Yo no suelo detenerme en el innumerable presente. Es nunca susceptible de comprensión, y generalmente sus figuras me son frugales: carecen de la niebla y la mística que el cruce del río del tiempo le agrega; las cosas son demasiado precisas, hacen ruido, son noticias.
Sin embargo, en el tiempo de mis días le he dado siempre vital importancia a ese lenguaje del alma que son las lágrimas: se sabe, yo siento que las únicas verdades asequibles son las enunciadas fisiológicamente en un idioma que es preciso aprender a leer. Por ese muchacho hoy roto he llorado yo sobre mi cama sin saber por qué lloraba. Nunca lo ví, ni siquiera habitaba el espectro de espectadores que consumían su figura pública. Siempre me cayó simpático, siempre lo sentí cerca; no quiero, de todos modos, ofrecerme sentimental a los delirios de proximidad que los medios erigen, generando la ilusión de acercar al ciudadano tipo a la farándula, a las celebrities.
¿Importa que mi llanto sea motivado por razones banales? Me parece más interesante interrogar esa mojada sal: hundirme en mis vetustos mecanismos para ver si entiendo (como Barthes: abro un reloj porque quiero comprender - hacer mío - lo que es el tiempo, esa ceniza).
Algo me deja irremediablemente triste en esa partida, que no puedo sino entender como prematura –aunque la senda del destino sea inescrutable y las cosas suceden en su tramado sitio. La anécdota es ya distante; y sin embargo, de vez en cuando me acuerdo, como dudando. Si escribo estas palabras, es precisamente para encontrar aquello que ha vibrado en mí, para que no se disuelva entre las tandas publicitarias.