31.12.05
30.12.05
29.12.05
28.12.05
only I (in the decay of the outsides)
Los otros disfrutan de la abundancia:
sólo yo parezco necesitarlo todo.
Mi espíritu parece un loco desatino,
¡un mundo propio de ignorancia y confusión!
Los triviales resplandecen como oros:
sólo yo encarno en gris.
Los vulgares disciernen como sabios:
sólo yo perduro en la torpeza;
displiciente, como quien se oculta;
sin gobierno al que asirse a la vida.
Todo el mundo parece tener metas;
sólo yo padezco de deslucido y tosco;
sólo yo soy otro que los demás.
(...)
25.12.05
el teatro de la crueldad
20.12.05
I
No sé.
Tengo que darte algunas palabras.
No sé si somos algo más que palabras. Así que sería como dar todo.
Mediamos nuestras figuras difusas con esa extraña moneda. Y lo que nos pasa no puede tener mucho que ver con la vigilia. Acaso nuestro territorio sea entre lo onírico y el puro delirio. ¿de qué otra materia podemos pretender el futuro?
III
Propongo: habría que establecer vínculos con todo aquello que destierre la realidad de nuestras pestañas. La idea del amor no es más que la plegaria por vivir un sueño: el enamorado nunca quiere despertar: con sombras e ilusiones endurece las paredes de su frágil burbuja. Pacientemente, trabaja en contra de amanecer. No sabe que es un labrador de bruma.
IV
Toda guardia es siempre vana. La daga siempre llega por el OTRO lado. El enamorado quiere la inmortalidad de lo que nunca tuvo. Por eso siempre muere asesinado en las manos de su amante (porque el amor salva, pero no salva de lo que se ama) o de la disminución de la fe (ya sabemos: un amante no tiene más que a su fe – es pura religión -: usa todo lo que pasa para fortificar la imagen de su amor hasta que todo lo que pasa la demuele).
V
Nosotros tenemos palabras. Aguas de sombra. Nuestros cuerpos hechos de palabras, tendidos laxamente en el espacio de una noche irreal, con sus botones tendidos en el teclado. Como escritores, niña, tenemos que ser falsos: la palabra es siempre una mentira, un intercesor. La sumatoria de imposturas revela el deseo latente. El deseo es la marca de una carencia: es decir, la brújula de las almas nobles. Esto es una manera de encontrarnos.
VII
Mentimos nuestras soledades: eso es una manera de encontrarnos.
X
Poco comprendo lo que acontece. Lo que pasa es las cosas siempre pasan sobre uno, aplastándolo. Por lo menos este tipo de brutas gemas, que entran para descomponer la estable monotonía de los días. Las horas caen como antes, una lluvia opaca que duerme todo pulso. Son pocas las cosas que nacen. Al menos cuando uno se empecina en ver muerte por todas partes. Entonces pasa esto de pensarte. Es una excusa para salirme de mí.
XII
Entre la madrugada. La tarea de adivinar tu voz entre la caligrafía fría de unas cartas que no respondí a tiempo. La ilusión de sentirte respirar cerca. Las ganas de romper todo lo que media, todo lo que interviene. Perder las máscaras. Hundirme en tus ojos lejanos. No sé. No tengo otra cosa que palabras para darte. Sería como darte todo. Pero aun así, quisiera que callemos juntos.
XV
El otro es una ilusión que nos pone en contacto con nuestra soledad. Espejo que retrata una pérdida. Así nos herimos contra el cristal (...).
(...)
12.12.05
como las aves que cruzan los cielos
y los siglos.
4.12.05
- semi final cut -
lo que la Ley o la Suerte no dieron...los arrojé a manos llenas al alma del hombre,
La hora del diablo
Fernando Pessoa
La vida es la búsqueda de lo imposible a través de lo inútil
Tarde
Primera parte
Segunda parte
Un baúl lleno de gente
La realidad, a medida que avanza, va derrotando cosas. Son esas, justamente, las que se alistan en las sombras, organizando su brumoso ejército nostálgico, su réplica fatal. Uno va y deja los juguetes que no le sirven - los que ya no sabe cómo usar - en el rincón más oscuro de la casa. ¿No es ingenuo suponer que no pondrán todas sus horas a afilar sus dientecitos, preparando la venganza? Pueden haber sido amables, inatacables por la malicia. Pero después de sorber años la espesa tiniebla no hay lo que no se ensombrezca.
He visto cosas tristes: viejitas paralizadas por el monstruo, detenidas viendo pasar una y otra vez episodios del ayer, como removiendo las gastadas cenizas que el viento desunió para siempre. El teatro de espectros que se mueve dentro de un armario es insondable. Una historia se paraliza, se atasca, se va desmembrando en lo que pudo haber sido. Cómo rugen esas bocas... yo siento el viento gélido cómo un dolor de muelas en la piel del lado de adentro del alma. Es un horror puro. Al menos, me digo para consolarme, tienen la excusa de haber andado mucho. Tienen mucho para arder.
Las cosas - aunque parezcan muertas - se van cargando de símbolos. Lo que fue una vez una bufanda para calmarnos los inviernos, puede ser en veinte años el reposo que una noche tuvo la fragancia de cierto amor perdido: o sea, algo peligroso, tal vez mortal. Un detalle minúsculo - una prenda que ya no se usa, una carta no enviada, una entrada a un recital - puede destapar las máscaras que cubren todas las apariencias, librando todo a la más áspera intemperie. De a uno - porque son pasos lentos, progresivos - se quemarán los velos que protegen al hombre de la verdad. Generalmente, una vez que la maquinaria comienza, ya no se detiene. Lo que deja detrás es una ceniza rancia, de lo que una vez fueron colores. Todo lo muerto una vez atesorado es escupido a la cara del prisionero de su sombra, que siente como si lo mordieran mil veces con mandíbulas agudas. Es como una hoguera de la que se desprende un humo infinito, pegajoso, que lentamente cubre a su espectador y lo desintegra.
2.12.05
30.11.05
29.11.05
Soy tu amor, soy tu muerte, soy la que te entiende, la que te descifra, soy tu víctima, tu vampiro, quiero que me cuides, que me tengas, que me partas, soy la serpiente, soy la casta acompañante del camino, la enfermera, la mucama, la asesina, la tibia esposa complaciente, soy tu puta.
Pero mi instante es efímero: todo goce es repentino, fugaz; solo queda de mí una pura pérdida, soy la ausencia que me mejora y multiplica: hoy habito en tu delirio.
Pero si yo no existiera...
Fragmento de Ruidosas Cenizas
Debret Viana
26.11.05
21.11.05
El límpísimo rencor de la hoja en blanco. Quieto, inmune de mí. Es casi como una risa que se alza en la madrugada. Si busco, le puedo ver los dientes a esa risa. Yo la quiero callar, veo películas, pongo muy alta la música. Pero me cuesta. Me cuesta no reencontrarme a lo largo de las horas con la pluma o con el cuaderno. Están siempre en entre el lugar donde estoy y el que quiero llegar. Entiendo que son emboscadas colocadas estratégicamente por mi ánimo.
*
No tengo consuelo, y soy como una especie de vagabundo en mi propia casa. No sé cómo enfrentarme a la mirada de la hoja vacía; es como una marea en la que me enredo. A veces me duermo, pero siempre termino regresando al mismo lugar, al escritorio, a la hoja en blanco. Los antibióticos no parecen servir para esto. Aunque sí es cierto que siento que me han idiotizado. No logro hacer nacer en mí una idea que amerite la sentencia de la palabra escrita. Yo me siento frente a la hoja en blanco. Intento garabatear algo. O simplemente volver a escritos que dejé antes inconclusos, frases sueltas. Me enfrento a la hoja en blanco, e inevitablemente, naufrago. Todavía me quedan historias que habían comenzado antes de la operación. Dan vueltas por mi cabeza. Sueño con ellas, o las digo a quien casualmente escuche, si suena el teléfono. Pero no llego a escribir una sóla palabra. Sé cómo empiezan, o comprendo cómo terminan, pero no logro trazar un puente que devenga en lo que ya sé.
*
Siento, de una manera un poco mística, un poco tonta. Un poco religiosa sobre todo. Siento que la tinta que desparramo sin sentido, esa que no acaba de formar nada específico. Esos intentos vanos, los devaneos de mi pluma. Son como mi sangre, perdiéndose vanamente (nota del editor: ilegible) un río negro ... con esas palabras que no van a ninguna parte. Como éstas.
*
Ni siquiera tengo el consuelo del delirio. Estoy hundido en mi triste lucidez, en un estado de profunda irrelevancia. Curo mi cuerpo, y sigo las indicanciones médicas. No logro, sin embargo, decir nada. Y muero por hacerlo. Me he vuelto el siervo de mi carne. Soy un escritor de ficciones. Esos objetos mágicos justifican los episodios banales de mi vida. Es extraño que este estado que es, digamos, la imposibilidad de la escritura, me lleva, me detiene aquí, en la narrativa de la imposibilidad de la escritura. Entiendo que es solamente una manera de consolarme: tengo que decir algo.
*
Amanece. Copio, para hacer de cuenta que escribo, pasajes de novelas o ensayos que voy leyendo. Sobre Kafka, escribe Blanchot: la mayor parte de su diario gira en torno a la lucha cotidiana que le es preciso sostener contra las cosas, conta los demás y contra sí mismo para poder llegar a este resultado: escribir unas palabras en su diario.
Antes, esos trozos de otras literaturas y otras voces servían para empezar mi prosa. Ahora no salgo de este estancamiento. No sé cómo morir. La manera de morir que había aprendido era la literatura. Ahora, que no logro parir una palabra, me siento petrificado en una estática que no encalla en ninguna parte. Porque es tristísimo el frío frente a la hoja en blanco, tengo que hacer de esto un melodrama. Es la única manera que tengo para arañar la hoja.
*
Si me tengo que sentir de alguna manera, es así:
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16.11.05
14.11.05
11.11.05
Era 1996. Muriéndose, el poeta y músico brasilero Renato Russo, compone su último disco, La Tempestad (o el Libro de los Días). Es un trabajo desesperado, tristísimo. Sabe que le queda poco tiempo, y todavía siente que le quedan cosas por decir. Graba los temas con fiebre, apenas puede caminar. Pesa 45 kilos, pero la profunda, deliciosa voz: intacta. En la primer canción - acaso la más pobre - encuentro este verso (me tomo el atrevimiento de traducirlo):
la letra
7.11.05
No importa cuándo. Esto ocurrió siempre hace mucho: historias como ésta estan vaciadas de contemporaneidad. - no ocurren nunca: han siempre ya ocurrido -.
En la ciudad de Rosario un hombre se acercó a una mujer, como si fuera niño y padre a la vez. Su insistencia fue desesperada - perdió el molde de su saco, y empañó los puños de sus camisas en el esfuerzo -, hasta que la mujer cedió, por simpatía o por piedad, y cometió el acto más solitario: se enamoró. Era casual que su nombre fuera Sandra. El hombre trabajó hasta conmover el alma de Sandra, poseyéndola. La tuvo, la quiso, la abrió y la rompió delicadamente. Ella no sabía cómo despegarse de él, cómo pensar en otra cosa. Su vida se había vuelto un torpe andar a tientas por los rastros vagos que ese hombre había hundido en ella, ansiando que tal vez desembocaran en la carne del alma de él, ahora tan callado, tan ausente. Una vez que consiguió lo que pretendía, el hombre se marchó. Nada le significaba conservar lo que ya poseía. Sandra lloró.
La historia es común; y todavía nada interesante. Sandra lloró como se llora, sólo que organizó sus lágrimas. Pudo ser otra vez el llanto estereotípico de la mujer herida que llora. Sin embargo, conservó cada lágrima: le encontraba un sentido - absurdo y secreto para nosotros - a salvar lo que se va deslizando hacia el olvido. En baldes, en botellas escurría sus pañuelos. No salía a la calle sin un frasquito donde derramar su llanto. Con el tiempo, había establecido un horario para llorar. Tenía también un cuarto para llorar: una habitación con fotos. Ella se sentaba en su silla para llorar. Y lloraba.
Es pensable que ya la causa del llanto se hubiera vencido, que su llanto era un vicio, o un oficio. Se trata de meras especulaciones que no hacen a la historia; murmullo en derredor. Yo quisiera quedarme cercano a los hechos, los pocos que pude juntar. Creo que ya se comprende que el hombre que abrió la herida era un accidente de la historia, acaso necesario pero sin duda circunstancial. Que fuese su precisa pezuña la que había empezado las cosas era un detalle casual: había antes en Sandra algo que se desbordaba, pero que no encontraba expresión. Era ella la que lo había usado a ese hombre como excusa para lograr su obra, su terrible biblioteca de frascos con lágrimas, que se alzaba en cada pared de la casa.
Lo cierto es que lloró con sistema (empresa magna, como la de pensar con sistema: Sandra como la Spinoza de las lágrimas). Y que cuidó su llanto. No permitió que nadie se lo secara, que nadie se lo arrebatara: fue como decir este llanto es mío, estas lágrimas también soy yo (mi lenguaje). Había algo de sagrado y algo de temible, de inhumano en la disciplina con la que ejerció su pena. No dejó que eso que de alguna manera la decía - la delataba - se perdiera: recogió su llanto y lo guardó: vivió con él (entre botellas, frascos, pañuelos mojados y baldes) el tiempo de su vida.
No podemos ignorar el esfuerzo que esto implica. Sandra tuvo que estar sola. No podía darse a ningún hombre si pretendía articular hasta el final la titánica tarea. Tenía que aferrarse a su dolor, a su inmensa tristeza. Un hombre la distraería. Aun si resultaba bueno, amable, y realmente la amase, le secaría las lágrimas con terciopelos azules y entorpecería toda la empresa. Hacer brotar un río de agua salada no era un trabajo menos que divino: lo único serio que cabía era librarse de las tentaciones mundanas. Solitariamente dió esos pasos. Se dejó casi todo el tiempo encerrada en su casa; apenas de vez en cuando se la veía en la ciudad. Al principio, solamente sospecharon que se había vuelto loca. De la intriga de los vecinos empezaron muchas literaturas.
- que se bañaba en sus lágrimas
- que planeaba tener la suficiente cantidad de agua como para un día ahogar a su amado
- que vendió su llanto a pueblos de tierra árida, y trabajó, prósperamente, reemplazando la lluvia (menos caudalosa, pero puntual)
- que sabiendo de tanta gente incapaz de emocionarse sinceramente, fundó una agencia de lágrimas a domicilio (frasquitos con llanto a pedido)
- que aguardó a secarse para arrojar un baldazo de lagrimas a su amado y después vivió tranquila
- que, seca, obligaba a vírgenes a llorar por ella para que nunca se detenga la maquinaria lacrimosa
- que su llanto era sagrado, y se cerraban las heridas allí mojadas
- que desbordó el Paraná
- que abandonó el barrio para triunfar en México como estrella de melodramas
- que la encontraron un día muerta en su casa, rodeada de frascos y baldes con agua salada. Tenía la piel muy seca, áspera. Suele llover en el aniversario de su muerte. Esa lluvia se la conoce como las lágrimas de Sandra
- que no lloraba nada, y capturaba en palanganas gotas de lluvia (lo hacía para montar un teatro que distrajese las voces de la humillación de ser usada y abandonada por un tipo)
- que lavaba su ropa en su llanto, logrando un blanco tan pulcro y absoluto que una compañía de jabón en polvo le compró la fórmula
- que un día, de hacer tanta fuerza por llorar, lloró sangre
- que le costaba llorar porque ya ni se acordaba del tipo, entonces hizo valijas y salió en busca de nuevas penas para llorar largo y tendido
- que, húmeda, se pudrió junto a las paredes de la casa
- que lo que en realidad amaba era la manera en que el mundo se veía a través de los frascos llenos con sus lágrimas
- que se fue al sur y puso un hotel con termas tibias y saludables
- que una noche de tormenta un extranjero perdido golpeó su puerta; Sandra lo dejó pasar y el extranjero vió como esa casa y la tormenta eran muy parecidas.
- que una vez se le cayó un frasco y se quebró en el piso, y Sandra no pudo soportar su obra inútil en el suelo y se abrió las venas con los vidrio rotos del frasco, pero de ella sólo brotaba agua salada
- que hombres misteriosos se la llevaron una noche hacia un páramo lejano y solitario, la violaron y la acuchillaron; de las heridas de Sandra salía agua salada e inundó el lugar
- que de tanto llorar perdió la vista, y sólo tenía calma cuando pasaba la yema de los dedos sobre la superficie del agua de sus lágrimas, acariciándola como si fuera un gato
- que seccionó en gotas todo el llanto que tenía y contó 140.853.411 lágrimas
- que regaba su jardín con esa agua: el más florido de Rosario
7
La historia se cierra en literatura - se abre: infinitamente -. La tarea de Sandra era, desde luego, una tarea inútil. A su manera, todas lo son. No es diferente la manera en que vos necesitás aferrarte a algún talismán vacío para suponer una dirección a tu errática somnolencia, y prevenirte de que el abismo te salte encima como una fiera afilada. Yo, harto de letras las hojas limpias también para soportar la fragancia rancia que las horas me dejan al pasar por mí como pasa el viento sucio y grisáceo que tiene la voz de los segundos que gotean lejanos en la madera de los muebles nocturnos. No importa. Que nos baste saber que una vez, en la ciudad de Rosario, una muchacha lloró.
____*____
el cuadro, otra vez Van Gogh
5.11.05
Me han repartido el papel muy mal. Quizá estaba hecho para ser un espectador. En lugar de ser un espectador, me han hecho trabajar en la obra. Ni siquiera el papel principal. Ni siquiera un papel. Soy un partiquino, un figurante ínfimo. El figurante no puede ver la totalidad del espectáculo, ve algunas cuerdas, algunas partes posteriores de los decorados, al director que le tiraniza (...). No tengo más que una frase que decir
4.11.05
la letra
1.11.05
I
Las cosas de la casa estaban prendidas a la oscuridad. Las miró un instante: eran tigres en la siesta; se cuidó de hacer algo por despertarlas. No quería que nada le saltase encima. Menos a esas horas, que son como el despojo de la existencia, cuando el segundero sigue dandole puntadas al cuerpo pero el cuerpo es una coagulación insensible. Ansiaba solamente llegar a su cama sin tener que existir en el camino. Entró suavemente, e hizo de sus pasos un liviano murmullo. La puerta, de todas maneras, crujió su queja de madera hinchada, como siempre. En la cocina tomó un vaso, lo llenó con agua. Se apoyó - levemente - sobre la alacena para descansar del día, de los detalles del cansancio. Cruzó el living sin prender ninguna luz, y llegó al baño. Se lavó la cara, se descalzó. No quiso saber nada con el espejo: era tarde, y le pareció mejor postergar cualquiera de las formas de la conciencia. Una vez en la habitación, una figura en las sombras lo llenó de espanto: había alguien durmiendo en su cama.
II
Se sacó la camisa, luego el pantalón. Cuando sus ojos se acostumbraron a las íntimas tinieblas del dormitorio, adivinó, enredado en sus sábanas, el cuerpo de una mujer. Ya desnudo, se acostó en la cama. Se durmió pronto, dándole la espalda a la extraña que dormía junto a él (lo que soñó pertenece a otro relato).
III
Despertó con los primeros sonidos del reloj, que arañaba su sueño a la inhóspita hora de siempre. Detrás de la ventana las cosas eran todavía grises. El otro lado de la cama estaba vacío. Era el cuarto día desde que la extraña llegó a su casa, y le pareció grato recuperar un trozo de soledad - aun cuando ocurriera a horas tan difíciles -. Abrió su mano, y la dejó posada allí, recorriendo - los ojos aun cerrados - el territorio vacante: estaba frío. Frío y cercano. Casi suyo. Extendió su cuerpo por todo el espacio de la cama. Como si quisiera volver. Como si quisiera volver a alguna parte.IV
Al salir - ya cambiado y prevenido para el día - del baño, escuchó ruidos en la cocina. Detrás de los ruidos estaba la mujer extraña, que sacaba y ponía platos y vasos de los estantes de la cocina. Se movía de manera frenética, como una máquina. El se detuvo junto a la puerta, y sintió cómo los ojos de esa mujer se le clavaban dentro. Desvió la mirada hacia la mesa, encontró el desayuno preparado. La escuchó decir: te preparé el desayuno. Las hebras de esa voz parecían provenir de un instrumento lejano y roto. El no podría precisar cuál. La miró una vez más. Después se sentó, tomó el desayuno - la mujer lo miraba desde un rincón de la cocina, lo escrutaba como queriendo penetrarlo -. Cuando terminó, se levantó y se fue a trabajar.
V
No le fue sencillo desprenderse de la voz de la mujer extraña. Si intentaba seguir su vida como si nada se hubiese alterado, tropezaba contra esa voz, aferrada en alguna parte de su ropa, o regresando a él desde el chirrido del tren o el sonido de los papeles multiplicándose en su escritorio. Las cosas que usaba la voz para desandar el olvido hasta su memoria eran inmotivadas: eso era lo que la hacía incontenible. Si pudo arrancarla de sí fue gracias al cansancio que su labor implicaba, gracias al naufragio de sus fuerzas para soportar el día y sus trabajos.
VI
En el ascensor le pareció que las paredes se le acercaban, tuvo que aflojarse la corbata. Otro día se deshacía, esfumado; y sentía que no había ninguno de sus pasos que pudiese salvar. No había pieza de su vida que conformara un buen relato. En el pasillo ya vió la puerta abierta. Entró en la casa - todas las puertas, todas las ventanas estaban abiertas -; Brahms llenaba los vacíos del lugar, se estrellaba contra las paredes, hacía temblar los vidrios. La mujer extraña estaba en medio del living, arrodillada en el suelo, rodeada de pilas de ropas, de hilos y de ovillos. Parecía estar destejiendo cada prenda. Lo hacía con desesperación, subiendo la velocidad al ritmo de Brahms. Sin reparar en ella, apagó el equipo de música y encendió la tv. Se dejó hundir en el sofá, esperando que algo en la pantalla - cualquier cosa - lo interrumpiese.
VII
Lo que él quería era evitarla. Pero la casa era pequeña, era imposible no encontrarse. Si bien había momentos en que esa presencia le simplificaba algunos episodios de la realidad (la ropa limpia por ejemplo, o la comida, los beneficios sociales) tenía muy en claro que sus maneras se entorpecían. El contacto lo volvía rudimentario para su propio paso. Si él se estiraba por ejemplo hacia la biblioteca buscando un libro, tenía que sortear a la mujer extraña, que si no estaba en medio de lo que él deseaba, había llegado primero que él (al libro, o lo que fuese que el deseara). Si sentía voluntades de ir al baño, al segundo paso veía cómo la mujer acababa de entrar y cerraba la puerta. Cada vez que pasaba por el pasillo, la mujer estaba sentada en el suelo y él tenía que emprender posturas poco ortodoxas para lograr pasar. Había veces que, al salir, notaba que ella se aferraba su zapato, y no lo dejaba avanzar. Siempre era un obstáculo.
VIII
Coincidieron en una cena. Comían con delicadeza, sentados uno en frente del otro. Esa noche se miraron mucho, y fue la primera vez que él supuso que para esa mujer él también podía ser un extraño. No se dijeron una sola palabra. A esa altura, ya se entendían (bastó mover una ceja para que le alcanzara la sal).
IX
Cuando abrió la puerta del baño - una tarde -, la vió ahí, sentada, desnuda. Tenía una mano entre las piernas, y gemía. Al verlo, se detuvo. Hubo un instante en que ambos quedaron petrificados, inermes ante el otro. Después ella se llevó un dedo a la boca, y abrió las piernas. Se quedó tímida y abierta, con la mirada niña. Temblaba un poco. El cerró la puerta y se fue.
XElla lo toma del brazo, lo detiene. La mujer lo mira a los ojos. Lo mira como si a través de los ojos pudiese acceder a algo más profundo. El corre la mirada, quiere soltar el brazo, irse. Ella dice: no sé, yo trato. Vos me viste buscar y buscar. No sé cómo hacerlo, pero quiero intentar. El calla. Ella sigue diciendo: quisiera ser la que vos querés que yo sea, pero no sé cómo hacerlo todo el tiempo, ¿entendés? Ella calla, lo espera. Con la mirada lo agujerea, él siente que tiene que decir algo. Cuando abre la boca, se oye decir: esto es ridículo; no sé de qué estamos hablando. Y también dice: me tengo que ir. Dejáme. Me tengo que ir. Ella dice: Yo quiero ser eso, pero todo el tiempo no me sale. Me esfuerzo mucho, y lo consigo bastante seguido. Pero todo el tiempo... El dice: en serio, me tengo ir. Ella sigue diciendo: hay grietas, pequeñas cosas que van brotando. Como mi nombre, o algún gesto fuera de lugar. Cosas así, cosas tontas. Pero que desacomodan todo, hasta los muebles.Y últimamente es cómo si nos cayéramos ahí, ¿no? Justo en esos lugares donde yo no sé cómo ser lo que vos querés que sea. Son detalles, vos ves que son detalles, ranuras. Pero resbalamos ahí. Nos hundimos. Nos cuesta tanto hacer dos pasos sin tropezar, pero yo quiero. Quiero que sepas que quiero. ¿Entendés? Quiero probar. El dice: Basta. Soltáme. Estoy llegando tarde. Soltáme.
XI
Más tarde, piensa: ¿ella realmente cree que soy ese monstruo? También piensa: ¿acaso soy ese monstruo? Y también (pero ya cuando atardecía en la ventana detrás de empleados, papeles y cubículos): ¿cómo fue que me convertí en este monstruo? ¿dónde empecé; quién me llevó hasta aquí?
XII
Era la mitad de la noche. Se despertó bruscamente. La garganta seca. Distinguió en la mesa de luz un vaso con agua. La mujer no estaba a su lado. Decidió ir a la cocina, beber algo allí. Una vez en el pasillo, escuchó un leve murmullo que provenía del living. No le hizo falta prender la luz, la vio sentada en el piso, la cara entre las manos, llorando. Se sirvió un vaso con agua y buscó una de las sillas del living. Se sentó allí, en la oscuridad. A veces su llanto era leve y más lento, como si llorara por reflejo. Otras balbuceaba violentamente, como una niña, como si estuviese frente a su pena. El se quedó callado junto a ese llanto. En algún punto debió quedarse dormido.XII
- Hablemos - dijo ella. - Por favor, hablemos. Pero me tenés que prometer que vas a ser sincero conmigo. Yo también voy a ser sincera con vos - .
- Está bien - dijo él. - Pero, ¿quién empieza? -.
Después fueron más fáciles de escuchar los ruidos de la calle, que entraban por la ventana entreabierta. Y esas formas del silencio que tienen las cosas quietas._____________
la fotografía se llama
La memoria,de Debret Viana