8.10.05



Fue recién cuando quiso secarse el sudor de la frente que sintió la sangre espesa deslizándose a lentos borbotones, manchando el escritorio de caoba, los asientos contables, la calculadora, recorriendo los pasillos, los mocasines de los compañeros, bajando los peldaños de las escaleras hasta las avenidas. Tuvo que aflojarse la corbata para alcanzar un poco de aire, inútilmente. De la oficina salía un niño, vio su espaldita alejándose tranquila, y algunas gotas rojas que bajaban del cuchillo que cerraba su mano.

- Mirá lo que hiciste de mí – le dijo uno a otro.
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(De acuerdo, no es memorable. Cuestiones nostálgicas permiten que este breve texto llegue al cuaderno - después de todo se trata de un proyecto residual -. Lo encontré en una libreta vieja; debí haberlo escrito a los dieciseis años, tal vez a los quince, en el margen de un cuaderno de economía. Desde aquí - desde mi ronco cansancio actual y todos los gestos que aprendí para evitar mi rostro y las maletas hinchadas de sombras - me resulta ingenuo, y acaso demasiado moral; pero de un aire pesadillesco recurrente, que llega precisamente como un goce: la fascinación del descubrimiento de la sangre aun al costo de sangrar. Por lo menos confirma que mi desprecio por los sistemas que rigen el curso de las vidas no está imbricado en inestables modas.)
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Por otra parte (tal vez):
Milena Jesenka escribe sobre Kafka:

Un hombre condenado a mirar el mundo con una claridad tan lúcida que éste le resultó intolerable, encaminándolo hacia la muerte.
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