le aparecían de repente, desordendas y caóticamente. En medio de todo el desorden, sintió la embestida. Era una idea. Una perfecta trama para un cuento: la soñó de golpe, entera, como una visión, una profecía. Quedó paralizado, parado en la habitación, con una caja en la mano: el éxtasis bestial de la musa. Qué molesto, pensó al principio. Viene en cualquier momento, despóticamente; no le interesa que esté haciendo otra cosa. Y después se preguntó: ¿cuánto hace que no escribo un cuento? ¿diez, quince años? Tal vez más. No tenía sentido dejar pasar el brote: dejó la caja en el suelo, tomo una hoja y dejó que la idea se adueñase de él, ¿a qué contrariar la dictadura del deseo?
La primer línea salió veloz, la segunda costó un poco más. Trabajosamente, logró cerrar el párrafo. Lo leyó para sí. Sonrió: le parecía legible. El segundo párrafo fue arduo, el tercero, lentísimo: escribía una palabra, la tachaba, volvía a escribirla, dudaba; daba una vuelta por la habitación, miraba por la ventana, el tránsito de la avenida, palomas en la cornisa del edificio de enfrente, y volvía a arremeter contra la hoja. Le parecía, a medida que avanzaba, que el texto se desviaba, que no decía lo que él pensó en un principio. El cuarto párrafo no lo comprendió: le hacía aguas, era sinuoso, ambiguo. Incluso obsoleto, Para el sexto párrafo se había aburrido.
Cerró la lapicera, la apoyó sobre el escritorio. No, no es para mí, se dijo. Hizo un pequeño bollo con la hoja y la arrojó a la oscuridad del cajón de la cómoda. Habría que planchar la camisa, pensó: quería darle una buena impresión al jefe de redacción, mañana, en el periódico. Pero en lugar de hacer eso abrió un libro, uno de Kawabata, y se extravió entre sus palabras. Fue un sueño
lejano, como una dulce y lenta siesta.




fin
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la foto, uno de los libros de Próspero en Prospero´s books, de Greenaway

24.4.07

¿acaso el tiempo hace que lo que pasó no pasase?


En un cuento de Bukowski, la siguiente situación: una pareja (añeja, 20 años juntos más o menos, casi rancia) conversa una noche antes de apagar la luz. Ella recupera un tema que fastidia a su marido, que sólo quiere dormir: un affaire que él cometió. El, harto, le dice: ¡Pero de eso ya pasaron cinco años!; la mujer le responde: ¿acaso el tiempo hace que lo que pasó no pasase?
El cuento sigue su camino, y toma otras direcciones (el homicidio, etc) que no son los de mi interés, que quedó fijado, petrificado en esa pregunta. Si arremeto contra esta hoja, si relaté lo que pasó hasta ahora es porque siento que debo responderla.
:::

Hago un esfuerzo y me olvido de mí para que, una vez siendo nada, pueda ponerme en mi lugar y sentir lo que hubiese pensado si no fuese otro, y lo que respondo suena, más o menos, así: NO;
el tiempo no hace que lo que pasó no pasase: al contrario, hace que lo que pasó una vez pase mil veces, psicóticamente rebotando en el teatro de la memoria: algo que pasó una vez es algo que pasa siempre, que nunca deja de pasar (sobre todo si nos lastima). Algo que pasó es algo de lo que somos; queda inscripto en algún resquicio de la vertiente por la que corremos, y, subrepticiamente, todo está diciendo, de una manera o de otra, eso que pasó, cada vez, todo el tiempo. Algo que pasó no necesita el esfuerzo de una resurrección: nunca se desvanece (es, y su ausencia es una presencia permanente que la delata y la nombra); en todo caso lo que pone en escena es el simulacro de su desaparición; lo hace para resurgir con violencia, masacrarnos desprevenidamente: es un truco mezquino.
Algo que pasó ingresa en la eternidad más despiadada: no termina, no sabemos lo que puede, ignoramos con qué otras piezas de la realidad puede hacer máquina, desconocemos qué bestias puede alimentar. Deberíamos saber, al menos, una cosa: volverá. Algo que pasó es siempre una fatalidad, algo que pasó es toda nuestra biografía.
:::

Somos un sótano monstruoso: todo lo que arrinconamos en la oscuridad crece fétidamente, se educa en el destierro y aprende, lenta, laboriosamente, a vengarse. No somos más que maletas de nosotros mismos, con un muerto en el baúl.

21.4.07

una maladie sentimental



En el umbral, irse. Apresar entre las manos vacías ese único anhelo. Hundirme en el vientre del futuro sin los pies embarrados de pasado, de mí. Perder estas horas desencantadas como una vestimenta gastada que sin pena se deja atrás. Parirme otra vez.




*


Caminar por Buenos Aires es para mí un fangoso recorrido por la memoria. Un laberinto especular, lento desmoronamiento. Voy por las calles y se me encarnan los espectros, se me prenden, me conversan. Las mujeres que coinciden un tiempo con mi vida son solamente un juego de identificaciones en una gran mascarada farsesca y descompasada: esa tiene la nariz de Carolina; esta los ojos almendrados de Ludmila; la otra el carácter insoportable de J.; la de más allá los pechos de A. (i remember quiet evenings trembling close to you); la de más acá la manera de morderse los labios de L.; ésta susurra sus gemidos como aquella morocha de enero; cuando le hablo de Carver ésta otra pone la misma cara de falso interés que ponía G. cuando aceptaba ver conmigo una película de Fassbinder; si vamos a un parque, esta señorita de más aquí se empieza a rascar mosquitos imaginarios del mismo modo que T. garabateaba fraseos sobre el piano de su abuela; y así etc, etc,




etc: todo es otra cosa


Hoy, un rostro en la tv (uno que vi mil veces, de una mujer intrascendente) hizo un gesto preciso que me remontó (como un trampolín, como un fusilamiento) a la imagen de J. No su rostro, ni siquiera sus maneras. Apenas ese preciso gesto – una suerte de extasiado suspiro erótico, una exhalación lenta del bruto goce – que nunca ví en nadie, salvo a esa muchacha psicótica que extravié entre los meses. Ese detalle forjó la resurrección de la memoria de J. con todas sus pulsiones y demandas, con la respectiva tristeza por haberla excluido de manera tan tajante de mi vida, y así, por supuesto, reaparecieron noches que caminamos juntos, un recital de Pedro Aznar al aire libre, un bosque nocturno donde nos descubrimos. Me arruinó la noche.


sísifo


En mis rutinas sentimentales acabo siendo una suerte de melancólico Víktor Frankenstein que imprime sobre la futilidad de su actualidad las imágenes desfasadas de tiempos ajados. En cara me echarán mis vicios nostálgicos: enhebro con carne muerta souvenires en los que dispersar mi atención y dejo intacta la vital cercanía que cruzó por mí: atesoro la reminiscencia como un fetiche, y me deslindo del cuerpo que propulsó la maquinaria recordatoria. No es nada nuevo: fui privado del presente; ya sin hermandad con las cosas que pasan, me proyecto en el triste celuloide de naufragios. A esta altura, ni a naufragar tengo derecho, sino apenas a habitar a medias las imágenes de antiguos naufragios. Soy un animal hastiado, preso en la nausea del carrusel de su memoria. Si hay un sentencia en el mundo, son estas maletas que tengo que cargar, una y otra vez, cuesta arriba.


¿el rostro de quien?


No me pidan nombres, no puedo darlos. Hay quien se ofende si la menciono y quien se siente herida si la omito. Hay quien, por ser nombrada, engendra para sí una película delirante y se me vuelve intratable para este lado de las cosas.


( )


Además, esto no es real, es peor. Es más real que lo real: es obsceno. No tiene las templanzas, las irregularidades, el non-sense de lo real. Arrebata con la intensidad de lo absoluto. No es mi vocación confesarlo todo: de hacerlo, lo haría de manera inextricable, mezclaría los símbolos en una oscura babel imposible, hundiría mi verdad en una armónica marejada de orfebrería, un cóctel de sonidos estridentes hilvanados por el canto de sirenas remotas. Pero no lo hago: al contrario, uso las maneras de la literatura para ocultarme. Estas palabras no me revelan: solo se exhiben a sí mismas: son el espejo de mi intención estética, no mío. La literatura es una máscara perversa: oculta más de lo que revela, porque lo que revela excita las ambigüedades de lo callado, multiplicando los espectros en un voluptuoso vértigo irreversible.


geole


Escucho Brahms de fondo, prendo un sahumerio, corrijo estos párrafos. Y noto otra vez que se ha escapado lo que quería decir, la excusa del texto. Se ha desviado en el retorcimiento vano del lenguaje. Buenos Aires, con su belleza y su pagana magia (esa manera de recorrer sus calles como atravesando mi propio cuerpo), se me ha vuelto inhabitable. El mismo peso de mí mismo fatigó los espacios por los que extendí imprudentemente mi vida: todo llega a mí gastado, hastiado, vano. Ante el riesgo de ser mi rutina: partir. ¿Qué diferencia hay en mirar con el ojo de la memoria y una hermética celda? Tomo una flor del verano, vigorosa, llena de color, viva y en el instante se me marchita entre los dedos porque la memoria de las flores que se han marchitado corroe mi mirada: no se puede vivir así.




¿una maladie sentimental?


Sí. O más bien, una peste. Donde sea que pose mi atención veo montarse un teatro inquisitivo donde deambulan, incoherentes y advenedizos, encarnaciones nostálgicas de diversos ayeres, no necesariamente benignos, pero que postulan la ilusión molestísima de que todo lo pasado ha sido maravilloso, no como mi actualidad, que languidece sin remedio en la periferia de la vida. Esto es falso, pero el momento en que estoy vivo, el puro presente, la inmediatez del aquí y del ahora es siempre demasiado flaco como para defenderse de las imágenes: su bombardeo, su locuacidad, su montaje, su impunidad.


for instance


Ahí ibamos a almorzar con mi tío, los domingos calmos (ahora hay un farmacity); ahí, en esa casa, tocábamos timbre con C. y en seguida salíamos corriendo: un viejo nos amenazaba en la distancia, era tan gracioso (hoy el viejo se murió, de C. supe muy poco – se juntó con una mujer que quedó embarazada, trabaja en una oficina de seguros – y ni mis piernas ni mis pulmones resistirían ese tipo de travesías); ahí había un cine: todos los jueves íbamos mi padre y yo (ahora hay una iglesia evangélica y hará una década que con mi padre no vemos una película juntos);


saudade
/
the way the blue could pull me in



Todo está ennegrecido. Cometí el error de llevar a mis lugares favoritos de Buenos Aires a demasiadas mujeres. Ahora, cada vez que voy, solo, como me gusta ir, para descansar y leer en paz, si me distraigo, me acuerdo de ellas (de alguna, de todas: da lo mismo), me acuerdo de cada naufragio particular, de cada distanciamiento, de cada deslinde. Y los momentos de sublime belleza que pasamos juntos tienen un resabio amargo, y duelen más que la tristeza triste.


Orfeo


Ok: el castigo de mirar hacia atrás es terrible, es total. Pero, ¿es que acaso puedo tener tanta fe en el futuro, puedo bastarme con el presente?¿es que debo ofrecer la espalda para facilitarle el blanco a los puñales que se afilan en la sombra de lo muerto, que urden la traición de las cosas desveladas? La paradoja es tan apocalíptica como cierta: si miro hacia atrás pierdo todo lo que tengo, y me destruyo; si no miro para atrás, solo tengo la ilusión de tener algo porque lo que tengo, lo que es mío o nunca fue mío o se desvanece si lo quiero recoger. Mi propia identidad es lo que está en juego: soy algo que pierdo o soy nada.


mellon collie and the infinite sadness


Ya ni siquiera la melancolía respeta los márgenes del insomnio, de los sopores propios de la inactividad, de las reverberaciones nocturnas, de la contemplación de paisajes diluídos en la velocidad de la ventana del tren, del hastío de todo despierto a una mañana de lluvia o de tv, de la insignificancia del cuerpo del otro después de eyacular. No: hastiada de repetirse en esos espacios (que domina, que son ya suyos) se desborda: usurpa momentos inoportunos, a plena luz del día, con la impunidad de un estornudo metafísico.


efluvios


Me dirán: en todas partes será lo mismo, puesto que el apestado eres tu. Ok. Así sea. Pessoa dice: Ah, que viajen los que no existen: yo respondo: ¿tiene alguien más derecho al exilio que yo? Aquí, las cosas, los lugares están apestados de mí. La densa melancolía que urdí a base de desencuentros e ironías es un efluvio turbio que emana de las cosas solas: la cercanía, la convivencia nos ha hermanado; no somos semejantes: somos – intercambiablemente - uno la parodia del otro. En el vértigo de los lugares desconocidos la extrañeza será un elixir redentor. O tendré que seguir escribiendo con la tristeza inmarcesible de la acedia.


my kingdom for a blank page


Condillac empieza su libro así: “Por más alto que subamos y por más bajo que lleguemos nunca salimos de nuestras sensaciones”. Sé que no habré de sanar la monotonía de mí mismo (que los paisajes son apenas una modalidad del ánimo ya lo sé). No me importa cargar con mi agonía: no busco el viaje (la distancia, la lejanía) para desprenderme de mí. Simplemente necesito nueva escenografía para inscribir allí mis desatinos nuevos. A esta altura, he tallado y tallado mil veces sobre la misma pared, y el dibujo que queda no responde ya a la verdadera pérdida (la verdadera cosa que pasó, que se fue) sino que no es más que una monstruosa caricatura que acecha, sombría y distorsionada. Hágase la prueba: dibújese cada mujer que haya significado algo para usted, oh lector, una sobre otra: ¿puede resultar otra cosa que un monstruo? Las memorias se han arrebatado: enloquecidas saltaron a lo diurno, doparon mis reflejos, y cansan mi vista con su estampida grosera de resurrecciones. Nada tengo que ver con la luz desde que las sombras de tantos ayeres filtran el día, que llega a mí como un anémico residuo imaginario. Empalidezco (no solo de quedarme escribiendo, no solo de ver tantas películas). El hastío es el néctar de la muerte que no mata.




bestialidad de las metáforas / smoke


A este punto, el humo del sahumerio cubre la habitación (se apropia de los espacios entre las cosas, y, de alguna manera, me metaforiza): la espesa niebla por todos lados, se me pega a los párpados, no puedo ver el teclado. Y, sin embargo, estas palabras las escribo igual, de memoria: mis dedos saben donde caer. Pasan a través de mí; no necesitan de mí. No quiero que así sea mi vida. He de partir. Los pasos que dé serán mi batalla íntima por no volverme un personaje de mis cuentos.
________
la foto: La esperanza, de debret viana.

17.4.07

morior (un sueño viejo)


*

De lo que había sido antes no quedaba nada. Apenas el reflejo de un cansancio, algunas manchas del tiempo en la ropa. Las suelas hinchadas. Supe, en seguida, que estaba, como siempre, en cualquier punto entre el principio y el final. Ignorar los pasos que me distanciaban de cualquier lugar volvía igualmente inútiles las direcciones posibles. Revisé los bolsillos: encontré que las cosas que traía conmigo no me alcanzaban para sobrevivir el camino (no importaba cuál tomase). Me senté donde estaba. Como había una fragancia a denso azul y a llanto coagulado, entendí que era el lado de adentro de las cosas.



Me quedé labrando un alma: tenía pocas cosas - retazos del que fui, palabras viejas que tendría que combinar de manera distinta, ojos hartos que tenían mucho que desaprender -, pero tal vez algún día llegue a enfrentar los nuevos abismos. O pueda, simplemente, seguir caminando por el borde, como si no los viese.


Era el lado de adentro de las cosas. Recuerdo la línea: la primera luz, la tiniebla visible. La recuerdo ahora: allí las cosas solamente sucedían; y sucedían todas como dentro de un grave acorde piano. La vida me quedaba - todavía - en una orilla lejana. Por las rendijas de la ventana ya me rayarían los ojos los ruidos diurnos. Me diría a mí mismo, cuando relatase el sueño al espejo del baño: otra vez soñé con lo que callo, con metáforas afiladas que no sabré dónde - en qué rincón de la realidad - acomodar sin que me pinchen, me reclamen, y me fuercen a pensarlas sin descanso. Pero por ahora, me sobraba oscuridad para empezar a mirarme un poco.


///

¿Por qué? Preguntarme: ¿por qué recordar ahora esta pesadilla añeja? Y por una vez la respuesta es simple: haber visto hace unos días a la protagonista ausente de ¨Néctar de las cosas furtivas", haber escapado de ella, haber soñado esta noche con su presencia, haber cruzado con ese fantasma umbrales epifánicos que en la vigilia desencuentro, haber ajustado las cuentas que no sé tratar en el lado real de las cosas con ese lento espectro; volver a estas páginas resulta natural: es mi manera de morir despacio

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la fotografía, Debret Viana (Anatomía de los pasos solo)

15.4.07

escribir


Karl Krauss dice: ¿Por qué algunos escriben?
Porque son demasiado débiles como para no escribir.

...



(¿Por qué, entonces, escribe Karl Krauss?
Escribe para decir esto. )

Y, ¿por qué escribe Debret Viana?
¿Por qué?

....

14.4.07

estética




acedia


Yo diría algo.
No me costaría nada: lo hice tantas veces. Pero en realidad me parece que es esencial (del ensencial sartriano) agotar todo lo comunicable por el silencio y la inmovilidad.

6.4.07

Intervalo, excusa


No se trata de pereza. Me demoro, esta vez, fuera de Infimos Urbanos, con alguna justificación. Inmerso en el Festival Internacional de Cine Independiente (viendo un promedio de 5 películas por día, comiendo mal, durmiendo nada), estoy enredado en las páginas de lo que iba a ser un diario de viaje (el cine como viaje, extrapolación) y se volvió una celosa nouvelle que demanda la poca vigilia que resta entre película y película: una obrita leve que succiona la cansada sangre espesa de un cuerpo que solo funciona como antena de literaturas. Acaso sea alguna vez un blog: se trata de una obra que solo se puede escribir mal y rápido: esa concidencia con la estructura del blog reclama su pasaje a la virtualidad. Por ahora, apenas transgredir la ausencia para rectificarla con estas tibias palabras que la marcan y la anuncian (decir que ya sé que hay mucha correspondencia atrasada, y algunos cometarios sin respuesta: no se los libra a la deriva: todo será resuelto un poco más tarde, y, ya que estamos en la inflamable obsesión de la cinefilia, recordar a Godard, que decía:



"
El cine no forma parte de la industria de las comunicaciones ni de la industria del espectáculo, sino de la industria del cosmético, la industria de las máscaras. En el fondo, no es más que una pequeña sucursal de la mentira.
"


Esto, en las Histoire(s) du cinemá;





(aquí un fragmento, con una jovencísima Delpy que siniestramente se parece tanto a la protagonista ausente del relato Néctar de las cosas furtivas)

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y después del play, uno de los motivos por los que amamos el cine, una de las puertas primeras que abrí en la infancia, y, de repente, aprendí a llorar, extasiado de belleza y piedad...





*****

2.4.07

ficción


sombreros





1
Ahí, estábamos los dos ahí. En la puerta de casa. Junto a la vereda las maletas de ella (dos: una gris, otra azul). Nadie en la calle. Madrugada. Ahí, agitado de correr las escaleras, ahí, en medias, le dije: -¿Por qué? No entiendo. ¿Por qué te vas?¿por qué ahora, tan tarde? -. Le dije: -¿No podemos conversarlo? Subí – le dije – te preparo un té. Subí y hablamos -.


2
Nada. Ella no dijo nada. Bajó la cabeza. Un perro doblaba la esquina. No ví la luna en el cielo, camuflada detrás de las nubes. Grises. Pensé en el gris, en lo que el color gris significaba. La oí tararear una melodía añeja. No supe cuál era. Le dije: -¿Qué hacés? -. Le dije: -¿Por qué tarareás? - Hubo un silencio. Después, le pregunté: - ¿Qué canción es esa? -. Ella dejó de tararear. Levemente, sonrió. Creo que era una sonrisa. Tenía puesto un sombrero rojo. Y como miraba para abajo (y encima era la noche de la noche, las luces amarillentas de la calle apenas si susurraban algo) no pude ver bien sus rasgos. Le dije: -¿Qué es ese sombrero? – Le dije: -¿Desde cuando usás sombrero vos?-.


3
De repente, un auto a toda velocidad. Emerge de la niebla de la noche, frena de golpe. Justo en la puerta de la casa. Cruje el asfalto. Las hojas de los árboles, quietas. En un departamento de enfrente, del tercer piso, resplandece la intermitente luz azul del televisor. Dos hombres bajan del auto. - ¡Qué raro – me dije – que los dos hombres lleven sombrero! -. Se acercaron a las valijas, cada uno tomó una. Será la tiniebla, será la inmediatez de las cosas ocurriendo, pero no puedo distinguir uno de otro. Si hubiese bebido, asumiría que se trata de un solo hombre. Los reconozco así: el de la valija azul, el de la valija gris. Si en algún momento a uno se le ocurriese cambiar la valija con el otro, en ese instante, se volvería el otro. De pronto: una imagen se cierra ante mí. Los veo a los tres con sombrero. Me siento mal, me paso la mano por el pelo: lamento no llevar también yo un sombrero.


4
Los hombres cargaron las valijas en el baúl del auto. Les dije: - ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen con las valijas? -. No me respondieron. La miré a ella, que no me miraba. Suavemente, le puse una mano en el hombro; ella la apartó. No con desdén; ni siquiera había desprecio. Era un gesto, como cualquier otro. Enojado, le dije: - ¿Qué está pasando acá? ¿De qué se trata toda esta escena? - Puso su dedo índice sobre mis labios. Me callé, como si se me rompiesen las palabras. Me miró. A los ojos. Hizo que no con la cabeza (había ternura en el movimiento, había gracia: como si el gesto proviniese de un ballet) y empezó a caminar, a caminar hacia el auto. Uno de los hombres había abierto la puerta trasera para que ella subiera. Le dije: - ¿Quiénes son estos hombres? ¿Por qué están acá?-. Le dije: -¡No podés dejarme así! ¡son muchos años! -. Le pregunté, con un hilo de voz: -¿A dónde vas? -. Ni siquiera se dio vuelta para mirarme. No hizo un solo gesto. Se subió al auto. El hombre, delicadamente, cerró la puerta. El agua corría por el cordón. Una persiana crujía, cerrándose. Alguien, en alguna parte, abría la canilla del baño. Vibraban las hojas otoñales, como huesos. Las sábanas de una mujer, en el cuarto piso del edificio de enfrente, mientras ella se daba vuelta en la cama, eran como viento. Pasos, tal vez, a una cuadra o a dos, regulares, secos, monótonos; y el sonido de un cigarrillo consumiéndose. Era el silencio. El silencio es así: lleno de cosas.

5
Los miré, pétreo y desarmado. En vano mis ojos rogaron por una revelación: el final pasaba y me dejaba petrificado. Con lo que me quedaba moví los labios, les pregunté: -¿Puedo ir con ustedes? -. Se miraron entre ellos; yo sentí que hacían un gran esfuerzo por contener una bruta carcajada. Me miraron, y con la cabeza hicieron que no, que no podía. Ambos se señalaron el sombrero, a modo de explicación. – Ah -, dije yo.
6
Después subieron al auto. Uno de ellos encendió el motor. - ¿A dónde van? – les pregunto; - ¿Es lejos? -. El auto comienza a andar. Dije: - ¿No quieren subir a tomar algo?-. Dí unos pasos rápidos, me acerqué a la ventanilla de ella, que se alejaba, le dije: - ¿Cuándo volvés? Llamáme – le pedí – Llamáme cuando llegues -. El auto se alejaba, yo trotaba torpemente por la calle, el empedrado hostil bajo las medias, le grité: -¿Vas a volver? – le grité: - ¿alguna vez vas a volver? -. Pero no sé si las palabras salieron bien, la niebla. Había mucha niebla y si hablaba se me metía en la boca, estaba masticando niebla. El auto ya se confundía con la noche.


7
El cielo estaba gris. Parecía que, de un momento a otro, iba a llover. Daba lo mismo. Quise ponerme las manos en los bolsillos, pero tenía puesto el piyama, y no tenía bolsillos. Mis manos resbalaron en la nada. Entré en la casa, en el pasillo me crucé con el portero. Tenía un balde de agua en la mano; iba a borrar la vereda, las huellas. En un bostezo, me dijo: - Buen día –. –Buen día, Roberto -, le respondí. Subí al ascensor, apreté el número siete y soporté como pude el lento tribunal del espejo.




fin

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el cuadro: Separación, de Munch (1896)

*