30.10.05


Si no fuera por el umbral de la muerte y ese reflujo de las aguas que aparentemente un horror a lo ilimitado levanta las ansias del rechazo, si no fuera por mi terror a la idea de dar ese paso, me parecería al oleaje formándose, hundiéndose en la profundidad líquida. Pero la muerte me asusta y me quedo sentado a contemplarla, sentado como lo están quienes oponen a la belleza cegadora de este mundo la precisión tierna de las palabras. La mesa, el papel, el siniestro dique de la muerte alineas las sílabas de mi nombre. Esta mesa y este papel - que me destinan a la desaparición - me hacen sentir mal (más exactamente, me dan náuseas), y sin embargo las palabras que puedo escribir allí evocan aquello que, haciéndome sentir mal, me devolvería a la flexible violencia del viento, llevándose para siempre este papel y las palabras que escribo en él.
Bataille.
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los cuervos del cuadro son lo último que pinta Van Gogh
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28.10.05



El pasado

Claro que mi hijo dice que no debería estar aquí, que las habitaciones, cerradas y vacías, gimen cuando atravieso los pasillos. Que debería vender la casa y mudarme a un departamento pequeño, cómodo, sin pasillos tan largos y recónditos como la memoria; organizar la vida que me queda en algunos cajones. O viajar, y no pasarme los días batallando el polvo que el tiempo extiende sobre las cosas. Pero, ¿adonde puedo viajar yo? Mi país de la infancia no existe, sino mediante fábulas o fotografías antiquísimas que ya son parecidas a las fábulas. ¿Dónde habría de llegar? Todos a los que una vez conocí, se han ido. Con ellos podía hablar, por lo menos, y regresar, siquiera un rato, a lo que una vez fue. No es que las cosas volvieran realmente, pero, cuando contábamos las cenizas de lo que pasó, era parecido. El no entiende que solamente quiero reposar aquí, y morir en calma, junto a mis fantasmas: esa constelación de todos mis ayeres, y sus recovecos.

26.10.05


Después de todo el tiempo; Pedro Aznar


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Prosa varia en cuatro minutos

Pero no. Es mentira. Ninguna cosa perdida se recupera, nada regresa al lugar de donde se fue. El tiempo, y lo ingrato de nuestro presente, nos hace ver soleadas las orillas desde donde partimos. Se llama nostalgia. Y no es una senda que desemboca en el pasado, ni en el ansia del pasado. Es simplemente el signo de la derrota del día de hoy. Nadie se detiene a esperar. Aun cuando se quede parado, y no haga nada. ¿Qué es la espera sino el tortuoso territorio de la ausencia, la coartada para no tener que tomar la propia vida y decidirle una dirección?

*
...las cosas que al alma se le antoja conservar...
*
Atravesados por el tiempo que pasó, ya no queda nada. Es mucho y terrible el viento que corre por las rendijas de las puertas que no abrimos (es el que mueve las cosas mientras duermo, y yo acepto que son "ruidos nocturnos", el crujir de la madera de los muebles, un gato trasnochado, cosas así), y ese viento es como un péndulo en cuyo extremo hay una afilada uña: cada vez que pasa, nos desfigura. Y nunca deja de pasar.
*
...te vi en un sueño tal vez ayer...
*
Sé todo esto, y sin embargo me contento recorriendo estas cosas (sean melodías o novelas). Es que necesito esas hermosas falacias. Esas felices y lejanas historias de otros. Las necesito para poder quedarme conmigo, con mi vida vencida y mis amores daltónicos. Para no tener que romperme la cabeza contra las paredes. Para salir de mi casa cada mañana, como si estuviese viviendo una vida.
*
...las brasas siguen rojas,qué inútil esta cosa ...
*
Triste triste: conozco gente que se queda quieta. Tienen miedo. Inmóviles, no salen de la ciudad. A veces, ni siquiera del barrio. Se quedan atados al principio (aunque ellos no tengan nada que ver con eso, ni puedan penetrarlo) por si a los que se fueron se les da por volver. Si se fueran a otra parte - aun cuando ese sitio fuera la felicidad - no podrían vivir, estarían aterrados en el suspenso de que a sus espaldas, tal vez, las cosas se estarían restaurando: no tendrían paz.
*
...sólo cantando te pude hablar ...
*
Incluso las heridas del amor, las que apretamos contra el pecho como hipotéticos trofeos, no son sino nuestra solitaria manera de sangrar las ilusiones náufragas: erramos al verter nuestra fe en una vasija tan disímil y dudosa como es el cuerpo del otro. Estamos dados a la religión del otro. Pero el otro es el signo que marca mi ausencia, es allí donde yo no estoy. En lugar de hacer algo de mí, deposité mi ardor donde creí que podía ser salvado con sólo venerar y seguir.
Perdí.
*
...después de todo el tiempo ...
*
Me encierro en una habitación, y dejo que una de esas gemas disuelva el vacío. O lo reemplace, por un rato. Me resulta fácil entrar: me interrumpe de mí, me deja libre. Quedo tan lejos de mi cuerpo que sé de él solamente por el hambre o alguna picazón.
*
...good morning, heartache ...
*
De la belleza apenas podemos participar como espectadores.
Después de todo, lo más precioso que nos pasó fue una mentira que no supimos.
*
...ya sé que no hay encuentro
entre los dos...
***
*
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el cuadro se llama Speranza;
la canción Después de todo el tiempo, de Pedro Aznar

25.10.05




Yo mismo, todo lo más puedo esperar ser un triste, desamparado, superviviente de mi mundo, un alma en pena, un fantasma melancólico. ¿Qué otra cosa puedo esperar, yo, con mi diario, qué otra cosa más que ser una pieza anacrónica?

del diario de
Ionesco

23.10.05

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Para una mosca caída en la tinta el universo es una mosca caída en la tinta...
pero para el universo la mosca es ausencia del universo, pequeña cavidad sorda ante el universo y por donde el universo se omite a así mismo.
Bataille
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18.10.05


La historia tiene dos partes. Por ahora, la historia tiene dos partes. La primera es una actualización: el lector lee y es preparado para la segunda parte, donde se relata lo que se quiere relatar. La primera parte es necesaria, porque provee la escenografía pertinente para que el lector pueda disfrutar más completamente la segunda parte, que es donde pasa lo que en verdad se quiere contar, que no es otra cosa que una especie de separación, o manera en que una persona se pierde para otra. Si se está muy apurado, pásese directamente a la segunda parte. Ya no tendrá gracia, pero la gracia no está garantizada de ninguna manera, se lea de principio a fin, mezclado o en belga.
primera parte

Habíamos quedado en amarnos, en no decirnos la verdad. El contrato era claro, la vida: más sencilla. Ella era preciosa (divina), era fácil falsearla, ver otras cosas, salir de la cama sin pasar por el áspero trámite de despertarse; era fácil respirar, anochecer. Durante algunos meses nos protegimos del mundo, de sus puntas. Nos iba bastante bien. Pero. La pasión se dilata en los almanaques. Antes de que una estructura la encorsete en tiempo medible, declina: o como en mi caso, su variable intensidad permite huecos, pliegues. Yo todavía la amaba con desesperación, pero en un intervalo del péndulo romántico (entre una exhalación y una inhalación) hice algo malo, algo tonto, algo que no debí haber hecho: algo que sabía que no significaba nada para mí, pero que decodificado por la atrofiada lente del enamorado era legible como una traición. Cargué esa pena en la espalda de mi amor como se carga un herido que agoniza a gritos. Por esos tiempos - lo recuerdo - ella estaba guapa y feliz como siempre. La felicidad no es algo que pueda preguntarse ni responderse: simplemente así era su rostro, y habíamos pactado que no hurgaríamos en las hermosas apariencias que nos prevenían del hastío.
fin
de la primera parte
La que va a empezar después de este párrafo es la segunda parte. Allí se podrá ver la razón por la cuál se han dicho estas cosas, el objeto para el cuál se tuvieron que hilvanar todas estas excusas. Es cierto: no valía la pena. Pero tenían un propósito: dar sentido, forma a esa sola pobre cosa que se quería decir. La estructura es sencilla: primero se dice más o menos de donde venían, qué les pasaba, se ofrece un leve backround. En la segunda parte, que está por empezar, se va directamente al hecho puntual, a esa cosa que pasó, ese raquítico detalle que por sí mismo no sabría sostenerse. Es como narrar una mirada. No se puede decir "se miraron". Sería torpe. Porque lo que significaba esa mirada estaba mucho antes, en un conjunto de cosas que pasaron. La mirada sería como la última pieza que cierra el círculo. No es el caso de este relato, pero las cosas que se dicen no necesariamente tienen un motivo. Al menos conciente.
segunda parte
Era una noche helada. Caminábamos en silencio, no había nadie en las calles. Era un invierno apretado, y las noches no pertenecían a los hombres: eran un espacio hostil del que convenía refugiarse. Si terminamos en medio de la noche fue pura casualidad y no afán poético, ni romántico-decadente: habíamos cenado en casa de amigos, nos quedamos hablando y se hizo tarde; como estábamos a pocas cuadras del departamento, nos dijimos que entrar en la noche por tan pocos pasos era una tarea amarga pero realizable. Así, el calor de nuestra cama sería más hondo, nos dijimos. Callados caminábamos juntos el empedrado de San Telmo, y no sé qué fue lo que pasó (tal vez la manera en que las luces amarillas se vertían por los suelos, o haberme dado cuenta que nuestras sombras se entrecruzaban por las paredes formando una sola, extraña figura que me parecía hermosamente viva), pero sentí que estábamos unidos. Esas son las sensaciones por las cuales los hombres siempre cometen las más nobles idioteces. Ella, que mirando hacia adelante no miraba nada, giró la cabeza, posó sus ojos en los míos (¿o fue en mi boca? no importa) y sonrío, tierna y divertida. Yo le sonreí también, seguro de estarme comunicando en un idioma etéreo. Llevábamos mucha ropa por el frío, varios sobretodos y bufandas, y colchas y frazadas que nos cubrían y apenas dejaban rendijas para los ojos, y alguna que otra fisura improvisada por la que se salían a veces la boca, la nariz, el mentón dado el movimiento del andar nocturno. Por eso me pareció que había algo de mágico en eso de encontrarnos los ojos entre tantos obstáculos. Quise besarla, pero había que esperar a llegar a casa: si nos besábamos en un momento así (con ese frío) nos hubiesesmos quedado pegados dolorosamente. Además, no convenía detenerse: los músculos dejaban de funcionar, y se corría el riesgo de dejar la pierna petrificada ahí, para siempre.
fin
de la segunda parte
La pericia del narrador es triste. Por eso hay una tercera, e inesperada parte: porque se ha demorado con detalles circunstanciales aquello que se quería decir. Hay quien dice: es la manera en que se hacen las novelas. Pero solo las malas novelas tienen la textura de un cuento extendido. Al menos me da la oportunidad de decir que he pensado en aquello que dije sobre la mirada, y en realidad no me parece así. Se trata de una pura construcción del que mira, o del que hace mirar. Tres detalles robados a la realidad componen un significado, pero siempre es ficticio y no dicen nada de la realidad. Vemos un hombre agachado en la calle, acariciando a un gato. Vemos al mismo hombre ayudando a una vieja a cruzar la calle. No podemos evitar la conjetura: ese hombre es bueno. No podemos entender que vimos dos piezas sueltas de un rompecabezas irreductible. Pero esto no tiene nada que ver, así que regresamos al relato.
tercera e inesperada parte
Por alguna razón las cosas que cargaba me pesaron demasiado. Antes de que la bruma nocturna nos devorara definitivamente, trastabillé, y sentí que negarle el relato de mi traición era impedirle que se apropiase de su verdad, era empezar una nueva traición, era obligarme a amarla a través de una máscara y dejar que ella amase a quien yo no era: eran demasiados fantasmas intermediarios para el simple beso que ansiaba mi boca; y yo mismo, cómo podía darme a ella si tenía que callar permanentemente a mi pasado, que rugía en los rincones menos avisados del día. La detuve con ambas manos (el gesto fue brusco, ella me miró, un poco felina asustada), intenté correr las ropas para liberar mi voz, y abrí la boca con las primeras palabras. Pero hacía mucho frío y las nubes de mi aliento me habían envuelto en bruma, me cubrían todo el cuerpo con una espesa niebla blanca y ella se hacía, a cada sílaba, más difusa y remota. Supe que de esa niebla no se salía, que de ese frío tampoco, pero seguí manoteando en el aire, como quien quiere correr las cortinas imposibles, como un ahogado, inútilmente.
fin
del final

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o directamente saltarse todo y escuchar into my arms, de Nick Cave

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17.10.05

para una definición
Kafka no encuentra, en el tiempo de que dispone, la extensión que permitiría a la historia desarrollarse como ella quiere, en todas las direcciones; la historia es un fragmento, luego otro fragmento: "¿cómo a partir de trozos puedo fundir una historia capaz de tomar vuelo?" De manera que, al no haber sido dominada, al no haber suscitado el espacio propio donde la necesidad de escribir debe ser a la vez reprimida y expresada, la historia se desencadena, se extravía, regresa a la noche de donde vino, y retiene dolorosamente a quien no supo darla a luz.
Blanchot
* * *
* * *
No me parece insensato querer buscarle un nombre. Ya son tantas las hojas del cuaderno (tan lejos ha llegado el monstruo) que me vi mirándolo, preguntándome: pero, ¿y esto qué es?
Si hay algo que Infimos Urbanos no puede ser es una novela. Quiero decir: si Infimos Urbanos es algo eso es precisamente la imposibilidad de una novela, el naufragio de la novela que no pudo ser para llegar a Infimos Urbanos. Lo extraño y particular del caso es que un fracaso - y un fracaso tan conciente como éste - haya llegado tan lejos: tanta tinta y tantas páginas (incluso: tanto lectores). Quisiera pensar que he inaugurado un refugio para aquello que no fue, un lugar de tensiones y susurros insinuados. Sé que no llegué a hacerlo. Cuando supe que no me quedaba más remedio que ser un escritor, entendí que mi territorio nunca dejaría de ser ese espacio atópico donde devienen las cosas que no fueron, que no llegaron a ser, que podían haber sido: esas heridas en el curso de la realidad, los residuos del deseo. Pero es claro que, mientras su voluntad- o su sino - sea esa el escritor se instala en la paradoja: no se puede escribir lo que pudo haber sido porque empezaría, de alguna manera, a ser, y, traicionado, se disolvería: no quedaría más que la mención del vacío, la prosa de la vanidad. Restaba solamente mojar la pluma en esas aguas turbias y ambiguas y jamás esperar lograrlas: partir de ellas para terminar en la sensación de ellas; y nada más. No era un mal negocio (aunque su progreso no estaba asegurado).
En el caso de Infimos Urbanos, sentí que era necesario alcanzar una comprensión de sus fronteras, o de su propósito. Sus maneras erráticas y sus modos caóticos no podían relegarse a la inercia. Hacía falta comprender. Hacía falta cerrar Infimos Urbanos, o romperlo, o condenarlo a la perpetuidad. En algún punto yo había perdido las riendas de la historia, la trama se desbocó y lo que empezó a contarse se contaba a mis expensas: la inaprehensible verdad diciéndose detrás de los textos, murmurando como en los cuentos de Carver o los films de Lynch. Como siempre, las repuestas se encuentran en otra parte, así como aquello que uno busca solo puede ser encontrado cuando se busca otra cosa. Leyendo un ensayo de Blanchot sobre Kafka, entiendo (¡lo que no entiendo es cómo no lo entendí antes!; pero toda la realidad es así).
Infimos Urbanos es una venganza. Hubo una historia que yo no supe contar, que no extendí hasta que encallara. Una historia que abandoné aun cuando, inconclusa, no había regresado al silencio. Mi impericia le impidió fluir hasta su final. Sucedió lo que sucede: se desbordó; la tinta se derramó para todos lados, manchando las cosas desprotegidas (mi vida, entre ellas). El cuaderno hoy me ha tomado por rehén. Regreso a él con regularidad insalubre, y trabajo en su fracaso (en los matices de su manera de naufragar) como un relojero loco. Es el lugar donde ingresa todo aquello que no logro transformar en obra. Y por algún motivo malsano, veo claramente, luego de agregar algún fragmento, que era justamente lo que Infimos Urbanos (su coherencia estética) estaba reclamando. Yo malogré una historia simple, y ni siquiera supe abandonarla. Hoy la historia se ha abierto en mil ramificaciones, y ya no me deja ir. Algo así es Infimos Urbanos. La maquinaria que se cierra sobre su mecánico. Incluso se apropia de los momentos en que ya no queda nada por decir: inluso allí tengo que seguir diciendo. Ese es el problema de las trampas que uno construye (sobre todo las trampas de lenguaje): se suelen dar vuelta. Y nunca se sabe cuándo terminan, ni si hay final.
Después del recorrido, no me pareció insensato no encontrarle el nombre.
*

Para una mosca caída en la tinta el universo es una mosca caída en la tinta...
La sangre y la literatura
"Escribe con sangre - dice Zarathustra - y aprenderás que la sangre es espíritu".
Pero más bien es lo contrario: se escribe con el espíritu y se cree que se sangra.
(...) La coartada de tantas palabras sangrantes, pues lo que no hay es sangre.
Blanchot

14.10.05





Rizoma
23 de julio de 1932,
Montevideo
Estimado Jorge:
I
Te escribo porque no puedo escribirte. Incluso tengo que ser breve (pero, aunque sea, quería decirte esto, alcanzarte algunas palabras, que sepas que estoy mejor). Tengo que escribir cartas (muchas cartas) y no doy a basto. No nos encontramos más en los bares usuales porque he dejado de ir: estoy muy ocupado. Sé que como amigo te preocupás (haberme visto tan pálido, tan desprolijo las últimas veces te habrá alarmado). Te escribo esta carta para decirte que no puedo escribirte una carta todavía. Al menos te envío el dinero de la fianza. Y te explico un poco: el cartero no tenía nada que ver, nunca quise lastimarlo: fue una circunstancia desgraciada. Mi cabeza simplemente no estaba donde debía. Me sentía perseguido, asfixiado. De todos modos, no era para tanto: apenas lo empujé un poco.
II
¿Te acordás de aquella muchacha que no dejaba de acosarme? Descubrí la manera de perderla. Y en eso trabajo mis horas. Creo que el método es tan perfecto que lograré finalmente mantenerla distante. A ella y a quien se me antoje. Es bastante simple, aunque - eso sí - requiere un cambio de profesión. Y mucha dedicación.
III
Recordarás que a pesar de mis secos rehusamientos y desdenes esa muchacha se empeñaba en acercarse a mí, y como no tenía otro modo que el de escribirme (yo no asistía donde sabía que ella podía estar, y si la divisaba por las calles, me daba a la fuga), me agobiaba con cartas. No podrías imaginarte la cantidad de cartas: dos o tres por día (hubo veces que el tráfico llegó a veintidos). Ese bombardeo epistolar no tenía otro objeto que el chantaje: sus palabras, calculadas mezquinamente, eran lanzadas hacia mí como uñas afiladas con la pretensión de arrancarme una respuesta - es decir, mi atención, algunas miradas o momentos de mi vida, en definitiva: mi sangre-. Escribe con sangre - dice Zarathustra - y aprenderás que la sangre es espíritu. Su caligrafía misma era vampírica.
IV
Meses viví angustiado por este episodio. Traté de deshacerme de ella al principio con gentiles cartas, después con rotundas negativas (amargas e hirientes) o ya el brusco reclamo de abuso de confianza o falta de verguenza y recato. Ella aprovechaba mis respuestas para llegar a mí: me escribía cada vez más, me hablaba de su pena, de las noches de la angustia, me enviaba poemas eróticos - y algunos directamente obscenos -, me hablaba de mí mismo, me moldeaba y reinventaba como quería y todo no era más que una maquinaria para forzarme a leerla, para sostenerme ante ella, prisionero.
V
Ya sé: me dirás lo mismo: ¿por qué no simplemente dejar de responderle? ¿Acaso crees que no lo intenté? Era inútil: si yo no respondía las cartas seguían llegando, cada vez en mayor volúmen. Con pavor yo seguía el sonido opaco de los pasos del cartero por el largo pasillo hasta mi puerta. Lo oía detenerse frente a mí (divididos apenas por una frágil madera), veía dos oscuridades bajo la puerta cortando la luz: ¡no puedo decirte lo horroroso que era ver las cartas deslizándose en mi departamento! Callar es una manera de expresarse cuya ilegitimidad nos relanza a la palabra (la frase es de Blanchot, un francés que debe estar por nacer y será famoso en los setenta). Con mi silencio ella podía hacer lo que quisiese: escarbarlo, doblarlo, inventarle diversos motivos que luego desarrollaría en más y más cartas. Ella respondía a mi ausencia de respuesta multiplicando la correspondencia: si me descuidaba la puerta de mi hogar quedaba bloqueada, los sobres de las cartas la atascaban y yo tenía que quedarme encerrado, contemplando esas afiladas letras ajenas, esas tantas palabras que me enredaban y comprometían, tapando ya las ventanas, atragantandome. No importa qué decían (muchas veces no decían nada) siempre eran la demanda de mi respuesta: aun cuando directamente nunca la reclamaran. No tenía salida. Ella me llevaba allí donde yo no quería ir y me retenía. Me apresaban frente a ellas, las cartas me chupaban el alma.
VI
Mi situación era desoladora. ¿Imaginás el peligro de mi condición? Miles de cartas que hablaban de mí, que eran escritas para mí dando vueltas por la ciudad, (o por mi cuarto, o por mi cabeza: da lo mismo). Si no las enfrentaba, si no las desmentía podían devorarme, volverse reales, arrastrarme hasta su mundo; ser tan parte de mí como mi infancia o las conversaciones con amigos. No sabemos donde termina la palabra escrita: por eso es temible. Si las dejaba por ahí, o tiraba las cartas, podían ser encontradas por cualquiera. Quién sabe de qué manera pérfida podría llegar a usarlas. Si las rompía, alguien - o el mismo viento - podría restaurarlas. Incluso podían ser pegadas sin lograr el original, formando una nueva historia - y esto podía ser más terrible aun -. Si las quemaba, el humo de la tinta podía oscurecer las ciudades. La llamarada saldría de mi casa, me delataría. Además, corría el riesgo de que también ardiera lo que las palabras nombraran. Hubiese sido una catástrofe, el principio de algo espantoso.
VI y 1/2
Tengo este tipo de pruritos, y no sé diluir la ansiedad. Si hubiese vivido en el futuro, me atribularía desconsoladamente si, por ejemplo, sonase el teléfono y yo, llegando tarde, me terminase quedando, con el tubo en la mano, sin saber quién había sido el que llamaba. Me aferraría a esa incertidumbre como a un enigma del que dependiera mi vida. Y no podría moverme.
VII
Viví esa época como una enfermedad. Ya que mi silencio atraía todo su lenguaje, tuve que intentar otras cosas. Olvidé las formas de la cortesía: la maltraté, la insulté; pero ella siempre respondía con cariño, con tierna, abominable sumisión. Me decía que yo tenía razón, que el amor que sentía por mí la desdoblaba; pero que si yo le permitía, me salvaría de todas las asperezas de los días. Usé mil artimañas para herirla: le di cita en lugares hostiles para luego no presentarme, le impuse mil tareas arduas para probar su amor, hablé mal de ella a sus vecinos, la amenacé, le rogué, me hice pasar por un monstruo y llegué a dejar, durante veinte días, cada noche, flores muertas en su puerta. Nada sirvió. A decir verdad, ella usó todo lo que hice como material para sus cartas. Me decía que mi empeño por resistirme era mi manera de descreer de la imperiosa, celestial verdad. Su perseveracia era inhumana. Todo lo que yo le dijera - por más horrible que fuese - volvía a mí desfigurado, transformado en formas de interesarme por ella, de atarme a ella. Sea como fuese, me había vuelto un rehén de sus cartas: a través de esas cartas ella me sujetaba, me movía. Su opresión, su dominio era cada vez más absoluto y mi resistencia se debilitaba rápidamente, en cada palabra (no importaba ya quien de los dos la escribiese).
VIII
Tuve fiebre, y me costaba comer: no tenía hambre. Ni ganas de nada. Esa muchacha - sus diabólicas cartas - fueron el motivo por el que me encontraste tan pálido la última vez que cenamos. En mi punto más bajo, consideré dos iniquidades: matarla o casarme con ella. Era tal la desesperación que no lograba otras opciones.
VIII y 1/2
Ya lo sabemos: las mujeres que aman son terribles. Son aburridas cuando lo aman a otro, y despiadadas cuando lo aman a uno. Esta muchacha había urdido una red letal: el sentido de sus palabras no me decía nada - no me simpatizaba, no me convencía: ni siquiera me provocaba lástima -; era como leer una música monótona. Pero esa bruta invasión, esa oscura estrategia epistolar me cercaba. Por cada rendija se colaba en mi hogar una frase, me acechaban desde el pasillo el rumor de las cartas escribiendose. Hasta llegó a mandarle cartas a mis amigos hablándoles de su amor por mí, o reenviaba las violentas cartas de mi hastío a conocidos que ya después me evitaban en los bares, o cruzaban la calle si me veían, considerándome seguramente un animal. Y de hecho, eso es lo que era: un animal. En eso me había convertido. Después de todo, ¿qué se puede hacer con un amor así?
IX
Fue en una amarga depresión - te diría: propiamente en el delirio - que logré la respuesta a mi congoja. Era simple: tenía que usar sus armas. Y tenía que ser despiadado. Le escribí una carta - le dije cualquier cosa, no importaba - y antes de que respondiera, le escribí otra. ¿Entendés la maniobra? Descubrí que a las cartas no hay que responderlas: hay que escribirlas (la diferencia es abismal). Apenas le enviaba una carta, le escribía otra y (este es el centro de la cuestión) la enviaba antes de que ella me respondiese (a veces enviaba las dos juntas). De esta manera, ella estaba siempre una carta retrasada. Si me llegaba una carta de ella, ya era estéril: venía a mí muerta y yo tranquilamente podía romperla en mil pedazos; porque ya había salido otra carta mía trastocando las cosas con todos mis fantasmas.
X
Descubrí cómo funciona la máquina epistolar: me restaba un movimiento: había que dar vuelta la trampa y había que hacerlo de modo categórico, irreversible. Tenía que escribirle, pero evitar la tentación de ingresar en un diálogo. No era tan sencillo: tuve que volverme un escritor (ese fue uno de los sacrificios, pero algo tenía que ceder para salvarme). Tuve que engendrar una obra. Si decía algo, me desdecía en la carta siguiente, o modificaba la historia que había contado en una carta anterior, la contaba distinto, o la mezclaba con otra carta que había escrito semanas atrás. Escribía una carta, y la desmentía en la carta siguiente. A veces escribía una carta, y le ponía fecha de unos días atrás, o de una semana. O le hablaba de una carta que nunca le envié (que ni siquiera escribí) para que ella entendiese que por lo menos una carta se había perdido en el camino entre nosotros, y (que es lo mismo) que todo permanecería siempre inaprehensible porque todo se deslizaba permanentemente hacia el abismo: no había modo de encontrarnos. Era una calculada telaraña. Un proyecto para la locura. No había manera de responderle a eso: yo mismo iba cambiando de mil formas. Lo interesante es que ninguna carta anulaba a las otras: al contrario, las multiplicada. Así yo iba fabricando un ejército de dobles míos: era como abrir heridas en la realidad. Cada carta mía era una fisura en la imagen que ella tenía de mí. De esas fisuras chorreaban historias mías que se contradecían entre sí, pero que no se apagaban. Más bien se enredaban, se cruzaban: cada carta era una pieza que iba modificando a las otras, obligándolas a vincularse de manera distinta, a significar otra cosa. La máquina era dinámica: nunca se quedaba quieta; inapresable se extraviaba antes de que pudiese ser dominada, y ya era otra cosa, y era imposible. Lentamente se cerraba alrededor del lector. Como un teatro de sombras chinas.
XI
También las cartas previenen de que la muchacha loca venga a golpear mi puerta. Escribir cartas es siempre la postergación del encuentro: la invención de obstáculos entre el remitente y el destinatario. Mientras la maquinaria se mantuviese indescifrable, yo quedaría lejos. Por ejemplo: si te sigo escribiendo, no nos veremos nunca.
XII
Siento que tras cada carta escrita me voy apropiando de la sangre que perdí (y que necesito, porque todavía estoy pálido y flaco). Lo que no sé es si esa sangre es mía o de ella. No importa: es sangre. Y la necesito.
Me dirás - ya te estoy escuchando - que si estos terminos no son un poco monstruosos. Tal vez: pero eso es bueno. Si entendí cómo funcionan las cartas, si pude dar vuelta la maquinaria, es forzoso que tenga algo de vampiro.
(Y funciona. Logré deshacerme de un tipo al que le debía plata y de una tía pesada. Ya no los veo, y sé que ellos no me buscan. De vez en cuando les envío una carta. Podría cruzarlos por la calle, claro, pero ya no camino las calles: tengo mucho que hacer sobre mi escritorio. Sólo pensar en la vida allá afuera me dá vértigo: todos están demasiado cerca)
XIII
Ella sustituyó su amor con la carta de amor; yo cambié mi celda por este proyecto epistolar. Es por esto que por ahora no puedo verte, ni puedo responder a tu cartas. No tengo tiempo. Por eso tuve que renunciar al trabajo. Este proyecto se lleva todas mis horas. Es la única manera que tengo de ser libre.
*
____________________________________
Basado en el capítulo 4 de Kafka. Por una literatura menor. De Deleuze y Guattari.
pero tampoco como para culparlos.
el cuadro, de Munch.

12.10.05

____

Hora, te alejas de mí.
Tu batir de alas me hiere.
Sólo, ¿qué debo hacer con mi boca?
¿qué de mi noche y mi día?
.
No tengo amada, no tengo hogar,
lugar ninguno donde vivir.
Todo cuanto tocan mis manos
se enriquece a mis expensas.
_______
Un poema de Rilke. Se llama El poeta, y no sé porqué justo esta tarde.
Tal vez tenga que ver con esto de sentir que cada contacto logrado con cualquiera de las paredes de la vida es una vertiente por la cuál algo mío se derrama en vano, hacia ninguna parte; y cada vez que vuelvo a mí o a mi casa, ando con la sombra más pesada por las escaleras del regreso y todo está más seco que la última vez que me miré. Pero no sé: lo cierto es que justo esta tarde reincido en él aunque no tenga tanto que ver (y un poco me apene usar versos ajenos y preciosos para titular mi revisionismo anímico).
La pluma, al fin de cuentas, la mueve la vanidad.
Pero tampoco es necesario leer tanto, enredarse con el narciso del otro: basta con llegar hasta: Tal vez tenga que ver con esto de sentir... Ya está ahí todo dicho, y el resto sí tiene una cadencia con hedor lindante a la vanidad.

8.10.05



Fue recién cuando quiso secarse el sudor de la frente que sintió la sangre espesa deslizándose a lentos borbotones, manchando el escritorio de caoba, los asientos contables, la calculadora, recorriendo los pasillos, los mocasines de los compañeros, bajando los peldaños de las escaleras hasta las avenidas. Tuvo que aflojarse la corbata para alcanzar un poco de aire, inútilmente. De la oficina salía un niño, vio su espaldita alejándose tranquila, y algunas gotas rojas que bajaban del cuchillo que cerraba su mano.

- Mirá lo que hiciste de mí – le dijo uno a otro.
*
(De acuerdo, no es memorable. Cuestiones nostálgicas permiten que este breve texto llegue al cuaderno - después de todo se trata de un proyecto residual -. Lo encontré en una libreta vieja; debí haberlo escrito a los dieciseis años, tal vez a los quince, en el margen de un cuaderno de economía. Desde aquí - desde mi ronco cansancio actual y todos los gestos que aprendí para evitar mi rostro y las maletas hinchadas de sombras - me resulta ingenuo, y acaso demasiado moral; pero de un aire pesadillesco recurrente, que llega precisamente como un goce: la fascinación del descubrimiento de la sangre aun al costo de sangrar. Por lo menos confirma que mi desprecio por los sistemas que rigen el curso de las vidas no está imbricado en inestables modas.)
*

Por otra parte (tal vez):
Milena Jesenka escribe sobre Kafka:

Un hombre condenado a mirar el mundo con una claridad tan lúcida que éste le resultó intolerable, encaminándolo hacia la muerte.
_______________

7.10.05


una carta de Kafka a Milena.
Hacía mucho que no le escribía, Milena, y hoy mismo sólo le escribo por casualidad. No hay necesidad de que me disculpe por mi silencio, usted sabe cómo odio las cartas. Toda la desdicha de mi vida proviene, si se quiere, de las cartas, o de la posibilidad de escribirlas. Y con esto no me quiero quejar, sino formular una observación instructiva. Muy pocas veces me ha engañado una persona: las cartas siempre me engañan. Y no sólo la de los otros, sino también las mías. En mi caso es una desgracia muy particular de la que prefiero no seguir hablando: pero, al mismo tiempo, es una desdicha general. La facilidad de escribir cartas tiene que haber traído al mundo - considerado desde un punto de vista teórico - una terrible pertubación para las almas. Porque es una relación con fantasmas - y no sólo con el fantasma del destinatario, sino también con el propio - la que se va gestando debajo de la mano que escribe, en esa carta, y más aun en una serie de cartas de las cuales una corrobora a la otra y puede apelar a ella como testigo. ¡A quién se le ocurrió que la gente puede mantener relaciones por correspondencia! Uno puede pensar en un persona ausente y puede tocar a una persona presente; todo lo demás supera las fuerzas humanas. Pero escribir cartas significa desnudarse ante los fantasmas, cosa que ellos aguardan con avidez. Los besos escritos no llegan a destino, son bebidos por los fantasmas en el camino. Y esa abundante alimentación hace que los fantasmas se multipliquen en forma desmesurada. La humanidad lo percibe y lucha contra eso; para eliminar en lo posible todo lo fantasmal que se interpone entre los hombres y para lograr una comunicación natural, para recuperar la paz de las almas, ha inventado el ferrocarril, el automóvil, el aeroplano. Pero ya es tarde; es obvio que esos inventos han surgido en plena caída. La otra parte es mucho más serena y fuerte: después del correo inventó el telégrafo, el teléfono, la telegrafía sin hilo (etc). Los fantasmas no morirán de hambre, pero nosotros sucumbiremos.
(...)
Pero a ellos se los reconoce también en las excepciones. Porque a veces dejan una carta sin interferir y esa mano llega como una mano amiga, ligera y tierna, a depositarse entre las nuestras. Y bien, es probable que sólo se trate de un espejismo y quizás esos casos sean los más peligrosos y haya que cuidarse de ellos más que de los otros. Pero si se trata de un fraude, el engaño es perfecto.
(...) De todo lo dicho surge que las cartas son un excelente remedio antisueño. ¡En qué estado llegan! Resecas, vacías e irritantes, una alegría fugaz seguida de un largo sufrimiento. Mientras uno las lee, olvidado de sí mismo, el resto de sueño que uno conservaba levanta vuelo y huye por la ventana abierta para no regresar por mucho tiempo. Por eso dejamos de escribirnos. (...) Quizá seas la persona a la cual con mayor gusto escribo (en la medida en que se puede escribir con gusto; pero estas palabras sólo están destinadas a los fantasmas que asedian mi escritorio con avidez).
Una carta de amor
y de los tres puntos suspensivos que siempre deberían seguir a esa palabra



3.10.05




Tuve que despertarme a horarios hostiles, tuve que vestirme de persona y tuve que pagar cuentas, hacer largas colas, tirarme a un costado de las paredes de las oficinas para dedicarme a la espera sin que mi cuerpo entorpeciera el flujo de la civilización, tuve que discutir tarifas con empleados de telefónicas, tuve que soportar los gestos ensayados de los empleados de las telefónicas, que me parecían muñecos rotos, que me parecía que cuando por las noches se desprendieran de sus trajes y sus zapatos para ir a dormir, con las ropas también se irían sus caras y manos, y ya no quedaría nada de ellos que estuviese vivo, tuve que subir y bajar de colectivos, de subtes, tuve que llevar papeles de un sitio hacia otro, que iniciar trámites lentos que producirán para concluirse, nuevos, infinitos trámites, tuve que decir muchas palabras a mucha gente vestida de gente, palabras huecas y ajenas, y si por acaso me escuchaba hablar a mi mísmo, no lograba reconocer esa voz fútil, en muchos ascensores subí y bajé y en ningún punto me pareció estar llegando a alguna parte. Cuando se me juntaron un par de minutos vacíos, los dejé en un bar, frente a una lágrima tibia y al cuaderno abierto donde ahora escribo estas cosas (aunque entonces no pude escribir nada; tal vez porque mientras lo vivía, el día no me parecía monstruoso). Después tuve que seguir, tuve que hacer cosas parecidas a las que venía haciendo, que insertarme en el medio de la urbanidad (que tiene su centro en todas partes, en cada una de sus partes). Tuve que ser muchas cosas que no tenían nada que ver conmigo. Dislocarme.
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De esa materia está hecha la normalidad. Pude cumplir con ese vaivén urbano sin demasiada torpeza, y hasta incluso mis pasos tenían de cuando en cuando, si no les prestaba atención, la firmeza de quién está yendo a un lado preciso, de quién tiene una razón severa para moverse o es esperado en algún lugar. Cosas así dan la apariencia de una vida justificada. La velocidad que requerí para participar de ese mundo abolió todo contacto con la reflexión. Lejos de mí, pude hacer esas cosas. Pero de haberme visto, me hubiese aterrado.

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Cuando el día pasó, sin dejar nada excepto mi cuerpo cansado, y pude sentir en un instante diminuto de la oscuridad de mi habitación todos mis movimientos y gestos diurnos de una sola vez, solamente pude preguntarme: ¿en qué momento fue que yo me volví real?
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Y todas las cosas irreversiblemente así.

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