Este relato tiene dos escenas. Después, al final, hay otra cosa. Una suerte de epílogo, donde estoy solo. O más o menos, porque la soledad... en fin. Voy a escribir las dos escenas en tercera persona. Para objetivar un poco, y establecer cierta distancia, o al menos tres onzas de su ilusión. Más que recurso estilístico se debe a esto: si estoy demasiado cerca, no voy a poder contar nada, si estoy implicado, bueno, no quiero pasar otra vez por esa experiencia. Sólo necesito ver. Desde afuera.
I
El llega un poco tarde. Es viernes, y es la noche. Todo ocurre en un bar de Palermo, cerca de la plaza Cortázar. Ella todavía está en el escenario. Canta una canción. De PJ Harvey. Las luces son tenues. Azules y violetas. Hay gente que habla, y hay gente que escucha la música. Los mozos cruzan el salón, ajenos. El se corre del camino de una bandeja con legui, dr lemon, dos capuccinos y sprite. Hace pie apoyándose en la barra. Es la última canción de la noche. Quedan poco menos de 2 minutos. El no sabe que será la última vez que la verá cantar. Ella, su voz. Es grave, profunda y felina. El alterna su atención entre la sinuosa marea de la voz y el vértigo lentísimo de ese cuerpo de mujer danzando sutil. Ambas cosas, centelleantes, lo hechizann y extravían sucesivamente. Cuando termina la canción él tiene una sonrisa boba en el rostro, y aplaude dos, casi tres segundos después que el resto. Ella agradece, saluda y sale del escenario. El cree que ella lo vió, y que le guiñó el ojo. Pero hay poca luz, y no puede estar seguro. En seguida empieza a sonar de fondo un disco de Leonard Cohen. El bar es tomado por los murmullos de las voces mezcladas de la gente. El saluda a dos conocidos que toman cerveza en una mesa cerca de la pared, y sale del bar, se queda en la puerta. Mira la noche, prende un cigarrillo. Ella se abraza con amigas y justo antes de sentarse en una mesa llena de conocidos que fueron a verla, lo ve a él, afuera, y sale a buscarlo. El está de espaldas, y la oye decir: ¿Esta es manera de decir hola?
- Hola. - y le extiende la mano, pero ella, antes de que él terminase el movimiento, ya lo ha abrazado.
- ¿Qué hacés acá afuera, ermitaño?
- Es que no pude aguantar la emoción.
- Tonto.
- En serio, fue muy bello.
- Gracias. ¿De verdad te gustó? Hubo algunas desprolijidades.
- Tenés muy buena voz. Y la canción, tan melancólica. Voy a tener que prepararme un cóctel de placebos para no entristecer hasta el desmayo.
- Ay, habló el señor arco iris.
- Bueno, pero mi tristeza es una forma refinada de elegancia, che.
- Me gustó que vinieras. Gracias.
- Cómo no iba a venir. Tengo que aprovechar ahora, porque seguro que a partir de la próxima vas a cobrar una entrada carísima.
- No creo, no creo. Falta mucho para eso.
- La humilidad es una dolencia muy primitiva. Si no tenés nada que envidiarle a Bjork.
- ¿Ah no? ¿Y a la Cantilo?
- Por favor. La Cantilo te envidia a vos. Por lo menos las neuronas no suicidadas y el tabique nasal entero. Además, dejame que te diga, esa humidad es una extravagancia entre artistas.
- Ya sé, ya sé que vos sabés de eso. Pero yo no soy un artista. A mí me gusta cantar. ¿Entrás? Le hacemos un lugar a tu ego y nos tomamos algo, ¿sí? Así conversamos un poco.
- Ah, me encantaría, pero vos ahí tenés un montón de fans y yo no quiero interponermo entre los goces y beneficios de la fama.
- No seas tonto. Son amigos. Vamos a una mesa aparte si querés.
- Me encantaría, en serio. Y te prometo que lo hacemos, la semana que viene o cuando puedas. Hoy justo no tengo el tiempo. Vine corriendo, y tengo que seguir corriendo. En serio, me encantaría.
La cara de ella aun sonríe, con tristeza. Por cortesía, no insiste. Se abrazan, se dan un ceremonial beso, cerca de la boca, pero no tanto. Se sueltan, él dice alguna cosa sarcástica, y ella ríe. Se da vuelta, y empieza a caminar. Siente la mirada de ella, sobre su hombro. No se atreve a darse vuelta. Sentirá esa mirada mucho tiempo. Dobla la esquina.
II
Ahora, pasaron un par de años. Las cosas ocurren en el hall de una sala de teatro, en el barrio del Abasto, una vez finalizada una obra de Spregelburd. Hay más gente, pero los personajes son los mismos: otra vez él, otra vez ella. Es una noche de invierno. El fue con una chica que está conociendo. Se llama Verónica, es periodista. Tendrán un amor sereno, que durará 7 años. Luego, se separarán, hastiados. Verónica se casará más tarde con un empleado de comercio. Tendrá dos hijos: Vicente y Lucas, y morirá de un cáncer de cólon a los 67 años, en la cama de un hospital de Flores, una mañana de mayo. Pero esta no es la historia de Verónica, sino de él y ella. Aunque no llegue a ser totalemente una historia. Cuando Verónica se va a saludar a una amiga de la facultad, y él queda solo, siente una mano que le toca el brazo.
- ¿D.? - dice una mujer. Previsiblemente, es ella. El lector ya lo sabe. El se da vuelta, y tarda un segundo en reconocerla. Después arquea las cejas, sorprendido, y sonríe.
- ¿J.? No lo puedo creer.
- ¡Me parecía que eras vos! Te estaba mirando, pero no estaba segura.
- ¡Si estoy igual! Bueno, no respondas a eso. ¿Qué hacés por acá?
- Mi prima es actriz, hace el personaje de la asesina serial arrepentida.
- Ah, todo un personaje. Qué raro encontrarte, ¿cómo estás tanto tiempo?
- Bien, todo bien. Trabajando y esas cosas.
- ¿Seguis cantando?
- No, no, ya no. Bueno, no regularmente al menos. Soy contadora.
- ¿Contadora?
- No lo esperabas, ¿no?
- La verdad que no.
- Disimulá la cara de decepción.
- No es decepción, es sorpresa, desorientación, ¡shock!
- ¿Vos cómo andas? ¿escribís todavía?
- Sí, sí. Soy caprichoso con mis juguetes.
- Me alegra mucho escuchar que insistís con eso.
- Bueno, es que soy muy inmaduro. Ya sé que es inconveniente, pero con el tiempo se volvió un tic infatigable.
- Fiel a vos mismo. Genial.
- Deberías decirle eso a los del nobel. ¿Viniste sola?
- No, ese allá, ves al lado de la mesa, con la botella de Isenbeck en la mano. Ese es mi marido.
- ¿El pelado?
- ¡No! Al lado del pelado.
- ¿Te casaste? Esto es demasiado.¿Por qué te casaste?
- ¿Cómo por qué? La gente se casa. Son cosas que pasan. El amor, la casa, la hipoteca, las compras al mercado, la muerte. La vida, ¿viste?
- Creo que describiste mi imagen del infierno.
- Che, el infierno puede ser un lugar super cómodo, ¿eh?
- Te tomo la palabra. Y cómo va esto del matrimonio. Estás... ¿contenta?
- ¿Feliz?
- O no sé, enfurecida, estafada, indigestada, aburrida....
- Embarazada.
- No jodas.
- De verdad.
- Ya no sé qué decirte. Sos demasiado real para mí. No sé, ¿qué se dice en estos casos?
- Y, felicitaciones, te deseo lo mejor, esas pavadas.
- Bueno, felicitaciones, y eso. La verdad es que no lo puedo creer.
- ¿Qué no podés creer?
- Que te hayas casado. Y encima con un pelado.
- ¡No es pelado!, es el que está al lado del pelado.
- Es lo mismo. Va a ser pelado, y va ser gordo. Por eso no vale la pena casarse. Porque el futuro es horrible, y conviene estar atado lo menos posible a las cosas que declinan.
- Esas cosas que decís, funcionan barbaro en los libros. Pero la vida no es del todo así.
- ¿Y cómo es la vida, chica casada?
- Ni idea. Pero es distinta. Por ejemplo, si reprodujeras este diálogo en uno de tus textos, no funcionaría. Sería aburrido, irreal. Para que sea legible tendrías que afectarlo, volverlo "literario". Y aunque el futuro sea espantoso, igual no estoy del todo segura de que vaya a ser así, bueno, lo cierto es que, como en la película de Woody Allen, ¿te acordás? Annie Hall.
- Cómo no me voy a acordar. La vi 53 veces.
- Bueno, ¿te acordás el final? La mayoría de nosotros necesitamos los huevos.
- La adultez y el matrimonio hicieron de vos una filosofa hegeliana de corte arjonesco ¿Para cuando el libro de autoayuda?
- Vos reíte, con tus ironías de nihilista super darkie que el que ríe último....
- Si, ya sé, pero el que empieza a reir primero ríe más tiempo.
- D. me tengo que ir. Me hacen señas - ella le apreta el brazo, como sintiendo pena por no poder prolongar el momento.
- ¿Señas obscenas? Es un pelado incorregible.
- ¡No! Mi marido.
- Ah, si. Lo veo. Me parece que tu marido tiene envido. Andá, no te hagás problema. Entiendo los deberes maritales...
- Me encantó verte. Espero que sigas bien.
- También me encantó, estás hermosa, como siempre. Y me resuena de un modo extrañísimo cada vez que decís "mi marido".
- Suerte, D. El amor no es completamente apocalíptico. Saludos a la chica.
- Es una amiga.
- Conozco a tus amigas.
- Saludos al pelado.
- No es pelado.
- Bueno, pero ya que pasás por ahí, saludá al pelado que está al lado de tu marido.
- Espero cruzarte pronto.
- Dependemos del azar, muchacha.
- Así parece. Besos.
Ella fue con su marido, que la ayudó a ponerse un abrigo. Luego, partieron. El se quedó mirandola. Cuando llegó Verónica, le costó retomar el ritmo de la conversación. Estuvo desfasado el resto de la noche. Pensó, durante la semana, en la distancia que había crecido entre ella y él. Un matrimonio, un hijo. Cosas que parecen irreversibles. Después, se ocupó de otras cosas, y se fue olvidando. Barajó llamarla, intermitentemente entre los meses. Pero el impulso fue perdiendo fuerza, y también pasó.
III
epitafio de una historia que no comenzó
Ahora, otra vez pasaron muchos años. Más que antes, aunque, peculiarmente, más rápido. Estoy solo. Es el epílogo. Y pienso en esa historia. No sé si llega a ser una historia. Es algo en lo que pienso. Una historia que casi comienza. Una puerta. Y el teatro especulatorio de las noches insomnes. Si tal vez me hubiese quedado esa vez en el bar. ¿Qué cosa tenía que hacer que era tan importante? Ni siquiera lo recuerdo. Alguna tontería seguramente. Pude haberme hecho el tiempo, sentarme un rato, conversar con ella. No sabía que era la última vez que nos veríamos antes de la noche del teatro. Lo pasamos para la semana siguiente, alguien canceló, por trabajo, después uno de los dos viajó, otro no llamó para no insistir. Y el tiempo pasó entre los dos, alejándonos. Después, más tarde, la semana que viene. Cosas que no llegaron nunca. A veces las cosas terminan. De repente, sin más. Sólo quedan los quizá, los tal vez. Cuando alguien muere, un conocido, un familiar, siempre me quedo rastreando en mis recuerdos cuando fue la última vez que lo vi. Y si no había en él una marca, un signo, algo que estuviese diciendo adiós. Realmente quisiera verla cantar otra vez. ¿Hubo alguna señal de que esa iba a ser la última vez? Probablemente no. Pero no me sirve para ser indulgente conmigo. Porque cada vez es potencialmente la última vez. Tampoco abogo por el desenfreno de lanzarse sobre cada circunstancia aturdido por el tic tac del fin del mundo. Pero tal vez hubiesemos dado dos o tres pasos por un camino cualquiera. Y quien sabe si ese principio no continuaba hacia alguna parte. Probablemente hoy seríamos otros. O no. Qué se yo. No me hubiese costado nada quedarme un rato. O toda la noche. Pasa que las cosas que eran importantes antes hoy no valen nada. Y lo que significa mucho, o casi todo ahora para mí, antes ni siquiera lo ví pasar, antes lo tenía traspapelado en un escritorio atestado de papeles irrelevantes, oculto a la vista de todos, como la carta robada de Poe. Y ahora es tarde. No puedo volver a esa noche, y quedarme conversando con ella. No sé si hubiesen cambiado mucho las cosas. Tal vez nada de lo que fue mi vida hubiese sido. ¿Estaría ahora mirando por la ventana, pensando en esto? Al menos la hubiese abrazado otra vez. Y hoy, saber que eso no va a pasar nunca, que nunca la voy a ver bailar otra vez. Esas son cosas que me duelen. Todo eso terminó. Y ella estará con sus hijos o con su marido, o todos juntos no sé dónde. La noche del teatro, cuando la volví a ver, me sorprendió constatar la pérdida. Hasta ese momento, ella era una nebulosa abstracta que existía en una parte difusa. Verla casada y con otro, esperando un bebé, la certificó de repente como ajena. Acepté la pérdida y seguí con mis cosas. En aquel momento yo no era el que soy. Y todo fue más bien un golpe a mi ego. Ahora, es melancolía. Ahora, es pensar que todo pudo haber sido diferente. Y que dejé pasar algo importante, tal vez trascendental. Cuando me separé, hace ya doce años, conseguí su número de teléfono. La llamé un par de veces, y corté. Me quedaba escuchando su voz del otro lado, diciendo "hola, hola". ¿Qué podía decirle? La cosas que pasan no son recuperables. Si no pasó tanto tiempo, uno puede ir y decir algo, tratar de remendar lo traspapelado con una plegaria al destino. Ahora, es tarde. Y las palabras no revierten nada. Si hacen algo, las palabras clavan con alfileres las fotos amarillentas de cosas irrecuperables. Qué bonita que era, bailando en el escenario. Qué lástima que no siguió cantando. Creo que tenía condiciones. Aunque tal vez era que yo la quería y la escuchaba con el oído embotado de su belleza. No son cosas que pueda distinguir desde aquí. Ella era la clase de chica que te abrazaba cuando habías empezado el gesto de un saludo tibio. Tal vez todo este voyage nostálgico, esta recuperación de J. no sea otra cosa que añorarme a mí mismo. Eramos tan tontos y tan hermosos. Ahora, ya me acostumbré a la idea de que las cosas que soñaba para mí no pasaron. El salto que iba a dar, la gloria asequible, el triunfo cercano, ser un escritor célebrado, un hombre admirado, un superhéroe nocturno, un hijo que no hiciese desdichada a a su madre. Ni siquiera pateé todo a la mierda para empezar de vuelta en otra parte, como siempre pensé que estaba por hacer. Esa posibilidad, con la que conviví décadas, y que siempre sentí inminente, como a la vuelta de la esquina, no ocurrió nunca. Y tampoco llamé a los números de teléfono de los que dije que ya iba a llamar. Y el azar, él tampoco colaboró con nada, salvo con la monotonía.
Y si tan solo fuese ella. Pero no, es la noche, y la dolencia del tiempo. Cada cosa que dejé entreabierta y olvidé vuelve. Y se bifurca.
Me entrego a esa afluencia, y me cuento la historia. Si cada historia es un pasillo del laberinto, es factible que en mitad de alguna me sorprenda la salida, o el minotauro. Si es que no son la misma cosa. Eso pensaba antes, cuando tenía una mínima esperanza, esa vulgar enfermedad. Ahora entiendo que yo soy el minotauro, y que cada historia es un pasillo más del laberinto, que me ahonda más y más en las profundadidas de esta construcción. Me protege a la vez de la salida, y de los demás, a quienes empujo lejos, para asistir al teatro espectral de sus ausencias animadas por las infinitas posibilidades que no serán.. Siempre hice esto. Siempre contruí cosas donde los que me buscaban se perdiesen.
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