3.10.05




Tuve que despertarme a horarios hostiles, tuve que vestirme de persona y tuve que pagar cuentas, hacer largas colas, tirarme a un costado de las paredes de las oficinas para dedicarme a la espera sin que mi cuerpo entorpeciera el flujo de la civilización, tuve que discutir tarifas con empleados de telefónicas, tuve que soportar los gestos ensayados de los empleados de las telefónicas, que me parecían muñecos rotos, que me parecía que cuando por las noches se desprendieran de sus trajes y sus zapatos para ir a dormir, con las ropas también se irían sus caras y manos, y ya no quedaría nada de ellos que estuviese vivo, tuve que subir y bajar de colectivos, de subtes, tuve que llevar papeles de un sitio hacia otro, que iniciar trámites lentos que producirán para concluirse, nuevos, infinitos trámites, tuve que decir muchas palabras a mucha gente vestida de gente, palabras huecas y ajenas, y si por acaso me escuchaba hablar a mi mísmo, no lograba reconocer esa voz fútil, en muchos ascensores subí y bajé y en ningún punto me pareció estar llegando a alguna parte. Cuando se me juntaron un par de minutos vacíos, los dejé en un bar, frente a una lágrima tibia y al cuaderno abierto donde ahora escribo estas cosas (aunque entonces no pude escribir nada; tal vez porque mientras lo vivía, el día no me parecía monstruoso). Después tuve que seguir, tuve que hacer cosas parecidas a las que venía haciendo, que insertarme en el medio de la urbanidad (que tiene su centro en todas partes, en cada una de sus partes). Tuve que ser muchas cosas que no tenían nada que ver conmigo. Dislocarme.
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De esa materia está hecha la normalidad. Pude cumplir con ese vaivén urbano sin demasiada torpeza, y hasta incluso mis pasos tenían de cuando en cuando, si no les prestaba atención, la firmeza de quién está yendo a un lado preciso, de quién tiene una razón severa para moverse o es esperado en algún lugar. Cosas así dan la apariencia de una vida justificada. La velocidad que requerí para participar de ese mundo abolió todo contacto con la reflexión. Lejos de mí, pude hacer esas cosas. Pero de haberme visto, me hubiese aterrado.

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Cuando el día pasó, sin dejar nada excepto mi cuerpo cansado, y pude sentir en un instante diminuto de la oscuridad de mi habitación todos mis movimientos y gestos diurnos de una sola vez, solamente pude preguntarme: ¿en qué momento fue que yo me volví real?
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Y todas las cosas irreversiblemente así.

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