10.1.05

Ella siempre se ponía pantalones horribles. Y él nunca dejaba de marcarlo. Como si fuese un pecado o una traición (tenía, par dar cuenta de su denuncia, una amplia gama de sarcasmos punzantes; ella nunca llegó a conocerlos todos). No es que fueran categóricamente horribles. Eran comunes. El decía que tapaban su belleza. Ella decía que no le interesaba exhibirla; que en todo caso seleccionaría sus espectadores, y no la ofertaría masivamente. No exhibirla, decía él, pero sí enmarcarla. No revelarla, sino (leve) insinuarla.
Cuando se encontraban - por casualidad en reuniones de amigos comunes, o premiers cinematográficas, una vez en el teatro, dos en costanera sur - el tema de los pantalones solía salir en cualquier tipo de discusión. No eran el tópico central, pero de alguna manera se colaba, como un suave detalle que infería en los argumentos (que estaba subrepticiamente cifrado, decía él).
Eventualmente, se perdieron. A cada uno le queda un par de recuerdos que poco suele revisitar, algunos lugares donde se encontraron, fotos viejas de ceremonias ajenas y libros que no se devolvieron o no llegaron a prestarse. No piensan, mayormente, el uno en el otro - alguna nostalgia ocasional, según cómo baja el atardecer, según el matiz del gris entre la lluvia -. La gente se pierde; las distancias urgen - lobos hechos de tiempo - avanzando sutilmente desde los pliegues más recónditos de la ausencia que parecía casualidad.
De seguro, los pantalones horribles no fueron el motivo de ruptura. Simplemente, dejaron de encontrarse, olvidaron los amigos comunes, frecuentaron, un poco sin saberlo, una organización de la vida apenas distinta. No fue por el pantalón; nadie sabe, de todos modos, de qué manera habrá contribuido ese minúsculo detalle.
Lo que siento que justifica mis palabras es ese detalle perdido (mi afición irreparable por el territorio de lo nunca sucedido ha sido mi enfermedad más honda). Cuando él se refería a sus pantalones horribles, ella siempre pensaba "entonces sacámelos" o, más sutil "precisamente los elegí tan horribles para que me los sacaras". Siempre, sin embargo respondió otra cosa.
Supe que él tampoco despreciaba estéticamente esa particular vestimenta. Su verdadero desdén era otro: esos pantalones eran horribles porque la cubrían, porque la dividían de él.
De este desencuentro habrán surgido muchas cosas ( se habrán casado, tenido hijos, mudado a tal parte, acostado con tal otro, tenido determinada nostalgia, llegado tarde a este u otro destino que tan solo habrá alimentado una distancia que nadie contabiliza, etc). Son tan poco interesantes que no puedo imaginar quien va a escribirlas.
En realidad bien sé quien va a escribirlas. No me conviene aun hacerme de enemigos accidentalmente prestigiosos.
Esto, callado y perdido, es para mí como una huella, sutil y precisa, de lo frágil de la constitución de nuestro presente: la levedad del ser, insistiría el segundo K. Realmente, no sabemos qué pequeño malentendido nos lleva a pasar de tal manera las horas.