El límpísimo rencor de la hoja en blanco. Quieto, inmune de mí. Es casi como una risa que se alza en la madrugada. Si busco, le puedo ver los dientes a esa risa. Yo la quiero callar, veo películas, pongo muy alta la música. Pero me cuesta. Me cuesta no reencontrarme a lo largo de las horas con la pluma o con el cuaderno. Están siempre en entre el lugar donde estoy y el que quiero llegar. Entiendo que son emboscadas colocadas estratégicamente por mi ánimo.
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No tengo consuelo, y soy como una especie de vagabundo en mi propia casa. No sé cómo enfrentarme a la mirada de la hoja vacía; es como una marea en la que me enredo. A veces me duermo, pero siempre termino regresando al mismo lugar, al escritorio, a la hoja en blanco. Los antibióticos no parecen servir para esto. Aunque sí es cierto que siento que me han idiotizado. No logro hacer nacer en mí una idea que amerite la sentencia de la palabra escrita. Yo me siento frente a la hoja en blanco. Intento garabatear algo. O simplemente volver a escritos que dejé antes inconclusos, frases sueltas. Me enfrento a la hoja en blanco, e inevitablemente, naufrago. Todavía me quedan historias que habían comenzado antes de la operación. Dan vueltas por mi cabeza. Sueño con ellas, o las digo a quien casualmente escuche, si suena el teléfono. Pero no llego a escribir una sóla palabra. Sé cómo empiezan, o comprendo cómo terminan, pero no logro trazar un puente que devenga en lo que ya sé.
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Siento, de una manera un poco mística, un poco tonta. Un poco religiosa sobre todo. Siento que la tinta que desparramo sin sentido, esa que no acaba de formar nada específico. Esos intentos vanos, los devaneos de mi pluma. Son como mi sangre, perdiéndose vanamente (nota del editor: ilegible) un río negro ... con esas palabras que no van a ninguna parte. Como éstas.
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Ni siquiera tengo el consuelo del delirio. Estoy hundido en mi triste lucidez, en un estado de profunda irrelevancia. Curo mi cuerpo, y sigo las indicanciones médicas. No logro, sin embargo, decir nada. Y muero por hacerlo. Me he vuelto el siervo de mi carne. Soy un escritor de ficciones. Esos objetos mágicos justifican los episodios banales de mi vida. Es extraño que este estado que es, digamos, la imposibilidad de la escritura, me lleva, me detiene aquí, en la narrativa de la imposibilidad de la escritura. Entiendo que es solamente una manera de consolarme: tengo que decir algo.
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Amanece. Copio, para hacer de cuenta que escribo, pasajes de novelas o ensayos que voy leyendo. Sobre Kafka, escribe Blanchot: la mayor parte de su diario gira en torno a la lucha cotidiana que le es preciso sostener contra las cosas, conta los demás y contra sí mismo para poder llegar a este resultado: escribir unas palabras en su diario.
Antes, esos trozos de otras literaturas y otras voces servían para empezar mi prosa. Ahora no salgo de este estancamiento. No sé cómo morir. La manera de morir que había aprendido era la literatura. Ahora, que no logro parir una palabra, me siento petrificado en una estática que no encalla en ninguna parte. Porque es tristísimo el frío frente a la hoja en blanco, tengo que hacer de esto un melodrama. Es la única manera que tengo para arañar la hoja.
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Si me tengo que sentir de alguna manera, es así:
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2 comentarios:
Navegando por los blogs, me encontré con este sorprendente contrapunto de palabras inasibles, pensamientos cercanos, sentimientos de abismo y fotografías de lo invisible. Me parece muy valioso todo lo tuyo, seguí posteando, que los navegantes hacia otros rumbos siempre existen! Un saludo desde Buenos Aires, Daniel Mc Riley
es que lo invisible es esencial a los ojos. y las palabras que se enlazan son como redes por donde el infinito se extravía; pero se roza.
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