3.9.06

lentejuela

Papel viejo. Encuentro un cuaderno (tapa azul, dura; las hojas un poco amarillentas - el tiempo -) en el fondo del placard. Es de hace años (1998), comprada en Río de Janeiro para cumplir la sujeción de ideas e impresiones que brotaran de mi recorrido por la ciudad. Por ese entonces me parece que yo ya sospechaba la inutilidad de los viajes: si por algún lado habría de caminar, sería por mí; si verdaderamente es posible perderse, es enredado en la tiniebla que exhala el propio silencio. Transcribo una página de un atardecer de Leblon.

El atardecer se posa sobre mí como un veneno, un espejo (como los polos opuestos se atraen hacia mí mismo atraigo mi mirar). El mar, ese brebaje antiquísimo con piel de serpiente, facilita la tristeza. No soy principiante en la marea de angustias potenciales: intento una huída. Estoy sentado en una pequeña montaña de rocas: debajo, las olas se rompen. Estoy cansado de tantos pasos dados, y recién despierto de una improvisada siesta sobre la arena. Estoy quieto: no tengo ánimo más que para estar sentado. Y mirar. Detrás de la distancia (detrás de este mar) un morro divide la acompasada calma del océano. Sobre él, centenares de diminutas luces resplandecen, amontonadas: como el cielo de una noche desvelada. Podría permitirme especulaciones poéticas pero ya sé que se trata de favelas, de cetenares de diminutos hogares virados lentejuela por la lejanía.
Me quedo pensando si la distancia no hace que todo se vuelva espectáculo.
Y otra vez me parece irreal que la vida - vida real, vida pura, vida cada día vivida, vida otra - suceda en tantas partes, con esa simultaneidad vertiginosa. Pero creo que lo que me sorprende es otra cosa. Nada me cansa como este trabajo de ser yo, este esfuerzo que hago sobre mí para los otros de ser siempre yo.
´98

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