1.11.11

páginas de autoconfesión

el devenir en monstruo (salvación)


Días extraños en los que entro en la vigilia con el lamento de no haber despertado, como Samsa, transformado en un insecto. Siento que esa es la única manera de verme librado de las mezquinas demandas de la realidad, de las fútiles obligaciones cotidianas. Como si solamente amparado en la estructura de un monstruo (un alucinado, un completo enajenado, irreconciliable con la imagen humana y no estos vagos brotes de espástico delirio a los que estoy acostumbrado y prostituyo en literatura) podría silenciar los hilos coercitivos que restringen el pulso de mi deseo y mueven la inerte marioneta de mi cuerpo extenuado por un sino de hastío y desasosiego, forzado a ser quien no quiero, a sostener mi rostro frente a un espejo roto hasta que esa imagen astillada se inscriba en mi sangre. Como si la única fuga – la única respuesta – que puedo articular ante la indeclinable marejada posmoderna fuese tornarme (de algún modo: evolucionar) en un desfigurado, un portador de una atrofia bárbara (babélica) e irreversible, de modo que no quedase en mí rastro – ni físico ni psíquico – que permitiese al orden de cosas recuperarme como súbdito, como persona.

Creo que ya es un poco así: el perseverante y crónico ejercicio de la literatura y el imperio mórbido de una soledad ininterrumpida y patológica endurecen sobre mí un caparazón que aísla y protege (y encierra); y es volverse un poco insecto, un poco monstruo.

*

(Es natural: la exigencia de la escritura impone quemar el propio cuerpo, junto con todas las imágenes del alma: el escritor nunca sobrevive a su obra: arde en ella como en una oscura hoguera de la que solamente puede devenir en monstruo (alguien que sintió la verdad).)


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