30.9.06

los libros de Próspero


Hay un libro que contiene, cronológicamente, los nombres de todos los muertos de esta tierra. Es un libro inconcluso. Hay quien dice que el libro no existe: que es apenas una metáfora de la Eternidad (pero existe). Algunos le otorgan un carácter profético: dicen que un nombre se inscribe allí, y luego el hombre detrás de ese nombre, muere. Hay quien dice que no basta la escritura: es preciso leerlo; es la voz la que mueve la serena potencia de la palabra escrita (que nunca deja de ser una palabra asesina). Supersticiones: es común confundir la gravedad de la muerte con el Destino. Lo único que se puede escribir en el Libro de los Muertos es el propio nombre; y solamente con la caligrafía que logran los suicidas o los escritores. En todos los demás casos, no se puede asegurar si el Libro lo escriben otros, o se escribe solo, o está ya escrito y, con los días, se revelan las pesadas páginas. Hay quien dice que el nombre de un hombre se empieza a escribir en el Libro en el momento en que nace: toda su vida está comprendida en los parámetros del movimiento de esa escritura: la vida de un hombre es, en fin, la escritura de su nombre; apenas se concluye esa escritura, el hombre muere: es como un extraño pasaje (desde la fragilidad del movimiento hacia lo inerte de la página, la Historia), una sustitución: como si su nombre lo reemplazara: como si dos cosas idénticas no pudiesen existir. Pero esto es simplemente un relato. Las lecturas cabalísticas, obscurantistas y supersticiosas que yiran en torno al Libro brotan sin descanso como torpes fábulas desde el vientre del miedo de la plebe. Lo cierto es que el Libro de los Muertos es, apenas, un simple catálogo. Lo escribe un hombre, encerrado en la torre más alta de un castillo lejano ubicado en un país que no existe. Es un trabajo solitario: el escribiente dedica toda su vida al Libro, y cuando, una vez anciano, se siente débil, oye el sonido de unas llaves detrás de la gran puerta de roble, que se abre, y deja pasar a un muchacho - jóven y vigoroso, especialmente reclutado - que toma la pluma, concluye el nombre del anciano y continúa la milenaria, inagotable tarea. El Libro desconoce estas sustituciones: su caligrafía es tranquila, e idéntica a sí misma. Parece escrito por un solo hombre (un mismo muerto). El primer nombre del Libro es el de Adán. El último es el tuyo.





::




escrito mientras veía la versión de The Tempest, de Greenaway



*





29.9.06

posmodernidad: una definición



Se me abren demasiado los ojos, y quedo asfixiado en el suspenso expectante. Ya no escucho el ruido lejano de un avión - tibio trueno que ruge en el vientre de la Razón - sin temer que atraviese la ventana de mi casa.


::




________________________
pinturas:
uno: premonition, de Frones
dos: he was scared, de Mollá

28.9.06

las paredes


Con el tiempo, aprendo a mirar las paredes. Paso tanto tiempo mirando las paredes (no sólo de mi habitación: de las salas de espera, del insomnio, de los hospitales, de los museos, de la fachada del edificio de enfrente, de las aulas de la facultad, de la madrugada, de innumerables idénticos hoteles, del sueño de otro, de los baños, durante el sexo, de mis párpados, mientras toco el piano, de los párpados de cualquiera, en cualquier parte del día) que me he vuelto un experto. Las paredes son un espacio que incita a la navegación interior. Enfrentado a la pálida monotonía de las sabidas paredes, las músicas que resuenan son ecos distantes de mis adentros. Así, repaso detalles perdidos y diminutos del pasado, imagino historias, digo todo lo que debí decir en tal o cual situación, contesto las cartas que no contesté, encuentro las frases exactas que derrumbarían el silencio de M.; en fin, despliego mi soledad en toda su potencia.

*


La potencia de la soledad está disminuida en el ajetreo diurno. Hay cosas que hacer, hay estrictos horarios, hay gente que se mueve, hay ruido por todas partes. Las verdaderas batallas se libran de noche; los verdaderos espejos descubren de noche su reflejo más afinado. De noche no hay nadie más. De noche ya no resta donde ir. De noche, ya no hay horarios. Las dos, las tres, las cuatro. Qué importa. Huelen igual, arden igual. Tienen ese silencio pútrido que emana de la muerte. Es la noche. Y lo único que sé oponerle es el ruido inerte de un zapping de televisor. No dura mucho, porque mirar la estática es como mirar paredes. Lo único que me salva es quedarme dormido. Pero es una fuga frágil que me escupe pronto al lugar de donde me sacó, sin alivio y sin remedio.



*



Bukowski dijo que él había nacido para mirar paredes. Que mirar paredes es lo único que cuenta. No sé.
Eso era un poema.
Esto, es mi vida.



*



a veces estoy
tan cansado
de mí mismo, de todo
que miro una fotografía, un cuadro
una película, la mirada
de una mujer,
la páginas de un libro,
un espejo y veo
paredes
paredes
paredes



*


Y cualquier parte de la vida es como una celda cuyos límites voy palpando en cada cosa. Conozco la vida como un presidiario conoce su celda.
Como cualquiera.

::

26.9.06

el amante, el encarcelado en su monólogo

“Todas las cosas, para ser verdaderas, deben convertirse en religión”[1]
De Profundis;
Wilde





En todo caso, el problema es que somos pocos. Somos pocos y los papeles todavía hay que representarlos: son indispensables para que se cumpla la sacralización (la trama). Tengo que ser el apóstol, y el pueblo descarriado, tengo que escribir el evangelio y ser el lector de ese evangelio, que me salvará. Tengo que atacar, vilipendiar, despreciar al objeto del mito antes de que se convierta – tal vez por la fortuna de estos mismos procedimientos - en mito (esto lo hice hace mucho, antes de separarnos). Tengo que matarla y resucitarla. Tengo que ayudar a desaparecer el cadáver para poder sentir la compañía leve de su eterno espectro redentor. Tengo que ser el súbdito cándido que compra la representación; y, a veces, para darle veracidad, tengo que ser el cínico, el nihilista, y desconfiar de ella hasta ser convertido (por el contacto con la omisión de M.). Tengo que rezarle, tengo que sufrir. Tengo que ser también las hordas de infieles que quemaron sus relicarios, sus templos, sus fotos y sus cartas. Tengo que sentir la nostalgia de una época venturosa que nunca ocurrió. Tengo que hacerla hablar con las cosas que dijo antes, tengo que aplicar al presente las cosas que M. pudo haber dicho. Tengo que hacer todo el teatro. Y M., bueno: a M. le basta con desaparecerse: así presenta el imperio de su ausencia. Yo, en cambio, cargo con todos los esfuerzos: tuve que ser María también, tuve que parirla.
:::
Ahora, ya agotados esos episodios, soy el hombre en medio de una crisis de fe. Si creo en ella, lo que queda para contenerme es la inmanencia del mito, el culto del pasado, un repertorio de nostalgias que vivifican su ausencia. No es algo sano: no es una estructura que permita una vida en el presente. Si, en cambio, con toda mi ira desconfío de ella, si a base de recordar la Verdad demuelo el mito y desnudo de trascendencia todo el cuerpo de M. – y todas sus extensiones -, entonces estoy frente a la absoluta falta de sentido del universo.
De momento, oscilo. No llego a decidirme sobre si es peor una ausencia total de sentido, o una estructura de sentido que me excluye de la luz y me condena a vigilar los harapos del pasado, para siempre.





______________________________________

24.9.06

el poeta, el muerto

"
Profundizando el verso el poeta entra en ese tiempo del desamparo que es la ausencia de lo dioses. Palabra asombrosa. Quien profundiza el verso escapa del ser como certeza, encuentra la ausencia de los dioses, vive en la intimidad de esa ausencia, se hace responsable asumiendo el riesgo, soportando el favor. Quien profundiza el verso debe renunciar a todo ídolo, debe romper con todo, no tener la verdad por horizonte ni el futuro por morada, porque de ningún modo tiene derecho a la esperanza: al contrario, debe desesperar. Quien profundiza el verso, muere, encuentra su muerte como abismo.
"


Maurice Blanchot;
sobre la "experiencia Mallarmé"

23.9.06

sniper en la sombra (un resentido)

Acaso sea esto lo único que me queda: falsificar las iconografías diseminadas de la cultura (refugiarme en las figuras discursivas de la cultura: haberlas aprehendido primero para saber cómo torcerlas, haberlas padecido para que las cicatrices mal cerradas del cuerpo sean la expresión de una voz que tartamudea frente al reflejo de su propia verdad) hasta haber agotado las maneras de decir lo mismo y sea - por fin - la hora definitiva de morir: de sacrificar las tímidas fuerzas de la vida por la omnipotencia espectral de una ausencia inagotable y así dejar que reboten incesantemente en la gramática de la máquina de escritura las frases que urdí en la soledad de la escritura, con la esperanza viral de contagio (vértiginoso), de ingreso en otras máquinas de discurso, abriendo heridas y líneas de fuga en cada cosa tranquila del mundo, ahora privado, para siempre, de quietud y de calma, como una última mueca herética, una programática herencia de venganza: que padezcan el aullido que vive en mi silencio - que me priva de una vida -, que sea como el viento invernal que recorre las calles ahora que yo mismo puedo prescindir de mí.




:::


Releyendo el breve texto pienso: en efecto, no puedo pensar mayor venganza (de orden metafísico, existencial) que forzar al otro a ser Yo.




::

es como decir: la vida es una de las cosas más tristes que me pasaron.






o

ví, allá afuera, en la ventana, un mundo
que no estaba de acuerdo conmigo, que me negaba
y mi inocencia empezó a pesarme.






_________

21.9.06

las cuentas

" ...
no he sido cauto.
he amado.
y como todo enamorado, no tenía razón.
.
afortunadamente,
el escenario - como el texto -
es un espacio de venganza.
..."

18.9.06

páginas de autoconfesión




el devenir en monstruo (salvación)


Días extraños en los que entro en la vigilia con el lamento de no haber despertado, como Samsa, transformado en un insecto. Siento que esa es la única manera de verme librado de las mezquinas demandas de la realidad, de las fútiles obligaciones cotidianas. Como si solamente amparado en la estructura de un monstruo (un alucinado, un completo enajenado, irreconciliable con la imagen humana y no estos vagos brotes de espástico delirio a los que estoy acostumbrado y prostituyo en literatura) podría silenciar los hilos coercitivos que restringen el pulso de mi deseo y mueven la inerte marioneta de mi cuerpo extenuado por un sino de hastío y desasosiego, forzado a ser quien no quiero, a sostener mi rostro frente a un espejo roto hasta que esa imagen astillada se inscriba en mi sangre. Como si la única fuga – la única respuesta – que puedo articular ante la indeclinable marejada posmoderna fuese tornarme (de algún modo: evolucionar) en un desfigurado, un portador de una atrofia bárbara (babélica) e irreversible, de modo que no quedase en mí rastro – ni físico ni psíquico – que permitiese al orden de cosas recuperarme como súbdito, como persona.

Creo que ya es un poco así: el perseverante y crónico ejercicio de la literatura y el imperio mórbido de una soledad ininterrumpida y patológica endurecen sobre mí un caparazón que aísla y protege (y encierra); y es
volverse un poco insecto, un poco monstruo.

*


(Es natural: la exigencia de la escritura impone quemar el propio cuerpo, junto con todas las imágenes del alma: el escritor nunca sobrevive a su obra: arde en ella como en una oscura hoguera de la que solamente puede devenir en monstruo (alguien que sintió la verdad).)

_____________________

el grabado, de Piranesi (1720 - 1778)

carcere d´invenzioni, plate XIV

16.9.06

génesis


Al final de cuentas me vengo a enterar (un solemne informe médico) que mi angustia existencial era – apenas – insomnio. Lo único que me ha pasado en el tránsito de las horas, fue insomnio. Mi identidad toda proviene del insomnio (al fin: es insomnio).

La cosas sucedieron así: porque en las horas reglamentadas – ya desde niño – no pude dormir, me quedé despierto. Como esas eran horas deshabitadas, donde el sistema que organiza los dispersos objetos del mundo silencia su corset, las llené de pensamientos (me aburría y algo tenía que hacer). Enfrentado a la madrugada de mi niñez (sin tv, sin pc, sin mp3) todo lo que había era vacío, silencio. Un vacío insistente que ponía en escena sus dientes en cada teatralización del silencio hilvanando cada cosa de mi habitación en la terrible orfebrería de la nada. Como en el vacío, en el silencio, lo único que hay es pensamiento, me quedé pensando, dudando, haciendo frases con mi vagabundeo mental: no podía estarme quieto: la vigilia, en su abundancia, no difiere de la asfixia. Y como en ese vacío, en ese silencio sentí las cosas precipitarse en la nada, entendí el vértigo de la pérdida. Y entendí su feedback: las verdades tienen el delay de los espejos que duermen del lado de la sombra de las cosas más comunes. Atemorizado, contesté al vértigo de la pérdida. Y mi respuesta fue la escritura.
(Por supuesto una respuesta inútil. Y, además, una respuesta permanente: que debe vigilarse y ejercerse todo el tiempo; una práctica ritual que, allí donde descansa, desprotege: en esas grietas el cuerpo siente, en la voz de su propio latido, el trepidante roer de la muerte cansando las luces diurnas, como una rata que mastica la delgada muralla que la divide de la mugre, del alimento. Y, muerto de miedo, recomienza su labor infinita, trabajando delicadamente su soledad para abolir, al menos esos instantes, el agobio de la otredad.)
:*:

Eso fue todo lo que pasó. Si soy escritor, fue porque trasnoché. Si no soy normal, si me desangro de tristeza, es por el insomnio en el que eduqué mi ánimo para otra cosa, que no se parece en nada a las formas de este mundo.

13.9.06

el simulacro de sí



Al principio, ni bien se abran las tapas del cuaderno que es Infimos Urbanos, debería leerse este epígrafe (que exoneraría al texto de mi propia vida y me salvaría de las incisivas voces que tuercen estas ficciones en la biografía de mis penas y desconsuelos)


El poeta es un fingidor;
finge tan completamente
que llega a fingir que es dolor
el dolor que de veras siente.



de Autopsicografía
de Fernando Pessoa
*
Esas palabras son la coartada: la negra tinta que se derrama sobre el papel no es sangre; sino apenas una negrura similar. Una oscuridad exhalada que cuesta parecido.

11.9.06

la soledad de la Literatura

apuntes para la máquina literaria
0
El carácter impenetrable de la máquina literaria (su existencia como forma – bella, seductora – y nunca como sustancia) queda inscripto, como metáfora perezosa que es preciso intervenir, en una breve leyenda de La construcción de la muralla china, de Kafka. No seré yo quien coloque el resultado de esta decodificación en la inagotable voz kafkiana. Ya bastante tiene con haber inventado el siglo xx. Apenas si esbozaré un frágil teorema: tampoco diré que me pertenece: el cadáver de Kafka es la última profecía y, según parece, todo lo integra, todo lo nombra.

1
El destino de la literatura, el mensaje, queda develado (y encriptado, codificado, postergado para siempre) en este texto.
2
Se emite un mensaje (la literatura). Se dice como un murmullo, para aliviar las músicas de su transporte y, vanamente, ansiar que brote la savia esencial. El mensaje es para vos, un “mísero súbdito”, una “sombra minúscula”, un lector. Este mensaje le es dado al mensajero (el lenguaje), que lo carga y lo lleva. El mensajero debe arrodillarse (debe suspender el bullicio de su propia frivolidad coloquial) para ser digno de recibir el mensaje. El emisor, el escritor, le pide que al mensajero que repita el mensaje, para cerciorarse de que ha comprendido y sabrá reproducirlo. Pero el escritor está ya en su lecho de muerte, como siempre que escribe, como siempre que corrige lo que escribió. Aprueba el mensaje – levemente asiente con la cabeza -, pero porque no tiene ya fuerzas para rehacerlo ni para repetirlo.

3
Para el mensajero este mensaje es la misión más importante, y la más complicada. El mensaje justifica la existencia del mensajero: sin ese mensaje, no tendría razón de ser, perecería de intrascendencia, desintegrado antes que su cuerpo, obsoleto.

4
Entonces el mensajero se esfuerza, se abre camino. Los obstáculos le alcanzan uno tras otro, pareciera que nacen a su paso: y lo demoran infinitamente. Son los obstáculos propios de la (ilusión de la) comunicación: el ruido, la propia vida sucediendo, la irredimible distancia hacia el otro, la falta de pericia en el uso del lenguaje o la incapacidad de ingresar en el idioma del oyente, la soledad, el acostumbramiento a las reiteraciones de la superficie del lenguaje, el lenguaje que habla solo y utiliza, como un ventrílocuo a su muñeco, la boca de un sujeto, los tantos acostumbrados a que el lenguaje tome de rehén a sus usuarios y ya no escuchan, etc. Kafka nos avisa que los obstáculos son terribles, y que, aunque el mensajero sortee el primero, el segundo, aun el tercero – que son imposibles de superar -, no le serviría de nada, porque todavía le quedan centenares, cada uno tan infranqueable como el anterior.

5
El lenguaje luchará. Se nos dice “es fuerte, incansable; un nadador sin igual”. Con lo que pueda se abrirá camino; dará la lucha del silencio sustancial contra el bullicio vacío.
Y fracasará. Una y otra vez, fracasará.

6
La literatura es siempre el mensaje de un muerto, de un paria, de un extranjero (como nos dice Blanchot: el mensaje de un moribundo y sin verdad). El que escribe se sustrae de su propio tiempo, suspende la acción de su vida para vivir apenas en el pensamiento. A medida que teje frases, que urde párrafos va perdiendo la conciencia de su propio cuerpo, que desaparece tras cada palabra cedida al papel. Su soledad es perfecta. Y la perfección de esa soledad es indispensable para labrar cada sílaba. Es la misma perfección la que previene la comunicación del mensaje. La única herramienta que posee el escritor es el silencio, del que abusa incesantemente. Pero este silencio es, como toda cosa exterior, una apariencia, una fachada. Dentro del escritor bulle la fascinación del lenguaje como una tormenta incontenible. Escribir es una agonía serena. Es, de las formas de morirse, acaso la más lenta. Pero muy poco tiene que ver con la vida. Todo su trabajo depende del susurro fantasmático, del comercio con las cavernas más inferiores de la muerte. El escritor puede llegar – según sus dotes arquitectónicas – a erigir una forma que seduzca. Pero jamás realizará el deseo barthesiano de la escritura: ser amado. Y no lo hará porque el escritor siempre permanece inaprensible, ardiendo en la hoguera de su mensaje. Por eso ha empezado a escribir: para decir su mensaje; pero lo único que puede hacer son frases. Puede que lo distraigan un poco de la muerte circundante, pero no lo salvan. La literatura es el lado equivocado de la verdad.
Y el lenguaje no puede llegar a ningún lado con ese peso. Nadie podría abrirse paso entre la infinita muchedumbre de obstáculos que median entre el mensajero y el lector. “Y menos con el mensaje de un muerto”.

7
El escritor, mientras escribe, es un moribundo. Después, terminado el texto, ya no le queda más pulso. Y es arrastrado hacia una realidad que lo niega. Es un hombre. O poco menos

8
Ese es el destino de la literatura. No llegará nunca a ninguna parte, no significará nada; pero “tu (el lector) te sientas en la ventana y sueñas con el mensaje cuando llega la noche”. Porque entre la emisión del mensaje y su naufragio, hay - siempre - una historia. Y esa historia es una mentira (porque leer es como soñar), y esa mentira está en vos (porque la literatura es una excitadora de sueños pero esa materia onírica ya habitaba en tu silencio) – dice Alberto Caeiro – “mi lector, mi hermano”.
:::

5.9.06

la celda impalpable (posmodernidad)


1
Praxis (desespero)


No hay calma, no hay descanso. El aire que respiramos está lleno de imágenes televisivas, de las ondas que captará el televisor y traducirá en la mascarada de la cultura, el aire está infiltrado de voces que buscan desesperadas el teléfono móvil donde encallar (y reiterar allí el vértigo de su nada). El verdadero silencio ha muerto. Somos bombardeados todo el tiempo. No hay calma, no hay descanso. Estas cosas están ahí, interfieren los sueños, median cuando miramos el horizonte ansiando la grieta donde reposa la paz, acurrucada como un raro pájaro herido. Estos instrumentos nos desterraron de nuestro interior, forzándonos a deambular erráticamente por la vacía exterioridad del bullicio de las tandas publicitarias y las avenidas hartas de luces e hinchadas de automóviles que son siempre – y solamente - la propaganda de sí mismos, de esta forma de puro presente – difunta la memoria, aniquilado el músculo del deseo – que adopta la muerte para disfrazar su pezuña. La invisibilidad de estas armas no implica su ausencia. Al contrario, es esta invisibilidad – esta manera de escenificar su desaparición - la que permite que la invasión sea incontestable.
Si nos concentramos, podemos sentir, en el viento de la madrugada, las siluetas insistentes de una cultura agónica que desesperadamente reproduce su grito final, como el eco de los manotazos de un ahogado caprichoso.

2
Teoría (autopsia)

El énfasis posmoderno, la exacerbación de sus gestos y de sus rituales responde a su propia muerte. Porque ya no existe necesita la puesta en escena del escándalo de sus maneras, exagerados hasta la caricatura. Justamente como un cadáver, que, insepulto, ridículamente exhibe las marcas de su deceso; y hiede desde sus heridas una negrura irónica cada vez más profunda. Como no hemos sabido parir una nueva forma de vida, es allí – en ese eco deforme – donde vivimos el simulacro de la vida.
:::

3.9.06

lentejuela

Papel viejo. Encuentro un cuaderno (tapa azul, dura; las hojas un poco amarillentas - el tiempo -) en el fondo del placard. Es de hace años (1998), comprada en Río de Janeiro para cumplir la sujeción de ideas e impresiones que brotaran de mi recorrido por la ciudad. Por ese entonces me parece que yo ya sospechaba la inutilidad de los viajes: si por algún lado habría de caminar, sería por mí; si verdaderamente es posible perderse, es enredado en la tiniebla que exhala el propio silencio. Transcribo una página de un atardecer de Leblon.

El atardecer se posa sobre mí como un veneno, un espejo (como los polos opuestos se atraen hacia mí mismo atraigo mi mirar). El mar, ese brebaje antiquísimo con piel de serpiente, facilita la tristeza. No soy principiante en la marea de angustias potenciales: intento una huída. Estoy sentado en una pequeña montaña de rocas: debajo, las olas se rompen. Estoy cansado de tantos pasos dados, y recién despierto de una improvisada siesta sobre la arena. Estoy quieto: no tengo ánimo más que para estar sentado. Y mirar. Detrás de la distancia (detrás de este mar) un morro divide la acompasada calma del océano. Sobre él, centenares de diminutas luces resplandecen, amontonadas: como el cielo de una noche desvelada. Podría permitirme especulaciones poéticas pero ya sé que se trata de favelas, de cetenares de diminutos hogares virados lentejuela por la lejanía.
Me quedo pensando si la distancia no hace que todo se vuelva espectáculo.
Y otra vez me parece irreal que la vida - vida real, vida pura, vida cada día vivida, vida otra - suceda en tantas partes, con esa simultaneidad vertiginosa. Pero creo que lo que me sorprende es otra cosa. Nada me cansa como este trabajo de ser yo, este esfuerzo que hago sobre mí para los otros de ser siempre yo.
´98