textos en la fiebre
I
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Todos muertos
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I
Yo era el primero. No quise mirar hacia atrás. De alguna manera, sabía que todo quedaba hacia atrás: sentía el murmullo de centenares de cuerpos detrás mío, a mis lados, sentía sus brazos conduciéndome; como en medio de un río. La que se abría ante mí era una puerta, enorme y de opaca madera maciza. Desprendía un polvo blanco, como de ceniza. Era tanto que tras abrirse parecía dejar un muro de luz. Yo creo que no se abría desde siglos. Sabía que los que me llevaban eran mis familiares - ahora me hacían quebrar el muro de polvo, y entrar-, todos muy amables, consolándome. Por algún motivo yo no acababa de reconocerlos. Los veía, los aceptaba vagamente. Pero me quedaba un margen de duda. Seguramente era por eso que mis ojos miraban entornados cada cosa y cada rostro .
II
Eran, es cierto, mis familiares. Pero no podía individualizarlos: no encontraba tía, hermano, madre, sobrina, abuela, cuñado. Eran mis familiares: como una gran maquinaria, como un solo cuerpo grisáceo. Las personas yo las sentía como una correntada en mi espalda, eran una fuerza que me llevaba; y sus voces: se superponían, se mezclaban hasta dejar en mí la impresión de una masa de ruido, pesado y sin significado.
III
La Habitación, en penumbra y con techos altísimos, era como una pequeña iglesia. No había ningún Cristo, o al menos no recuerdo ni rastro de una cruz. Sin embargo, prendida de mí ha quedado la arquitectura del recinto, su lujo barroco. En este punto sentí la puerta cerrarse violentamente, el sonido de huesos rotos. Me volví a mirar, estremecido, pero solo podía ver gente y gente, como en una procesión que implicara a la humanidad entera.
IV
Me dijeron que tenía que despedirme, me llevaban - todos ellos muy formales, vestidos de negro o de gris gastado y ceniza - al centro de la habitación, a una caja de madera que reposaba horizontalmente. Ahí lo supe: era mi padre muerto. De mi padre tenía que despedirme.
V
Me arrojaron sobre el ataúd abierto. Después, se alejaron, expectantes. Mi padre dormía, un poco pálido. Yo sentía que no estaba preparado. Todas mis palabras estaban trabadas en mi garganta. Pensé en todas las palabras inútiles que había usado en mi vida: después de todo de mis días no hice otra cosa que frases. Y todo eso me parecía vulgar ahora, que realmente necesitaba de palabras, que había llegado el momento crucial para usarlas. No pude articular nada; mucho menos una solemne y memorable despedida. Sentía que toda mi vida había sido el preámbulo de ese momento. Y que había fracasado.
VI
Entonces,
VII
mi padre se incorpora. Plácidamente. Yo quedo extrañado, detenido. Pero no me espanto. Me mira a los ojos con ternura, pone una mano sobre mi hombro. Me dice - Está bien. Fue una tragedia. Pero ya pasó -. Se pone de pie, me abraza, y una vez más dice - Ya pasó -. Y repite - Ya pasó -. Yo pienso: qué extraño: mi padre consolándome de su propia muerte. Pienso: qué extraño...
VIII
Mi padre toma mi brazo. Por primera vez lo noto un poco demacrado. Le digo - Estás pálido, demacrado -. El me responde - Estoy cansado. Con todo lo que pasó... -. Le digo - Claro. Es lógico -. No sé por qué dije que era lógico. Todavía me pregunto esa frase, le doy vueltas, la peso, la abro, la rompo y la miro, y no entiendo.
IX
Me doy cuenta de que mi padre me está llevando, lentamente me arrastra con él al fondo del recinto. Me dice - Vamos. Ya pasó. Acá están todos muertos. Una lástima, un accidente. Todos muertos. Ya pasó. Hay que seguir. Vamos -. Yo miro hacia atrás una vez más, mis familiares son centenares, incontables. Me doy cuenta de que ellos también están pálidos, sus carnes flojas. Me parece que están hechos como de la piel de la ceniza que desprendía la puerta enorme y opaca. Voy hacia adelante. La mano de mi padre me lleva pero a mi padre ya no lo veo. El camino es oscuro y ya no distingo mis pasos.
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