31.12.05


¿el deseo de modificar determinado episodio del pasado, por más mínimo que fuese, no es el signo pálido de una voluntad explícita - y a la vez tímida -de ser otro?

30.12.05

Recibo una de las respuestas más insólitas. Un amigo de hace muchos años, de la infancia, de cuando las cosas eran simples, me cuenta lo mal que se lleva con su pareja, los problemas que le da, las preocupaciones que le significa. Me dice que no tiene paz, que está harto. Yo le creo, porque veo lo exhausto que queda después de hacerme un sintético relato de su congoja. Le pregunto: ¿y qué hacés ahí? ¿por qué no te vas? Bueno - me dice - estoy en eso. Estoy aprendiendo a dejarla. Sólo junto a ella puedo aprender la manera de no estar con ella, de no necesitarla.
Al principio creí: esto es la locura. Atarse a la pena que uno tenga para llegar a saber perderla es de un masoquismo inútil. Como siempre, lo que hacía eran frases estériles y apresuradas. Frases irreflexibas y coloridas (si me detuviera a pensarlas hondamante, no las diría; pero tampoco sería un escritor). Después me quedé pensando si TODO no será así. Las cercanías entre las personas son cosas muy extrañas, repletas de abismo y soledad.

29.12.05

No hay caso. La prosa siempre se me escapa. Nunca logro decir lo que quise decir. El texto anterior (el de las fiestas, las máscaras y la muerte) podría ser el comienzo de un relato. Sólo tendría que pasar algo.
Y otra vez estaría resblandome de mí y de lo que pasa.

28.12.05

only I (in the decay of the outsides)

(...)
Los otros disfrutan de la abundancia:
sólo yo parezco necesitarlo todo.
Mi espíritu parece un loco desatino,
¡un mundo propio de ignorancia y confusión!
Los triviales resplandecen como oros:
sólo yo encarno en gris.
Los vulgares disciernen como sabios:
sólo yo perduro en la torpeza;
displiciente, como quien se oculta;
sin gobierno al que asirse a la vida.
Todo el mundo parece tener metas;
sólo yo padezco de deslucido y tosco;
sólo yo soy otro que los demás.
(...)

Tao-Te-King

25.12.05

el teatro de la crueldad



24 de diciembre
No comprendo todavía las reuniones familiares que se reiteran por estas épocas. Supongo que tiene que ver con mi incapacidad de resignarme a la muerte. Toda festividad me cansa de sólo sospecharla, de recrear en mi pensamiento las imagenes de su previsible realización. Me resulta fácil ver los hilos en los gestos de los participantes de la fiesta, la manera en que son conducidos, distanciados y divididos de sí mismos, de su esencia. Los diálogos en los que a veces me veo forzado a participar son siempre de un tema insulso, y se mantienen en la superficie de las cosas, a un nivel muy básico: bajo esa estructura soy incapaz de decir una verdad. No una verdad categórica, sino algo que efectivamente sea mío. Patino por las palabras de los otros, y mis respuestas son una repetición, una manera de evadir el intercambio ficticio, que me priva del contacto con los otros y solamente me da las expresiones más llanas de un pequeñísimo repertorio de máscaras estandarizadas.
La última vez se habló sobre tatuajes. Horas. Me fui y volví varias veces (a veces con mi cuerpo, a otros distritos de la sala; a veces sin mi cuerpo, bastante más lejos), y seguía la conversación. No los conversantes, que dormían, pero las palabras se seguían diciendo. ¿Cuánto más podía decirse? Probablemente todo, porque son conversaciones que no llegan a ninguna parte: tengo la impresión de que todos hablan solamente para no tener que hablar y al mismo tiempo estar vinculados con lo que acontece. Hablan para que otro hable (les hable, o tenga que hablar, y llenar el vacío que, como ya sabemos, nace en cualquier rincón que descuidamos - en la más desprevenida parte donde no llegó el barullo - y devora). Es como si pasaran una pelota ardiente. Dicen nada, una banalidad, algo completamente obvio. Y lo hacen para cumplir su turno y sacarselo de encima. ¿Concluyeron algo en el diálogo sobre tatuajes? Por supuesto que no. Simplemente en un punto se agotaron las frases hechas, y de alguna pequeña cosa que casualmente rondaba por ahí alguien sacó otro tema.
Hubiese preferido mi casa, el santuario de mi soledad, alguna película o satchmo o spinetta llenando la habitación. Claro que después hubiese tenido que dar explicaciones, porque por algún motivo se comprende que tal comportamiento es el de un depresivo o ermitaño. Siempre ante estas fechas, acabo cediendo mi calma para los otros. Ingreso en esos diálogos que son como los que se mantiene con alguien que se encuentra en el ascensor, pero terriblemente más extensos y sin la tranquilidad de saber que no será necesario generar una excusa para darlos por concluidos.
No me gusta iniciar una conversación - saberme el responsable de esa pirueta -. No me gusta aun cuando siento que tengo algo para decir. Si los iniciara, después de decir las primeras frases, estaría buscando la manera de huir de la situación, hilvanando excusas que me permitan sustrarme, o ansiando desesperadamente que alguien me llame - ¡que alguien me interrumpa! - para que mi fuga no sea brusca, descortés. El problema de hablar es que siempre hay alguien que asume la obligación de responder. Y a mí no me interesan las respuestas. El esfuerzo que tengo que hacer para que mi rostro no se desmorone mientras alguien me responde es tan grande que me cuesta suponer que mi interlocutor no percibe mi hastío.
Evidemente, la sala de la fiesta es un teatro. Es trabajoso vivir en un teatro: hay que tener algo que hacer, porque la quietud, en el escenario, es doble. Supongo que por eso bebo mucho y como mucho, y finjo venir de alguna parte cuando doy dos pasos en el salón, como si estuviese concluyendo una tarea importante. Si es que se da la posibilidad de realmente hablar con alguien, me aburro de inmediato. El otro no tiene la culpa de esto. El problema es que entro en una paradoja. La única motivación que tiene el diálogo es lo que yo pueda decir. Pero mis palabras ya las conozco. Las reconozco, y me cansan. Ya sé de qué trabajo, el barrio donde vivo, el lugar de veraneo, lo que pienso sobre política o cine, la forma en que conocí al anfitrión, mis autores predilectos, etc. Sé todo eso y repetirlo me agobia. Claro que podría adentrarme en un terreno más complejo, y aventurarme a usar todo mi lenguaje en la exposición de ideas nuevas, asumiendo un riesgo a la hora de hablar, enhebrando matices intensos. Pero eso, en una fiesta, me volvería incomprensible. Tendría que soportar la cara de desconcierto del que me oye, que respondería una evasiva cualquiera y se marcharía, o continuaríamos hablando, pero de dos cosas distintas. Las fiestas me gustan poco. Tal vez porque enfatizan los abismos y las m máscaras. Sin contar que la comida suele ser complicada y poco práctica.
Mi única arma es el humor. Hago frases que provoquen risa para poder salir del diálogo, para negarlo y volverlo obsoleto. Con la risa, impido que me involucren en esos diálogos mecánicos. Claro que estoy forzado a usar recursos humorísticos llanos y simplísimos. Aun así, no siempre me comprenden. Y esa falta puede ser terrible, porque pueden pedirme explicaciones y me arrastrarían allí de donde intento escaparme. Por fortuna, basta que se ría uno para que los demás lo sigan. Y no porque comprendan la broma, sino porque reconocen el tono de una broma y saben que a su final hay que reirse. Y se ríen. En ese mecanismo reposa mi supervivencia. Es eso, o seguirles la corriente. Pero con esa estrategia uno nunca sabe dónde se mete. No requiere de mucho esfuerzo: bastan un par de interjecciones oportunas. El problema es que, en fiestas, nunca falta alguno con compulsión a la confesión. Una vez que comienzan, es muy difícil detenerlos. La escena puede durar horas.
Si no hiciera de mí mismo una comedia tendría que lidiar de lleno con los otros. Es como si yo me hubiese perdido - nadie me avisó: juro que nadie me avisó - los ensayos que permitían que esta representación se concretara satisfactoriamente y ahora sólo me resta deslizarme por entre los personajes, intentando mover la menor cantidad posible de cosas, y no romper nada. Pero, inevitablemente soy un personaje más, y por la manera en que me buscan, presiento que formo parte de la trama - tal vez intervengo en un episodio central, definitivo -, que hay algo que tengo que decir o hacer, algo preciso que esperan de mí, pero que yo ignoro por completo. Lo que hago es comportarme como si tuviese un rol, y lo estuviese cumpliendo. Anulo sus diálogos con pasos de comedia, giro por la sala como si tuviese donde ir o regresara de algún lado, mientras confío en que el desconcierto que los agobia por las rendijas de sus máscaras no lo comunicarán y seguirán fingiendo que saben lo que hacen, y espero que las horas los vayan cansando, que se vayan yendo a sus casas para continuar otras farsas.
*
El desencuentro en los diálogos que ocurren en medio de una fiesta tiene una amargura mortecina. Hace que las palabras se vuelvan ruido para mí; un bullicio donde todo se iguala. Y yo quedo excluido: no puedo entrar en ese lenguaje (porque no lo comprendo) pero también lo hago circular, usando un rostro parecido al de los otros. Es una danza siniestra. Como si lo único que quedara por hacer fuera disimular que nos aburrimos, que no sabemos romper la máscara; en definitiva, que estamos muertos.
___________
el dibujo es El teatro de la crueldad,
hecho por Artaud

20.12.05


futilité

I

No sé.
Tengo que darte algunas palabras.
No sé si somos algo más que palabras. Así que sería como dar todo.
Mediamos nuestras figuras difusas con esa extraña moneda. Y lo que nos pasa no puede tener mucho que ver con la vigilia. Acaso nuestro territorio sea entre lo onírico y el puro delirio. ¿de qué otra materia podemos pretender el futuro?

III

Propongo: habría que establecer vínculos con todo aquello que destierre la realidad de nuestras pestañas. La idea del amor no es más que la plegaria por vivir un sueño: el enamorado nunca quiere despertar: con sombras e ilusiones endurece las paredes de su frágil burbuja. Pacientemente, trabaja en contra de amanecer. No sabe que es un labrador de bruma.

IV

Toda guardia es siempre vana. La daga siempre llega por el OTRO lado. El enamorado quiere la inmortalidad de lo que nunca tuvo. Por eso siempre muere asesinado en las manos de su amante (porque el amor salva, pero no salva de lo que se ama) o de la disminución de la fe (ya sabemos: un amante no tiene más que a su fe – es pura religión -: usa todo lo que pasa para fortificar la imagen de su amor hasta que todo lo que pasa la demuele).

V

Nosotros tenemos palabras. Aguas de sombra. Nuestros cuerpos hechos de palabras, tendidos laxamente en el espacio de una noche irreal, con sus botones tendidos en el teclado. Como escritores, niña, tenemos que ser falsos: la palabra es siempre una mentira, un intercesor. La sumatoria de imposturas revela el deseo latente. El deseo es la marca de una carencia: es decir, la brújula de las almas nobles. Esto es una manera de encontrarnos.

VII

Mentimos nuestras soledades: eso es una manera de encontrarnos.

X

Poco comprendo lo que acontece. Lo que pasa es las cosas siempre pasan sobre uno, aplastándolo. Por lo menos este tipo de brutas gemas, que entran para descomponer la estable monotonía de los días. Las horas caen como antes, una lluvia opaca que duerme todo pulso. Son pocas las cosas que nacen. Al menos cuando uno se empecina en ver muerte por todas partes. Entonces pasa esto de pensarte. Es una excusa para salirme de mí.

XII

Entre la madrugada. La tarea de adivinar tu voz entre la caligrafía fría de unas cartas que no respondí a tiempo. La ilusión de sentirte respirar cerca. Las ganas de romper todo lo que media, todo lo que interviene. Perder las máscaras. Hundirme en tus ojos lejanos. No sé. No tengo otra cosa que palabras para darte. Sería como darte todo. Pero aun así, quisiera que callemos juntos.

XV

El otro es una ilusión que nos pone en contacto con nuestra soledad. Espejo que retrata una pérdida. Así nos herimos contra el cristal (...).
______________
durante unas semanas se cruza - por los senderos virtuales - con una dócil muchachita, que al principio desdeña y que, recién cuando pierde definitivamente, extraña. ella le pide que le escriba, y él - que detesta prostituir su pluma - le escribe. nunca se habían visto, salvo mediados por fotografías. sabían del sabor de la voz del otro, y de esas cosas que la tecnología puede acercar, fantasmatizando. después de un tiempo, él se da cuenta de que esa muchachita sería apenas otro episodio trivial de su vida. dejan de hablarse, y después del olvido no queda rastro del leve contacto que los juntó alguna noche. queda, solitaria y frágil, esta carta mutilada como testimonio de otro vínculo ficticio. las maneras de enredarse


(...)

Retrato de Hélène morenamente seda, canto rodado que en la palma de la mano finge entibiarse y la va helando hasta quemarla, anillo de Moebius donde las palabras y los actos circulan solapados y de pronto son cruz o raya, ahora o nunca, Hélène Arp, Hélène Brancusi, tantas veces Helénè Hadju con el filo de la doble hacha y un gusto a sílex en el beso, Hélène arquero flechado, busto de Cómodo adolescente, Hélène dama del Elche, doncel del Elche, fría astuta indiferente crueldad cortés de infanta entre suplicantes y enanos, Hélène mariée mise à nu par ses célibataires, même, Hélène respiración de mármol, estrella de mar que asciende por el hombre dormido y sobre el corazón se hinca para siempre, lejana y fría, perfectísima. Hélène tigre que fuera gato que fuera ovillo de lana. (La sombra de Hélène es más densa que las otras y más fría; quien posa el pie en sus sargazos siente subir el veneno que lo hará vivir para siempre en el único delirio necesario.) El diluvio es antes y después de Hélène; todo teléfono espera, escorpión gigante, la orden de Hélène para romper el cable que lo ataba al tiempo, grabar con su aguijón de brasa el verdadero nombre del amor en la piel del que todavía esperaba tomar el té con Hélène, recibir la llamada de Hélène.

62/modelo para armar

12.12.05

galopaba
es cierto que estoy distante. un poco arisco a darme en frases. si las hago, termina siendo para otra cosa, lejos de aquí. supongo que se trata de la melancolía que hieden los días que rodean mi cumpleaños. es, ya lo sé, un trámite burdo, insignificante. aun así, es un signo. un signo de qué todavía no me queda claro. pero sin duda es un signo. y su significado - es decir, su perfecta falta de significado - como una mancha de humedad se va derramando por mis horas. yo trato de entender de qué se trata, porque cuando uno comprende algo, logra olvidarlo. pero no hay caso: lo que me llegan son rastros de una polisemia incallable. si creo que cerré la trama, pronto sobreviene un nuevo contexto que modifica, o agrega nuevos sentidos a un asunto que se ramifica, incansable. su cualidad dinámica hace que la tarea sea propiamente eterna. tal vez bastase darle el nombre de tristeza y pasar a otra cosa. pero no puedo. no sabría cómo hacerlo, porque cada tristeza tiene un matiz particular. no puedo dejarla ahí tirada y seguir como si nada pasase. sigo, porque no me queda otro remedio: las cosas siguen solas y mi cuerpo va reaccionando para mantener la apariencia de que efectivamente estoy vivo. y en lugar de vivir me dedico a otras cosas. como recoger versos. encuentro estos:
pasar
como las aves que cruzan los cielos
y los siglos.
y de algún modo me parece que me sirve. son como un alivio, como calma el día que atardece en un rojo violento y a la vez suave, al que logra detener sus rutinas para ver los leves dientes de la fugacidad, desnudados en el centro del cielo. me digo que es un tiempo, que pasará. en algún momento podré entusiasmarme con una idea, escribir otro cuento. por ahora solo puedo estar muy dentro mío. calladísimo. no me contacto con ninguna de las vísceras del mundo. Sólo salgo de un sitio y llego a otro: eso es todo. el trayecto fue a través de las imágenes de mi nostalgia. mi vida es como quien busca las llaves para salir de su casa, porque al entrar las arrojó automáticamente en cualquier parte. toda mi vida sucede en ese plano de inconciencia.
también, leyendo los tres mosqueteros de Dumas, en el capítulo 26, encuentro esto:
Nada apresura tanto la marcha del tiempo ni abrevia las distancias como un pensamiento que absorba por completo nuestras facultades. La existencia exterior se asemeja, entonces, a un sueño, del cual el pensamiento es la fantasía. Debido a su influencia, el tiempo carece de medida y el espacio de distancia. Se sale de un sitio y se llega a otro: eso es todo. Del intervalo transcurrido sólo queda en nuestro recuerdo como una vaga niebla en la que se alinean miles de imágenes confusas de árboles, montañas y paisajes.
claro, hoy tendría que decir: de cemento, edificios y smog. pero la idea es la misma. el pensamiento es el néctar del viajero sedentario. es el jugo divino que deja al tiempo galopar sin que su terrible paso lo sienta el alma. el caso es que necesito beber de esas dispares brumas para no estar nunca en el lugar en que está mi cuerpo. acaso mi vida sean los episodios de la planificación incesante de fugas de mi vida. de los que ensayé, el arma más efectiva ha sido la literatura. después, el cine, las conversaciones con amigos, el cuerpo de una mujer distinta. claro que también la nostalgia sirve, pero creo que forma parte de la literatura, y nombrarla sería una redundancia. el caso es que me muevo por los momentos del día yéndome de cada uno de ellos. ni siquiera estando allí.
es que la realidad es el malconfort. vivir en el malconfort. en La Caída, Camus explica:
¡Ah, es verdad, usted no sabe lo que es ese calabozo subterráneo que en la edad media llamaban el malconfort! En general, se olvidaba en él a un prisionero para toda la vida. Esa celda se distinguía de las otras por sus ingeniosas dimensiones. No era suficientemente alta para poder permanecer de pie pero tampoco lo bastante amplia como para acostarse. Había que mantenerse en una posición incómoda, vivir en diagonal. El sieño era una caída. La vigilia, una postura en cuclillas. (...) Cada día, por el inmutable estreñimiento que anquilosaba el cuerpo, el condenado se daba cuenta de que era culpable, y de que la inocencia consiste en estirarse alegremente.
creo que así se siente mi alma - sea eso lo que fuere - en mi cuerpo, en las horas.
pero pasará. no desaparecerá de mí, ni regresará a la nada - hasta dónde sé, es una enorme y terrible voluta de nada prendida a mi voz -. encontraré cosas para callarla. la trama para un cuento, por ejemplo. de ningún modo desmantelaré la trampa que me encierra, ni sabré arrancar todas las sombras que las cosas muertas hundieron en mí. pero podré desaprender hasta saber otra vez cómo jugar alrededor de ella, como un niño tan volcado dentro de su rayuela que ignora el precipicio al que se dirige, y el desierto por el que juega.
::
el juego será completamente inútil - como todo lo es -. pero sabrá distrarme de las babas de los lobos que circundan la hoja virgen, que solo de vez en cuando, como ahora, empañarán mi mirada con la savia de la tristeza. y quedaré abrazando mis rodillas, viendo, paralizado, el brillo mortecino de los centenares de ojos que desde la oscuridad me comen, sin saber ya cómo se juega - justo como ahora -, pasando los meses.
____
cuando no hay trama, ni hay sustancia, ni cosa que decir, tengo que mover mi prosa hacia algún lado, para no petrificarme

8.12.05

4.12.05


No hay lo que no se ensombrezca
- semi final cut -


Lo que podría haber sido, lo que debería haber habido,
lo que la Ley o la Suerte no dieron...los arrojé a manos llenas al alma del hombre,
y a ella le perturbó tanto sentir la vida viva de lo que no existe.
La hora del diablo
Fernando Pessoa

La vida es la búsqueda de lo imposible a través de lo inútil

Tarde

Primera parte
Los recuerdos son rastros de lágrimas
I

Tengo los sacos, los pantalones para entretenerme. Cuando alguno deja algo en el bolsillo de una prenda, yo lo cambio de lugar. Eso si es que estoy desocupado - cosa que no sucede casi nunca -. También están las rendijas que tiene la puerta. Desde ahí domino todo lo que ocurre en la habitación. Aunque, si tengo que ser honesto, las mejores cosas suceden en otras partes de la casa, donde no puedo observar. Sin embargo, no es imposible que me lleve esta impresión justamente porque los lugares inaccesibles me llegan a través de sonidos, mediados y distantes. Mi aburrimiento debe contribuir a que yo retoque favorablemente - cuando las reconstruyo - las escenas que no alcanzo.

II

Quién va hasta el final de un placard. Quién lo hurga hasta el fondo, quién lo descubre enteramente: quién lo domina. Allí yo hago mi imperio. Un imperio mínimo, claro. Pero mío. Vivo dentro del placard de Bruno y Verónica.

III

Aunque hace mucho que a la muchacha no se la ve por aquí. Un día sacó sus cosas de mi acogedor hogar, las metió en una valija. En dos valijas, para ser preciso, porque tenían mucho tiempo cerca. Precavido, yo le había escondido algunas prendas, pero ella nunca regresó a buscarlas. Si supe algo de Verónica una vez fue por alguna que otra conversación telefónica. Claro que no pude comprender mucho, porque sólo tenía acceso a la voz de Bruno - que, convengamos, no es el más expresivo de los hombres -. Las cosas que ella decía tuve que imaginármelas (lo que era un problema, porque yo tengo demasiada imaginación). Así completando en los silencios de Bruno, me fui acercando a lo que ocurría entre ellos. Nunca concluí el rompecabezas, pero tenía como una fragancia a irreversible.

IV

Sí recuerdo que había muchos silencios. Y muy prolongados. Si tuviese que apostar, diría que ella tampoco hablaba. Creo que ambos callaban juntos. Como si estuviesen junto a un muerto.

V

Es suave esta penumbra. Es un aprendisaje hondísimo. Aprendo con el tiempo a explayarme en la oscuridad, a expanderme en ella. Si me estiro, tengo las mismas manos que ella, y sé llegar a cada borde que la tiniebla besa. Hundido aquí, lejos de la imagen de mi cuerpo, logré corporizar la oscuridad, hacerla mía, erigirla como mi cuerpo sensible. Así es cómo domino cada cosa que ingresa en éste rectángulo: siento los pliegues de todo el recinto a un tiempo en la palma de mi alma. Creo que es la misma razón por la cual no salgo del placard. Las cosas de afuera las veo, y no sé por dónde empezarlas. La luz las enloquece, y yo no tendría forma de entenderlas. Como un satélite tímido, daría vueltas alrededor de cada objeto extranjero. Perdería también la soberanía sobre mí mismo, y viviría como entre insectos feroces, siempre a un paso de caer fulminado.

VI

Es impreciso nombrarme a través de Bruno y Verónica. Habito en su placard, es cierto. Pero de ellos es imperativo detectar su caracter fugaz. Son episodios que elijo observar a través de las rendijas de mi platea secreta. Son mi espectáculo. Verónica ya ha exhibido su modalidad furtiva. Antes hubo una señora que llenó la casa de gatos, conversaba con ellos y no salía nunca. Hubo también una pareja de ancianos, muy mansos, que hablaban poco entre ellos y que murieron juntos, mientras dormían. Podría enumerar mil historias de todas las personas que vi pasar por esta habitación. Pero no sabría dónde comenzar. No comprendo todavía de qué manera van cuadrando en la trama general. Sucede que esto es como una película. Hasta que no termina, no se puede comprender verdaderamente. Es cierto que capto algunas directrices, pero todo lo que me llega parece hinchado de sinsentido. Ansío que el final resignifique éste absurdo, y acabe por hilvanar las cosas que no comprendo, o me resultan gratuitas.

VII

Aunque distinga el destello tenue de la levedad de las cosas, no tengo demasiado tiempo para preocuparme. Mi trabajo es arduo, y no me deja ningún reposo. No es sencilla la tarea de cuidar que el pasado no se cruce con las vidas de mis inquilinos. En los placards se guardan muchos detalles del pasado, infinidad de deseos frustrados, de ansias no acometidas. No es nada fácil impedir que esos vengativos animales se derramen por las hendiduras. Esta oscuridad está llena de cosas; el que está aquí no está nunca solo: así es la soledad.
________

Segunda parte
Un baúl lleno de gente

VIII

Bruno, por ejemplo, arrojó en uno de mis cajones todas las cartas que Verónica le escribió - no es el primero que oculta un cadáver aquí -. Si yo no fuera el guardián de esas palabras, Bruno volvería a ellas hasta ahogarse, bebiendo la tinta de cada letra. Su esfuerzo le borraría los párpados. El placard debe funcionar como un pozo sin fondo para algunas cosas, pero eso no es algo que pueda saberse. Nadie quiere despojarse absolutamente de sus heridas. Son como souvenirs de lo que se ha sido, medallas. Hace falta sepultarlas allí donde se puede regresar. Ellos necesitan esa ilusión; yo custodio esa apariencia: yo demoro las reverberaciones del pasado, lo amordazo, lo retengo. A veces, si logra escaparse una migaja (por supuesto que no soy infalible) de tanto que tuve que golpearlo, llega a sus hacedores completamente maltrecho, deformado. Ahí es cuando ellos se detienen mirando extrañados esa pieza de su pasado, incapaces de reconocerlo. De reconocerse. Dicen cosas como: así que éste era yo. Y generalmente siguen viviendo sus vidas, maravillados por la cantidad de gente que han sido. Muchas cosas logro matarlas por completo: las como. Es preciso que con algo sacíe mi hambre. Es una pena que haya tantos arrepentidos, escarbándome el placard en busca de una remota pieza arrojada del ayer. Pero sé que lo hacen cuando la enfermedad ya los torció, y ya no pueden erguirse de su final.

IX

La realidad, a medida que avanza, va derrotando cosas. Son esas, justamente, las que se alistan en las sombras, organizando su brumoso ejército nostálgico, su réplica fatal. Uno va y deja los juguetes que no le sirven - los que ya no sabe cómo usar - en el rincón más oscuro de la casa. ¿No es ingenuo suponer que no pondrán todas sus horas a afilar sus dientecitos, preparando la venganza? Pueden haber sido amables, inatacables por la malicia. Pero después de sorber años la espesa tiniebla no hay lo que no se ensombrezca.
X
Aun siendo mi hambre inagotable - y febril el empeño que dedico a mi tarea - con suerte llegaré a devorar la sexta parte de lo que Bruno arroja a esta precaria hoguera. Si me esmero, puedo llegar a morder los bordes de las otras cosas, para que al menos, sobreviviendo, no queden intocadas y, llegado el caso, a Bruno le cueste recuperarlas y facilitar el terreno a su íntimo adversario. Nadie podría soportar el peso de lo que un hombre arroja de sí. Son despojos de los que cuesta desprenderse, pero hace falta apartar de la vida viva para más o menos poder acertar los pasos dentro de la vigilia.

XI

He visto cosas tristes: viejitas paralizadas por el monstruo, detenidas viendo pasar una y otra vez episodios del ayer, como removiendo las gastadas cenizas que el viento desunió para siempre. El teatro de espectros que se mueve dentro de un armario es insondable. Una historia se paraliza, se atasca, se va desmembrando en lo que pudo haber sido. Cómo rugen esas bocas... yo siento el viento gélido cómo un dolor de muelas en la piel del lado de adentro del alma. Es un horror puro. Al menos, me digo para consolarme, tienen la excusa de haber andado mucho. Tienen mucho para arder.

XII

Los lugares perdidos, las personas irrecuperables, los sueños no realizados, los deseos frustrados, las nostalgias de los cuerpos que una vez se vistieron con las mismas manos ajadas que hoy sostienen la intemperie: todo eso va hilando un monstruo. Son cosas que no se quedan quietas: se alimentan, se multiplican, se combinan. Nunca se resignan a callarse, y tienen un silencio siniestro, que va subiendose a las cosas como una mancha de humedad. Su materia es de una negra espesura narcótica, parecida a la muerte. Si yo no lo debilitara a mordiscos, crecería hasta volverse intolerable para su progenitor (que empezaría por no poder dormir, por no saber ya respirar en el silencio, y acabaría por pegarse un tiro, o deshacerse las uñas en las paredes). Un hombre frente a la imagen de todo lo que en él naufragó enloquecería sin remedio.

XIII

Sí; una suerte de Frankenstein. Los trozos muertos de la vida dan cuerpo a esta bestia y vehiculizan a otro tipo de muerte: algo que no está vivo, y camina hacia nosotros, ensombrecido. Hecho de las amantes perdidas y de lo que pudo ser de ellas, de los cuerpos que fuimos cuando esa ropa vieja nos sentaba, de los ánimos muertos que escribieron las cartas que atoran los cajones, de la ilusiones o malicias que provocaron las caligrafías de las cartas recibidas, aun cuando hoy hayan falseado todo lo que prometían. Es el ayer en todas sus directrices.
No hace falta que insista con ejemplos: todo eso no puede componer más que un monstruo fétido, deforme.

XIV

Lo peor es que se trata de un animal inevitable. Mi cometido - arduo y complejo- es demorarlo. Todo mi trabajo, por más constante y férreo que fuese, no puede pretender otra cosa que retrasar una maquinaria ineluctable. Ir pacientemente astillando el espejo horrible para que los enfrentamientos sean acaso un poco más suaves, y no todavía definitivos. Melancolías esporádicas, y no fatales.
XV
Los souvenirs del pasado son una trampa. Pero nadie sabe desprenderse de ellos. Llevo decenas de años aquí, y nunca he dejado de ver como el hombre necesita atesorar objetos inútiles, obsoletos. Si se desprendieran de ellos a tiempo, le quedaría una vaga imagen en la memoria que acaso podría dormir eternamente. Pero no hay caso: les es preciso dejar la evidencia material de una cosa que pasó. Y claro, después esa cosa junta...
_______
Tercera parte
Las lágrimas son rástros de recuerdos
... polvo, se mezcla con otras, se cansa con el tiempo y se anexa prontamente a la venganza de lo que no ha sido sobre la raquítica vida que cualquiera pueda tener. La lección es sencilla: no se debe pretender volver allí donde se fue feliz. El tiempo trastorna. Y se sabe que el regreso es cosa imposible, o diabólica. Si se lograran desandar los pasos, se llegaría a un lugar que si no es decididamente horroroso, por lo menos será otro, lejano y hostil . Y esa diferencia delatará las modificaciones operadas dentro del hombre. Se verá ante su verdadero rostro. Y ya no sabrá cómo vivir, ni hacia qué vacío empezar a llorar.

XVI

Las cosas - aunque parezcan muertas - se van cargando de símbolos. Lo que fue una vez una bufanda para calmarnos los inviernos, puede ser en veinte años el reposo que una noche tuvo la fragancia de cierto amor perdido: o sea, algo peligroso, tal vez mortal. Un detalle minúsculo - una prenda que ya no se usa, una carta no enviada, una entrada a un recital - puede destapar las máscaras que cubren todas las apariencias, librando todo a la más áspera intemperie. De a uno - porque son pasos lentos, progresivos - se quemarán los velos que protegen al hombre de la verdad. Generalmente, una vez que la maquinaria comienza, ya no se detiene. Lo que deja detrás es una ceniza rancia, de lo que una vez fueron colores. Todo lo muerto una vez atesorado es escupido a la cara del prisionero de su sombra, que siente como si lo mordieran mil veces con mandíbulas agudas. Es como una hoguera de la que se desprende un humo infinito, pegajoso, que lentamente cubre a su espectador y lo desintegra.

XVII

A veces temo estar colaborando con toda esta industria. Me digo que, - así como yo completaba los espacios vacíos de las conversaciones telefónicas entre Bruno y Verónica - Bruno, o cualquier otro, puede vislumbrar algo aun más atroz que la figura rota, a la que le faltan las cosas que yo hice perder. Después de todo, si yo como partes y deformo piezas, la imagen que provenga de ese pastiche de restos y despojos será siempre de una deformidad abominable. Lo que sucedería si yo no interviniese sería la verdad. Un espejo, o imagen de la verdad. Me consuela el manual - al que es imperativo que me atenga - que claramente dice que si un hombre se confronta a su verdad, cae fulminado en el acto. Además, tengo que comer.

XVIII

El pasado no da tregua: es una llaga que crece cada vez que se le pasa por encima. Con Bruno es difícil. Se recuesta en el sofá, cierra los ojos, escucha Coltrane. Pareciera que hace cosas adrede para alimentar al monstruo. Bruno no llora. Escribe. A veces toca el piano, mira películas viejas. O se queda en silencio, horas. En una palabra: me dificulta el trabajo.

XIX

Lo que siempre me resultó interesante es que, si bien la estructura de este plan es un tanto cruel, al hombre no se le priva de la responsabilidad sobre la arquitectura de su propio desmoronamiento.

XX

Me pregunto si sabrá de mí. O del monstruo que está construyendo. Es improbable. Aunque tal vez algo sospeche, y por eso llena tantas páginas: se está escapando. Pero la única fuga posible es volverse loco; es decir: ser otro. Bruno es un autor de ficciones. Acaso esté practicando.

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otroanimalitodelafaunaurbana

2.12.05


A veces intento cometer un asesinato en sueños. Pero, ¿saben ustedes qué pasa? Por ejemplo, tengo un fusil. Por ejemplo, apunto contra un enemigo que trata de seguirme la corriente, con mucha educación, y se muestra quietamente interesado. Oh, aprieto el gatillo, sin duda, pero las balas caen blandamente al suelo, una tras otra, desde el tímido cañón. En esos sueños, mi única preocupación es ocultar el fracaso a mi enemigo, que se aburre cada vez más.
Lolita,
Vladimir Nabokov

30.11.05



minusválidamente, Debret Viana descarga su frustración sobre su fláccido piano:

cuarta improvisación sobre la inercia.wav
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29.11.05


Habla la mujer perdida

Yo soy un delirio vano, soy un tejido de ayeres, de derrotas minúsculas, fui (...), fui en París una burguesita aburrida que se ahogó en arsénico; sepultada, en Milán, lloré un río santo; inventé la espera tejiendo y destejiendo hasta que el amante regresara de su década incendiada; me llamé Medea, me llamé Perséfone; vi morir tres hijos entre las ruinas de mi casa en Kosovo, bebí del semen de 70 soldados hasta sangrar el alma; tarde entendí las palabras de Werther, y me dejé amar por quien no supe desear; dividí, en los suburbios, a dos hermanos hasta que mi garganta sobre su cuchillo los amigó; con mis 12 años hice enloquecer a Humbert Humbert; tres vidas limpié el polvo de los muebles de otros, y apenas si supe dónde quedaba mi deseo; de lepra me deshice en Indostán; bailé hasta decapitar a Juan el bautista cuando mi nombre fue Salomé, pero también con un manto sucio sequé el sudor del cristo herido; me quiso un poeta en Italia, que dijo haber recorrido desde los infiernos hasta el edén apenas para decir mi nombre un par de veces; a 17 hombres di para beber cianuro, me hice de su dinero y morí, anciana y rica, en un lecho cálido y amable; con un hacha me quebró un estudiante en San Petersburgo; me llamé Catalina una vez, y otra Elizabeth: dos imperios danzaban a mi capricho; con una navaja un cliente me abrió el estómago en Londres, era un día opaco, de niebla; escribí un diario y había soldaditos alemanes por todas partes (y me quitaron el diario); desangré a 24 vírgenes en un castillo de Rumania, la bañadera estaba roja como una marea de vino; un marinero americano me amó y abandonó, yo me fui marchitando en las orillas del Japón; fui puta en las esquinas de Buenos Aires; canté un tango con voz de bruma; un atardecer, en un baño de un café de Maldonado, fui infiel a un hombre que hubiera muerto por darme una sonrisa, me sentí mujer y no me importó; sobre la ciudad de Creta vi un atardecer que marcó mi alma; fui Circe y disfracé la muerte entre las comidas; fui esposa de un ferroviario en la ocupada Alemania y agoté las posibilidades del engaño; dejé una hija, inocente como la brisa, secarse sobre la limada piedra de la terrible Artemisa; conduje hasta el trono la mano indecisa de mi Macbeth, y ya nunca terminé de limpiar las manchas rojas que nacían.
Hoy soy un murmullo hecho de literaturas, un síntoma de la melancolía de otro. No me pertenezco: sobre mi cuerpo se libran guerras donde mi propia muerte es apenas una batalla. Aquí, soy un espectro necesario, un recurso del narcisismo: escenifico una perversión.

Soy tu amor, soy tu muerte, soy la que te entiende, la que te descifra, soy tu víctima, tu vampiro, quiero que me cuides, que me tengas, que me partas, soy la serpiente, soy la casta acompañante del camino, la enfermera, la mucama, la asesina, la tibia esposa complaciente, soy tu puta.

Pero mi instante es efímero: todo goce es repentino, fugaz; solo queda de mí una pura pérdida, soy la ausencia que me mejora y multiplica: hoy habito en tu delirio.

Pero si yo no existiera...

Fragmento de Ruidosas Cenizas

Debret Viana

26.11.05



Repartido entre el horror de vivir y el horror de morir.
Cuando se tiene la mala suerte de haber nacido se debería tener, por lo menos, el consuelo de vivir bien y cómodamente. Si se vive mal, es que uno ha sido engañado dos veces. Yo soy la víctima de una mala broma: ¿de quién? Si se tiene la desgracia de vivir, si se tiene la conciencia de esa desgracia, al menos no se debería tener miedo a la muerte. La cosa más absurda es tener conciencia de que la existencia humana es inadmisible, que su condición es inadmisible, insoportable, y, sin embargo, agarrarse desesperadamente a ella, sabiéndolo y quejándose de que vamos a perder lo que no soportamos. Como alguien a quien se ahorca, que quiere y que no quiere que le corten la cuerda, porque debajo de él hay una estaca.
del diario de
Ionesco

21.11.05


el azul interior
_______ _______
Ejercicio nocturno
Estoy en la casa, camino. Doy vueltas. Puedo ir a la habitación, al living. Me siento en el sofá, veo una película. Me cruzo con el cuaderno, al lado mío. Puedo tomar un libro cualquiera de la biblioteca. Desinteresadamente leer unos párrafos. Y dejar el libro. Casi siempre, mientras camino por la casa, la noche es honda. Se agolpa espesamente sobre las ventanas. Me tropiezo con el cuaderno. Una y otra vez. Ya estuve frente a él. Ya me pasé horas con la pluma en la mano, inútil. A veces tengo que ir al baño, poner hielo sobre la cicatriz. Me han operado hace una semana. Otras veces voy hasta la cocina, me sirvo un vaso con agua, como algo para distraerme. Me cuesta salir a la calle, me cuesta caminar. Hace una semana pasé por una intervención quirúrgica. Desde entonces, no pude escribir una sola ficción. Me enfrento a las hojas en blanco, al purísimo papel que se extiende como el territorio enemigo. Con mi tinta negra no puedo penetrarlo. Paso muchas hojas en blanco, las hojeo. Con las yemas de los dedos recorro la piel que me niega: quiero conocer a mi rival. Voy por los renglones vacíos como queriendo descubrir las letras que se cifran en esa blancura que no sé empezar a violar.
*

El límpísimo rencor de la hoja en blanco. Quieto, inmune de mí. Es casi como una risa que se alza en la madrugada. Si busco, le puedo ver los dientes a esa risa. Yo la quiero callar, veo películas, pongo muy alta la música. Pero me cuesta. Me cuesta no reencontrarme a lo largo de las horas con la pluma o con el cuaderno. Están siempre en entre el lugar donde estoy y el que quiero llegar. Entiendo que son emboscadas colocadas estratégicamente por mi ánimo.

*

No tengo consuelo, y soy como una especie de vagabundo en mi propia casa. No sé cómo enfrentarme a la mirada de la hoja vacía; es como una marea en la que me enredo. A veces me duermo, pero siempre termino regresando al mismo lugar, al escritorio, a la hoja en blanco. Los antibióticos no parecen servir para esto. Aunque sí es cierto que siento que me han idiotizado. No logro hacer nacer en mí una idea que amerite la sentencia de la palabra escrita. Yo me siento frente a la hoja en blanco. Intento garabatear algo. O simplemente volver a escritos que dejé antes inconclusos, frases sueltas. Me enfrento a la hoja en blanco, e inevitablemente, naufrago. Todavía me quedan historias que habían comenzado antes de la operación. Dan vueltas por mi cabeza. Sueño con ellas, o las digo a quien casualmente escuche, si suena el teléfono. Pero no llego a escribir una sóla palabra. Sé cómo empiezan, o comprendo cómo terminan, pero no logro trazar un puente que devenga en lo que ya sé.

*

Siento, de una manera un poco mística, un poco tonta. Un poco religiosa sobre todo. Siento que la tinta que desparramo sin sentido, esa que no acaba de formar nada específico. Esos intentos vanos, los devaneos de mi pluma. Son como mi sangre, perdiéndose vanamente (nota del editor: ilegible) un río negro ... con esas palabras que no van a ninguna parte. Como éstas.

*

Ni siquiera tengo el consuelo del delirio. Estoy hundido en mi triste lucidez, en un estado de profunda irrelevancia. Curo mi cuerpo, y sigo las indicanciones médicas. No logro, sin embargo, decir nada. Y muero por hacerlo. Me he vuelto el siervo de mi carne. Soy un escritor de ficciones. Esos objetos mágicos justifican los episodios banales de mi vida. Es extraño que este estado que es, digamos, la imposibilidad de la escritura, me lleva, me detiene aquí, en la narrativa de la imposibilidad de la escritura. Entiendo que es solamente una manera de consolarme: tengo que decir algo.

*

Amanece. Copio, para hacer de cuenta que escribo, pasajes de novelas o ensayos que voy leyendo. Sobre Kafka, escribe Blanchot: la mayor parte de su diario gira en torno a la lucha cotidiana que le es preciso sostener contra las cosas, conta los demás y contra sí mismo para poder llegar a este resultado: escribir unas palabras en su diario.

Antes, esos trozos de otras literaturas y otras voces servían para empezar mi prosa. Ahora no salgo de este estancamiento. No sé cómo morir. La manera de morir que había aprendido era la literatura. Ahora, que no logro parir una palabra, me siento petrificado en una estática que no encalla en ninguna parte. Porque es tristísimo el frío frente a la hoja en blanco, tengo que hacer de esto un melodrama. Es la única manera que tengo para arañar la hoja.

*

Si me tengo que sentir de alguna manera, es así:



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street spirit

20.11.05


- No me leerías si supieras.

- Yo sé.

- Si supieras, ¿responderías?

Bataille
La ausencia de dios

16.11.05

14.11.05

(...) Estoy acostado en la cama en un dulce entresueño. Ya a las seis de la mañana, en un ligero despertar, llevo la mano hacia una pequeña radio que tengo junto a la almohada y aprieto el botón. Se oyen las primeras noticias de la mañana, apenas soy capaz de diferenciar las distintas palabrasy vuelvo a dormirme, de modo que las frases de los locutores se convierten en sueños. Es el momento más hermoso del sueño, el instante más placentero del día: gracias a la radio soy conciente de que constantemente me duermo y me despierto de ese magnífico vaivén entre la vigilia y el sueño, que por sí mismo ya es causa suficiente para que el hombre no lamente haber nacido. ¿Es sólo un sueño o estoy de verdad en la ópera y veo a dos cantantes, vestidos de caballeros medievales, que cantan sobre el tiempo que va a hacer?
La inmortalidad
Milan Kundera
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Como he sido intervenido quirúrgicamente, duermo mucho. En ese frágil y precioso límite paso el tiempo. Quisiera escribir un relato sobre un hombre que vive en el placard de una mujer. Pero no puedo empezarlo. El poco tiempo que paso despierto lo uso en recorrer lo soñado. Hoy, por ejemplo, reparé oníricamente algo que había perdido hace dos años. Acepto esas aguas imaginarias como un bálsamo.

11.11.05



Cromañón

Era 1996. Muriéndose, el poeta y músico brasilero Renato Russo, compone su último disco, La Tempestad (o el Libro de los Días). Es un trabajo desesperado, tristísimo. Sabe que le queda poco tiempo, y todavía siente que le quedan cosas por decir. Graba los temas con fiebre, apenas puede caminar. Pesa 45 kilos, pero la profunda, deliciosa voz: intacta. En la primer canción - acaso la más pobre - encuentro este verso (me tomo el atrevimiento de traducirlo):

___
cuando el circo se prenda fuego
somos los animales en la jaula
__
_________________________________________
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*

renato russo
y una canción de despedida
Love in the afternoon


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7.11.05


poses para llorar
- 2do draft -
tan pronto como deja de padecer, a la vez deja también de ser.
Etica, de Baruch Spinoza


0

No importa cuándo. Esto ocurrió siempre hace mucho: historias como ésta estan vaciadas de contemporaneidad. - no ocurren nunca: han siempre ya ocurrido -.
1

En la ciudad de Rosario un hombre se acercó a una mujer, como si fuera niño y padre a la vez. Su insistencia fue desesperada - perdió el molde de su saco, y empañó los puños de sus camisas en el esfuerzo -, hasta que la mujer cedió, por simpatía o por piedad, y cometió el acto más solitario: se enamoró. Era casual que su nombre fuera Sandra. El hombre trabajó hasta conmover el alma de Sandra, poseyéndola. La tuvo, la quiso, la abrió y la rompió delicadamente. Ella no sabía cómo despegarse de él, cómo pensar en otra cosa. Su vida se había vuelto un torpe andar a tientas por los rastros vagos que ese hombre había hundido en ella, ansiando que tal vez desembocaran en la carne del alma de él, ahora tan callado, tan ausente. Una vez que consiguió lo que pretendía, el hombre se marchó. Nada le significaba conservar lo que ya poseía. Sandra lloró.
2

La historia es común; y todavía nada interesante. Sandra lloró como se llora, sólo que organizó sus lágrimas. Pudo ser otra vez el llanto estereotípico de la mujer herida que llora. Sin embargo, conservó cada lágrima: le encontraba un sentido - absurdo y secreto para nosotros - a salvar lo que se va deslizando hacia el olvido. En baldes, en botellas escurría sus pañuelos. No salía a la calle sin un frasquito donde derramar su llanto. Con el tiempo, había establecido un horario para llorar. Tenía también un cuarto para llorar: una habitación con fotos. Ella se sentaba en su silla para llorar. Y lloraba.
3

Es pensable que ya la causa del llanto se hubiera vencido, que su llanto era un vicio, o un oficio. Se trata de meras especulaciones que no hacen a la historia; murmullo en derredor. Yo quisiera quedarme cercano a los hechos, los pocos que pude juntar. Creo que ya se comprende que el hombre que abrió la herida era un accidente de la historia, acaso necesario pero sin duda circunstancial. Que fuese su precisa pezuña la que había empezado las cosas era un detalle casual: había antes en Sandra algo que se desbordaba, pero que no encontraba expresión. Era ella la que lo había usado a ese hombre como excusa para lograr su obra, su terrible biblioteca de frascos con lágrimas, que se alzaba en cada pared de la casa.
4

Lo cierto es que lloró con sistema (empresa magna, como la de pensar con sistema: Sandra como la Spinoza de las lágrimas). Y que cuidó su llanto. No permitió que nadie se lo secara, que nadie se lo arrebatara: fue como decir este llanto es mío, estas lágrimas también soy yo (mi lenguaje). Había algo de sagrado y algo de temible, de inhumano en la disciplina con la que ejerció su pena. No dejó que eso que de alguna manera la decía - la delataba - se perdiera: recogió su llanto y lo guardó: vivió con él (entre botellas, frascos, pañuelos mojados y baldes) el tiempo de su vida.
5

No podemos ignorar el esfuerzo que esto implica. Sandra tuvo que estar sola. No podía darse a ningún hombre si pretendía articular hasta el final la titánica tarea. Tenía que aferrarse a su dolor, a su inmensa tristeza. Un hombre la distraería. Aun si resultaba bueno, amable, y realmente la amase, le secaría las lágrimas con terciopelos azules y entorpecería toda la empresa. Hacer brotar un río de agua salada no era un trabajo menos que divino: lo único serio que cabía era librarse de las tentaciones mundanas. Solitariamente dió esos pasos. Se dejó casi todo el tiempo encerrada en su casa; apenas de vez en cuando se la veía en la ciudad. Al principio, solamente sospecharon que se había vuelto loca. De la intriga de los vecinos empezaron muchas literaturas.
6
Como toda leyenda, las voces la multiplican, la tocan, la cambian. Ya he relatado lo que se sabe: ahora, las fábulas que surgieron son numerosas, y creo que no pertenecen al destino de Sandra. Una muchacha lloró y, hasta donde se sabe, guardó cada gota de ese llanto. Después, su vida se pierde entre las vidas, y salvando ese mínimo hecho, se vuelve irrecuperable. En el barrio, sin embargo, Sandra se perpetúa en ese sólo movimiento, se cristaliza en una imagen revisitada por el folclore rosarino, por las viejas que le rezan como a una santa y los pibes que le temen como a un dios triste. Es cierto que ya no es Sandra. Que la verdadera muchacha ahora puede ser abogada, o psicóloga o ama de casa y estar felizmente casada por ahí, o cualquiera de los destinos asequibles. Como nada sé de lo que fue de ella - y estoy convencido de que lo que resultó es mucho menos estético que las habladurías -, recojo algunas declamaciones barriales; dicen:
  • que se bañaba en sus lágrimas
  • que planeaba tener la suficiente cantidad de agua como para un día ahogar a su amado
  • que vendió su llanto a pueblos de tierra árida, y trabajó, prósperamente, reemplazando la lluvia (menos caudalosa, pero puntual)
  • que sabiendo de tanta gente incapaz de emocionarse sinceramente, fundó una agencia de lágrimas a domicilio (frasquitos con llanto a pedido)
  • que aguardó a secarse para arrojar un baldazo de lagrimas a su amado y después vivió tranquila
  • que, seca, obligaba a vírgenes a llorar por ella para que nunca se detenga la maquinaria lacrimosa
  • que su llanto era sagrado, y se cerraban las heridas allí mojadas
  • que desbordó el Paraná
  • que abandonó el barrio para triunfar en México como estrella de melodramas
  • que la encontraron un día muerta en su casa, rodeada de frascos y baldes con agua salada. Tenía la piel muy seca, áspera. Suele llover en el aniversario de su muerte. Esa lluvia se la conoce como las lágrimas de Sandra
  • que no lloraba nada, y capturaba en palanganas gotas de lluvia (lo hacía para montar un teatro que distrajese las voces de la humillación de ser usada y abandonada por un tipo)
  • que lavaba su ropa en su llanto, logrando un blanco tan pulcro y absoluto que una compañía de jabón en polvo le compró la fórmula
  • que un día, de hacer tanta fuerza por llorar, lloró sangre
  • que le costaba llorar porque ya ni se acordaba del tipo, entonces hizo valijas y salió en busca de nuevas penas para llorar largo y tendido
  • que, húmeda, se pudrió junto a las paredes de la casa
  • que lo que en realidad amaba era la manera en que el mundo se veía a través de los frascos llenos con sus lágrimas
  • que se fue al sur y puso un hotel con termas tibias y saludables
  • que una noche de tormenta un extranjero perdido golpeó su puerta; Sandra lo dejó pasar y el extranjero vió como esa casa y la tormenta eran muy parecidas.
  • que una vez se le cayó un frasco y se quebró en el piso, y Sandra no pudo soportar su obra inútil en el suelo y se abrió las venas con los vidrio rotos del frasco, pero de ella sólo brotaba agua salada
  • que hombres misteriosos se la llevaron una noche hacia un páramo lejano y solitario, la violaron y la acuchillaron; de las heridas de Sandra salía agua salada e inundó el lugar
  • que de tanto llorar perdió la vista, y sólo tenía calma cuando pasaba la yema de los dedos sobre la superficie del agua de sus lágrimas, acariciándola como si fuera un gato
  • que seccionó en gotas todo el llanto que tenía y contó 140.853.411 lágrimas
  • que regaba su jardín con esa agua: el más florido de Rosario

7

La historia se cierra en literatura - se abre: infinitamente -. La tarea de Sandra era, desde luego, una tarea inútil. A su manera, todas lo son. No es diferente la manera en que vos necesitás aferrarte a algún talismán vacío para suponer una dirección a tu errática somnolencia, y prevenirte de que el abismo te salte encima como una fiera afilada. Yo, harto de letras las hojas limpias también para soportar la fragancia rancia que las horas me dejan al pasar por mí como pasa el viento sucio y grisáceo que tiene la voz de los segundos que gotean lejanos en la madera de los muebles nocturnos. No importa. Que nos baste saber que una vez, en la ciudad de Rosario, una muchacha lloró.

____*____

el cuadro, otra vez Van Gogh

más sobre el llanto

5.11.05



teatro

Me han repartido el papel muy mal. Quizá estaba hecho para ser un espectador. En lugar de ser un espectador, me han hecho trabajar en la obra. Ni siquiera el papel principal. Ni siquiera un papel. Soy un partiquino, un figurante ínfimo. El figurante no puede ver la totalidad del espectáculo, ve algunas cuerdas, algunas partes posteriores de los decorados, al director que le tiraniza (...). No tengo más que una frase que decir
.
del diario de
Inonesco

4.11.05

soundtrack
Sobre el texto anterior, todavía queda esto :
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Fake plastic trees - Thom Yorke
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la letra

1.11.05



escenas conyugales
- final cut -

I

Las cosas de la casa estaban prendidas a la oscuridad. Las miró un instante: eran tigres en la siesta; se cuidó de hacer algo por despertarlas. No quería que nada le saltase encima. Menos a esas horas, que son como el despojo de la existencia, cuando el segundero sigue dandole puntadas al cuerpo pero el cuerpo es una coagulación insensible. Ansiaba solamente llegar a su cama sin tener que existir en el camino. Entró suavemente, e hizo de sus pasos un liviano murmullo. La puerta, de todas maneras, crujió su queja de madera hinchada, como siempre. En la cocina tomó un vaso, lo llenó con agua. Se apoyó - levemente - sobre la alacena para descansar del día, de los detalles del cansancio. Cruzó el living sin prender ninguna luz, y llegó al baño. Se lavó la cara, se descalzó. No quiso saber nada con el espejo: era tarde, y le pareció mejor postergar cualquiera de las formas de la conciencia. Una vez en la habitación, una figura en las sombras lo llenó de espanto: había alguien durmiendo en su cama.

II

Se sacó la camisa, luego el pantalón. Cuando sus ojos se acostumbraron a las íntimas tinieblas del dormitorio, adivinó, enredado en sus sábanas, el cuerpo de una mujer. Ya desnudo, se acostó en la cama. Se durmió pronto, dándole la espalda a la extraña que dormía junto a él (lo que soñó pertenece a otro relato).


III


Despertó con los primeros sonidos del reloj, que arañaba su sueño a la inhóspita hora de siempre. Detrás de la ventana las cosas eran todavía grises. El otro lado de la cama estaba vacío. Era el cuarto día desde que la extraña llegó a su casa, y le pareció grato recuperar un trozo de soledad - aun cuando ocurriera a horas tan difíciles -. Abrió su mano, y la dejó posada allí, recorriendo - los ojos aun cerrados - el territorio vacante: estaba frío. Frío y cercano. Casi suyo. Extendió su cuerpo por todo el espacio de la cama. Como si quisiera volver. Como si quisiera volver a alguna parte.

IV

Al salir - ya cambiado y prevenido para el día - del baño, escuchó ruidos en la cocina. Detrás de los ruidos estaba la mujer extraña, que sacaba y ponía platos y vasos de los estantes de la cocina. Se movía de manera frenética, como una máquina. El se detuvo junto a la puerta, y sintió cómo los ojos de esa mujer se le clavaban dentro. Desvió la mirada hacia la mesa, encontró el desayuno preparado. La escuchó decir: te preparé el desayuno. Las hebras de esa voz parecían provenir de un instrumento lejano y roto. El no podría precisar cuál. La miró una vez más. Después se sentó, tomó el desayuno - la mujer lo miraba desde un rincón de la cocina, lo escrutaba como queriendo penetrarlo -. Cuando terminó, se levantó y se fue a trabajar.

V

No le fue sencillo desprenderse de la voz de la mujer extraña. Si intentaba seguir su vida como si nada se hubiese alterado, tropezaba contra esa voz, aferrada en alguna parte de su ropa, o regresando a él desde el chirrido del tren o el sonido de los papeles multiplicándose en su escritorio. Las cosas que usaba la voz para desandar el olvido hasta su memoria eran inmotivadas: eso era lo que la hacía incontenible. Si pudo arrancarla de sí fue gracias al cansancio que su labor implicaba, gracias al naufragio de sus fuerzas para soportar el día y sus trabajos.

VI

En el ascensor le pareció que las paredes se le acercaban, tuvo que aflojarse la corbata. Otro día se deshacía, esfumado; y sentía que no había ninguno de sus pasos que pudiese salvar. No había pieza de su vida que conformara un buen relato. En el pasillo ya vió la puerta abierta. Entró en la casa - todas las puertas, todas las ventanas estaban abiertas -; Brahms llenaba los vacíos del lugar, se estrellaba contra las paredes, hacía temblar los vidrios. La mujer extraña estaba en medio del living, arrodillada en el suelo, rodeada de pilas de ropas, de hilos y de ovillos. Parecía estar destejiendo cada prenda. Lo hacía con desesperación, subiendo la velocidad al ritmo de Brahms. Sin reparar en ella, apagó el equipo de música y encendió la tv. Se dejó hundir en el sofá, esperando que algo en la pantalla - cualquier cosa - lo interrumpiese.

VII

Lo que él quería era evitarla. Pero la casa era pequeña, era imposible no encontrarse. Si bien había momentos en que esa presencia le simplificaba algunos episodios de la realidad (la ropa limpia por ejemplo, o la comida, los beneficios sociales) tenía muy en claro que sus maneras se entorpecían. El contacto lo volvía rudimentario para su propio paso. Si él se estiraba por ejemplo hacia la biblioteca buscando un libro, tenía que sortear a la mujer extraña, que si no estaba en medio de lo que él deseaba, había llegado primero que él (al libro, o lo que fuese que el deseara). Si sentía voluntades de ir al baño, al segundo paso veía cómo la mujer acababa de entrar y cerraba la puerta. Cada vez que pasaba por el pasillo, la mujer estaba sentada en el suelo y él tenía que emprender posturas poco ortodoxas para lograr pasar. Había veces que, al salir, notaba que ella se aferraba su zapato, y no lo dejaba avanzar. Siempre era un obstáculo.


VIII

Coincidieron en una cena. Comían con delicadeza, sentados uno en frente del otro. Esa noche se miraron mucho, y fue la primera vez que él supuso que para esa mujer él también podía ser un extraño. No se dijeron una sola palabra. A esa altura, ya se entendían (bastó mover una ceja para que le alcanzara la sal).

IX

Cuando abrió la puerta del baño - una tarde -, la vió ahí, sentada, desnuda. Tenía una mano entre las piernas, y gemía. Al verlo, se detuvo. Hubo un instante en que ambos quedaron petrificados, inermes ante el otro. Después ella se llevó un dedo a la boca, y abrió las piernas. Se quedó tímida y abierta, con la mirada niña. Temblaba un poco. El cerró la puerta y se fue.


X

Ella lo toma del brazo, lo detiene. La mujer lo mira a los ojos. Lo mira como si a través de los ojos pudiese acceder a algo más profundo. El corre la mirada, quiere soltar el brazo, irse. Ella dice: no sé, yo trato. Vos me viste buscar y buscar. No sé cómo hacerlo, pero quiero intentar. El calla. Ella sigue diciendo: quisiera ser la que vos querés que yo sea, pero no sé cómo hacerlo todo el tiempo, ¿entendés? Ella calla, lo espera. Con la mirada lo agujerea, él siente que tiene que decir algo. Cuando abre la boca, se oye decir: esto es ridículo; no sé de qué estamos hablando. Y también dice: me tengo que ir. Dejáme. Me tengo que ir. Ella dice: Yo quiero ser eso, pero todo el tiempo no me sale. Me esfuerzo mucho, y lo consigo bastante seguido. Pero todo el tiempo... El dice: en serio, me tengo ir. Ella sigue diciendo: hay grietas, pequeñas cosas que van brotando. Como mi nombre, o algún gesto fuera de lugar. Cosas así, cosas tontas. Pero que desacomodan todo, hasta los muebles.Y últimamente es cómo si nos cayéramos ahí, ¿no? Justo en esos lugares donde yo no sé cómo ser lo que vos querés que sea. Son detalles, vos ves que son detalles, ranuras. Pero resbalamos ahí. Nos hundimos. Nos cuesta tanto hacer dos pasos sin tropezar, pero yo quiero. Quiero que sepas que quiero. ¿Entendés? Quiero probar. El dice: Basta. Soltáme. Estoy llegando tarde. Soltáme.

XI

Más tarde, piensa: ¿ella realmente cree que soy ese monstruo? También piensa: ¿acaso soy ese monstruo? Y también (pero ya cuando atardecía en la ventana detrás de empleados, papeles y cubículos): ¿cómo fue que me convertí en este monstruo? ¿dónde empecé; quién me llevó hasta aquí?

XII


Era la mitad de la noche. Se despertó bruscamente. La garganta seca. Distinguió en la mesa de luz un vaso con agua. La mujer no estaba a su lado. Decidió ir a la cocina, beber algo allí. Una vez en el pasillo, escuchó un leve murmullo que provenía del living. No le hizo falta prender la luz, la vio sentada en el piso, la cara entre las manos, llorando. Se sirvió un vaso con agua y buscó una de las sillas del living. Se sentó allí, en la oscuridad. A veces su llanto era leve y más lento, como si llorara por reflejo. Otras balbuceaba violentamente, como una niña, como si estuviese frente a su pena. El se quedó callado junto a ese llanto. En algún punto debió quedarse dormido.

XII


- Hablemos - dijo ella. - Por favor, hablemos. Pero me tenés que prometer que vas a ser sincero conmigo. Yo también voy a ser sincera con vos - .
- Está bien - dijo él. - Pero, ¿quién empieza? -.

Después fueron más fáciles de escuchar los ruidos de la calle, que entraban por la ventana entreabierta. Y esas formas del silencio que tienen las cosas quietas.

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la fotografía se llama
La memoria
,

de Debret Viana