Acaso sea esto lo único que me queda: falsificar las iconografías diseminadas de la cultura (refugiarme en las figuras discursivas de la cultura: haberlas aprehendido primero para saber cómo torcerlas, haberlas padecido para que las cicatrices mal cerradas del cuerpo sean la expresión de una voz que tartamudea frente al reflejo de su propia verdad) hasta haber agotado las maneras de decir lo mismo y sea - por fin - la hora definitiva de morir: de sacrificar las tímidas fuerzas de la vida por la omnipotencia espectral de una ausencia inagotable y así dejar que reboten incesantemente en la gramática de la máquina de escritura las frases que urdí en la soledad de la escritura, con la esperanza viral de contagio (vértiginoso), de ingreso en otras máquinas de discurso, abriendo heridas y líneas de fuga en cada cosa tranquila del mundo, ahora privado, para siempre, de quietud y de calma, como una última mueca herética, una programática herencia de venganza: que padezcan el aullido que vive en mi silencio - que me priva de una vida -, que sea como el viento invernal que recorre las calles ahora que yo mismo puedo prescindir de mí.
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Releyendo el breve texto pienso: en efecto, no puedo pensar mayor venganza (de orden metafísico, existencial) que forzar al otro a ser Yo.
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es como decir: la vida es una de las cosas más tristes que me pasaron.
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ví, allá afuera, en la ventana, un mundo
que no estaba de acuerdo conmigo, que me negaba
y mi inocencia empezó a pesarme.
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