29.4.07

un ejercico narrativo (mal draft)



Muelles


( 3 polaroids )


1
Chicago, 1967

Tembló su mano en el picaporte. Con el peso de su cuerpo, agotado y tambaleante, abrió la puerta. En el bar sonaba Coltrane, de fondo y ásperamente. El aire embotado no apestaba más que su aliento. Dio algunos pasos. Al séptimo chocó contra la barra, y se sentó, un poco a tientas. Pidió una cerveza. La bebió de un sorbo, pero lentamente. La garganta le ardía: la penumbra coagulada. Miró la sala: hombres que conversaban ruidosamente, hombres que bebían, hombres que como él miraban la pared, inertes, y tres mujeres en el fondo, riendo desafinadas. ¿Se reirían de él? Ni siquiera lo habían visto, pero sentía que, a esta altura, todo se reía de él. Nadie le respondió a la pregunta que él no supo hacer. Pidió otra cerveza. A la sexta le dijeron que ya estaba bien. Casi no insistió. Miraba la barra, ausente. Tiene la barba de días, y el pelo desprolijo. La camisa fuera del pantalón, los ojos rojos. Los 42 años le pesan como nunca. Una uña morada, los cordones de un zapato desatado. Piensa: ¿con qué fuerza voy a arrastrar mi cadáver hasta el próximo bar? Cuando se acerca el hombre de 50 años que estaba sentado al otro lado de la barra, nota que tampoco tiene buen olor. Llama al cantinero por su nombre, le dice:
- Otra copa acá para el amigo -.
Y dirigiéndose a él, dice:
-Si acepta este gesto, caballero, tendrá que aceptar el próximo: un café.
- Está bien. – dice él, sin mirarlo.
- Muy bien entonces. Deje que me pida un café para mí, y ya estoy listo para escuchar su historia.
El lo mira, sonríe levemente y da un trago a la cerveza. Se dice para sí: es nadie, este hombre es nadie: como yo. Y empieza a hablar. Las palabras salen solas: es como desempacar. Sabe que el lenguaje sirve de poco (ya lo ha usado tantas veces, ha escrito cartas, ha dicho te amo, todo todo en vano), pero siente que tal vez usándolo se canse, y mañana, dormir sea algo posible. El otro prende un cigarrillo.


II
San Petesburgo; 1908

Habían sido nueve los días de nieve. Hoy, en cambio, el sol templaba la tarde. Se podía caminar las calles con placer. Ella se entregó al día. Caminó la plaza, encontró un banco que daba a la tibieza de los principios del otoño, y se sentó. Las cosas brillaban esa tarde; es la nieve, pensó, todas las cosas excitadas por la levísima duplicación en el espejo frágil que es cada copo de nieve. Tenía un libro en la cartera, se lo había robado a su hermano. Su hermano tenía tantos, no se iba a dar cuenta; además, él casi no leía literatura. Su mirada queda prendida del reflejo del sol sobre la nieve, la sinuosa evaporación de los copos, la lentísima agua que corría por las hojas de los árboles. Se pierde pronto en el libro, uno de Chéjov. Se cumplían, hacía poco, diez años de su muerte, estaba bien recuperarlo. ¡Qué triste había sido aquél entierro! El frío, la lluvia. Hasta Tolstoi se veía desconsolado. Le hubiese gustado conocer un poco más a Chéjov. Lo vio tres veces, cuando ya estaba postrado, y por sobre el hombro de su hermano, el doctor Schwohrer. Chéjov tenía un hilo de voz y estaba tan optimista, creía que se estaba curando pero su hermano le había dicho a ella que era no pasaría la semana. Era tan triste. El libro la distrae de los detalles de su memoria y cada tanto, resucita alguno que, después de una pequeña pirueta en el aire de la nostalgia, se desvanece. Un sonido metálico la interrumpe, en mitad del relato. Ve, en el suelo, junto a su zapato, un anillo plateado que rebota, gira, y se queda quieto. Un muchacho se le acerca, le pide disculpas. Levanta el anillo, lo mira, dice:
- No quise molestarla. Espero que no la haya golpeado.
- Tendría que tener más cuidado. – dice ella – Parece caro.
- No lo quiero, de todos modos. Puede quedárselo. Me recuerda a alguien.
El joven parecía no haber dormido en toda la noche, los ojos hinchados, de haber llorado tal vez. Ella dijo:
- Pasará. Todo pasa.
- Puede ser. - dijo él. Paso su mano abierta por la frente, suspiró.
- Se lo ve cansado. - dice ella.
- Fue una noche larga.
- Vaya, descanse.
- No puedo regresar al lugar de donde me fui.
La mujer lo mira, maternalmente. El muchacho se pone un poco nervioso, mira hacia la plaza, sigue el camino con la mirada, finge distraerse mirando el paso de un perro que persigue a otro perro. Finalmente, dice:
- Al menos no ahora
- El anillo, guardalo – dijo la mujer. - En el bolsillo interior, ahí. Para que no se pierda. Las cosas no se terminan. O por lo menos los finales no son nuestros para dar. Sos muy joven todavía.
El muchacho mira el anillo, tiene cara de tristeza. La mujer dice:
- Probablemente lo único que ella necesita es tiempo.
El joven la mira, se muerde el labio inferior; parece pensar. Murmura, entre dientes:
- Le dije tantas cosas, fui malo.
- Ayer nevaba. Nevó toda la semana, parecía eterno. Y hoy salió el sol, y los copos de nieve se derriten – le dice ella y hace un gesto, leve. Dos veces, con la palma de la mano, se golpea sobre la falda, suavemente. El muchacho entiende la invitación. Torpemente, con vacilaciones, se sienta sobre el banco de la plaza, y empieza a reclinarse hasta que su cabeza queda sobre la falda de ella. La mujer abre el libro, lee en voz alta el relato de Chéjov. A la tercera página se da cuenta de que el muchacho ha quedado dormido. Sigue leyendo para sí el resto del cuento, hasta que atardece.


III
Vigo, 2004

- Es la última, ¿dónde la dejo?
- Ahí, por favor – y señala un baúl marrón, desvencijado. – Ahí arriba, en cualquier lado. Da lo mismo. -
Cuando cierra la puerta, todavía oye los pasos de los empleados de mudanza por el pasillo. Frente a sus cosas desparramadas por el departamento siente por primera vez el vértigo de estar solo en una ciudad desconocida de un país extranjero. Se toma una taza de café (no sabe igual que en Buenos Aires) y empieza a desempacar. Encuentra algunas camisas, un cinturón, los cables de la pc, la pasta de dientes, un muñequito articulado de Pantro, de cuando era niño; ni señal del control remoto. Cuando da con la caja donde están los libros, entiende que lo primero que tiene que hacer es organizarlos en los estantes. Antes, cuando era joven, escribía. Había pensado, incluso, en ser escritor. Lo único que quedaba de todo eso eran los libros, el placer por la lectura. Tomó un libro al azar (era uno de Pasolini), pasó el dedo por las hojas, sin detenerse en ninguna. Ese amor táctil.
Iba poniendo los libros en los estantes, y la ropa en cajones, y el cepillo de dientes en el baño: había empacado rápido y mal y las cosas se le aparecían de repente, desordendas y caóticamente. En medio de todo el desorden, sintió la embestida. Era una idea. Una perfecta trama para un cuento: la soñó de golpe, entera, como una visión, una profecía. Quedó paralizado, parado en la habitación, con una caja en la mano: el éxtasis bestial de la musa. Qué molesto, pensó al principio. Viene en cualquier momento, despóticamente; no le interesa que esté haciendo otra cosa. Y después se preguntó: ¿cuánto hace que no escribo un cuento? ¿diez, quince años? Tal vez más. No tenía sentido dejar pasar el brote: dejó la caja en el suelo, tomo una hoja y dejó que la idea se adueñase de él, ¿a qué contrariar la dictadura del deseo?
La primer línea salió veloz, la segunda costó un poco más. Trabajosamente, logró cerrar el párrafo. Lo leyó para sí. Sonrió: le parecía legible. El segundo párrafo fue arduo, el tercero, lentísimo: escribía una palabra, la tachaba, volvía a escribirla, dudaba; daba una vuelta por la habitación, miraba por la ventana, el tránsito de la avenida, palomas en la cornisa del edificio de enfrente, y volvía a arremeter contra la hoja. Le parecía, a medida que avanzaba, que el texto se desviaba, que no decía lo que él pensó en un principio. El cuarto párrafo no lo comprendió: le hacía aguas, era sinuoso, ambiguo. Incluso obsoleto, Para el sexto párrafo se había aburrido.
Cerró la lapicera, la apoyó sobre el escritorio. No, no es para mí, se dijo. Hizo un pequeño bollo con la hoja y la arrojó a la oscuridad del cajón de la cómoda. Habría que planchar la camisa, pensó: quería darle una buena impresión al jefe de redacción, mañana, en el periódico. Pero en lugar de hacer eso abrió un libro, uno de Kawabata, y se extravió entre sus palabras. Fue un sueño
lejano, como una dulce y lenta siesta.




fin
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la foto, uno de los libros de Próspero en Prospero´s books, de Greenaway

7 comentarios:

Anónimo dijo...

hermoso texto, calido, suave, tiene mucho de brisa que pasa y de fotografía sensacionista. muy bello.

Anónimo dijo...

guau, un relato que no es sobre la muerte ni de esas cosas tristes tan debretianas!

laveron dijo...

qué otro lugar le queda a la narración en estos días que las notas fragmentadas, los tiempos rotos y zurcidos a destiempo...
si eso estamos siendo: esquirlas, átomos.procesos de fuga.

Juan dijo...

Es curioso que hoy mismo estaba pensando en cómo el simple hecho de ser escuchado nos permite un momento, así sea breve, de paz, desprendernos un poco de la angustia...

Todavía la musa no me ha considerado digno, lamentablemente. Tal vez por algo será.

Debret Viana dijo...

laura: gracias. no deja de parecerme una de las peores cosas que he escrito, pero tiene algo de levedad y calidez que no me disgusta por completo.

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liss: de vez en cuando, soy otro.

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laveron: sí, exactamente. creo que ya es sabida mi adoración por el fragmento, y mi postulación del fragmento como praxis de literatura. no es este el mejor ejemplo, pero en fin.
saludos muchacha.

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jota: supongo que la ilusión de la comunicación alivia la fatalidad de lo real, que no es otra cosa que agonizar perfectamente solo.

y en tanto a la musa, qué decirte. es caprichosa.
suerte.

Anónimo dijo...

qué maravilloso relato; me hace pensar en esas sutiles películas que levemente cruzan tres historias, por ejemplo Three times, una oriental, y en la tersura de los cuentos de Raymond Carver. Estoy muy cotenta por haber descubierto este lugar.

MalditoPoetaSiniestro dijo...

eres bueno, a esta gente hay que ganarla.