11.9.06

la soledad de la Literatura

apuntes para la máquina literaria
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El carácter impenetrable de la máquina literaria (su existencia como forma – bella, seductora – y nunca como sustancia) queda inscripto, como metáfora perezosa que es preciso intervenir, en una breve leyenda de La construcción de la muralla china, de Kafka. No seré yo quien coloque el resultado de esta decodificación en la inagotable voz kafkiana. Ya bastante tiene con haber inventado el siglo xx. Apenas si esbozaré un frágil teorema: tampoco diré que me pertenece: el cadáver de Kafka es la última profecía y, según parece, todo lo integra, todo lo nombra.

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El destino de la literatura, el mensaje, queda develado (y encriptado, codificado, postergado para siempre) en este texto.
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Se emite un mensaje (la literatura). Se dice como un murmullo, para aliviar las músicas de su transporte y, vanamente, ansiar que brote la savia esencial. El mensaje es para vos, un “mísero súbdito”, una “sombra minúscula”, un lector. Este mensaje le es dado al mensajero (el lenguaje), que lo carga y lo lleva. El mensajero debe arrodillarse (debe suspender el bullicio de su propia frivolidad coloquial) para ser digno de recibir el mensaje. El emisor, el escritor, le pide que al mensajero que repita el mensaje, para cerciorarse de que ha comprendido y sabrá reproducirlo. Pero el escritor está ya en su lecho de muerte, como siempre que escribe, como siempre que corrige lo que escribió. Aprueba el mensaje – levemente asiente con la cabeza -, pero porque no tiene ya fuerzas para rehacerlo ni para repetirlo.

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Para el mensajero este mensaje es la misión más importante, y la más complicada. El mensaje justifica la existencia del mensajero: sin ese mensaje, no tendría razón de ser, perecería de intrascendencia, desintegrado antes que su cuerpo, obsoleto.

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Entonces el mensajero se esfuerza, se abre camino. Los obstáculos le alcanzan uno tras otro, pareciera que nacen a su paso: y lo demoran infinitamente. Son los obstáculos propios de la (ilusión de la) comunicación: el ruido, la propia vida sucediendo, la irredimible distancia hacia el otro, la falta de pericia en el uso del lenguaje o la incapacidad de ingresar en el idioma del oyente, la soledad, el acostumbramiento a las reiteraciones de la superficie del lenguaje, el lenguaje que habla solo y utiliza, como un ventrílocuo a su muñeco, la boca de un sujeto, los tantos acostumbrados a que el lenguaje tome de rehén a sus usuarios y ya no escuchan, etc. Kafka nos avisa que los obstáculos son terribles, y que, aunque el mensajero sortee el primero, el segundo, aun el tercero – que son imposibles de superar -, no le serviría de nada, porque todavía le quedan centenares, cada uno tan infranqueable como el anterior.

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El lenguaje luchará. Se nos dice “es fuerte, incansable; un nadador sin igual”. Con lo que pueda se abrirá camino; dará la lucha del silencio sustancial contra el bullicio vacío.
Y fracasará. Una y otra vez, fracasará.

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La literatura es siempre el mensaje de un muerto, de un paria, de un extranjero (como nos dice Blanchot: el mensaje de un moribundo y sin verdad). El que escribe se sustrae de su propio tiempo, suspende la acción de su vida para vivir apenas en el pensamiento. A medida que teje frases, que urde párrafos va perdiendo la conciencia de su propio cuerpo, que desaparece tras cada palabra cedida al papel. Su soledad es perfecta. Y la perfección de esa soledad es indispensable para labrar cada sílaba. Es la misma perfección la que previene la comunicación del mensaje. La única herramienta que posee el escritor es el silencio, del que abusa incesantemente. Pero este silencio es, como toda cosa exterior, una apariencia, una fachada. Dentro del escritor bulle la fascinación del lenguaje como una tormenta incontenible. Escribir es una agonía serena. Es, de las formas de morirse, acaso la más lenta. Pero muy poco tiene que ver con la vida. Todo su trabajo depende del susurro fantasmático, del comercio con las cavernas más inferiores de la muerte. El escritor puede llegar – según sus dotes arquitectónicas – a erigir una forma que seduzca. Pero jamás realizará el deseo barthesiano de la escritura: ser amado. Y no lo hará porque el escritor siempre permanece inaprensible, ardiendo en la hoguera de su mensaje. Por eso ha empezado a escribir: para decir su mensaje; pero lo único que puede hacer son frases. Puede que lo distraigan un poco de la muerte circundante, pero no lo salvan. La literatura es el lado equivocado de la verdad.
Y el lenguaje no puede llegar a ningún lado con ese peso. Nadie podría abrirse paso entre la infinita muchedumbre de obstáculos que median entre el mensajero y el lector. “Y menos con el mensaje de un muerto”.

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El escritor, mientras escribe, es un moribundo. Después, terminado el texto, ya no le queda más pulso. Y es arrastrado hacia una realidad que lo niega. Es un hombre. O poco menos

8
Ese es el destino de la literatura. No llegará nunca a ninguna parte, no significará nada; pero “tu (el lector) te sientas en la ventana y sueñas con el mensaje cuando llega la noche”. Porque entre la emisión del mensaje y su naufragio, hay - siempre - una historia. Y esa historia es una mentira (porque leer es como soñar), y esa mentira está en vos (porque la literatura es una excitadora de sueños pero esa materia onírica ya habitaba en tu silencio) – dice Alberto Caeiro – “mi lector, mi hermano”.
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6 comentarios:

no apta para la humanidad dijo...

Debret Viana, hacía mucho que no visitaba tu página. No sabes cuánto me encantó esta reflexión. Me has hecho pensar mucho sobre el acto mismo de leer y escribir. El punto 7 en especial me llamó la atención, porque así mismo me he sentido mientras escribo, como si transito de una muerte a otra, como si algo de mí se desgarra...
bueno, dejo el discurso. simplemente me gustó mucho.
saludos

Anónimo dijo...

"...va perdiendo la conciencia de su propio cuerpo, que desaparece tras cada palabra cedida al papel..."

A mí me ocurre eso, (cuando me siento a leerte)

un abrazo. No deja de impresionarme tu manera de escribir.

Debret Viana dijo...

no apta: sugiero que incorpores Blanchot a Carver y Kawabata. Y sí, escribir es la puesta en escena de una muerte que duerme en nosotros mientras simulamos una vida. Te agradezco que hayas pasado, y responderé tu correo mañana mismo.

esencia: supongo que tener el poder de desvanecer toda presencia de realidad es un don precioso. pero es algo que solo puede hacer nacer un lector.
un abrazo para vos, y espero que esa impresión que te da mi escritura no sea funesta.

tzarel dijo...

Simbiosis anímica en la lectura, Debret Viana. Es lo que produce la lectura de sus posts.

Espectro y destello. Es una mezcla peligrosa a la que llegamos incesantemente, quienes transgredimos los linderos de la lógica, al entrar a lo que el emisor ofrece. Es posible la aventura y el desasosiego fusionados.



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Debret Viana, directamente le solicito sea el linkeamiento, recíproco.
Si acepta, me dará un motivo más para que la extraña iluminación
toque mi tiempo.

:) No se trata de una imagen a secas elogiosa.


Saludos Tzarianos.

Debret Viana dijo...

tzarel:
Por supuesto, he de aceptar. Delo por hecho.

su blog me resulta un ecléctico y desparejísimo diario de abismo, por cierto muy encantador.

Y en tanto a esas cosas que usted dice de Infimos Urbanos, pues no sabría qué responderle. Es realmente muy halagador, pero decir que adhiero a esos principios sería un gesto de soberbia monstruoso. Me contento con agradecerle enfáticamente. No que le agrade, puesto que con esto tengo poco que ver. Sino que se tome el trabajo de decirlo.
saludos.

Debret Viana dijo...

iuju!