texto viejo
fragmento de novelita inconclusa
I
Hace unos meses he empezado a tener 47 años. Me he acostumbrado a los días que se disuelven en las horas, como me he acostumbrado a la lluvia, a que es martes o viernes o domingo. A mi trabajo asisto religiosamente, pero no es un secreto que mi participación en la empresa es efímera: paso la mañana, y a veces la tarde, encerrado en la oficina; sin embargo, no tengo nada para hacer. Yo no pregunto, y nadie me avisa. Obtengo la ausencia de tareas como un triunfo, y acaso lo saboreo. Pero los minutos se vuelven horas y me aburro. Como todavía creo que mi condición es privilegiada, no demando trabajo ni directivas. La empresa continúa sin mí, y es probable que este no hacer nada que me condecora sea una confusión: reclamar trabajo, ofrecerme o pedir cuentas, sería enfatizar el error, delatar que he sido prescindible y brindarles la excusa para deshacerse de mí. Y, ¿qué sería de mí sin mi trabajo, sin nada con qué ocupar mis horas? Seguramente me atribularía pensando, pensando en mí o en cosas, cayendo dentro mío como un infinito espiral hacia dentro. Estoy mejor así.
II
A decir verdad, ni siquiera sé la dirección que ha tomado la empresa. No estoy seguro ni de mi cargo, ni de el rubro que ocupa. Cumplo, sin embargo, mi horario. Cuando llego, saludo, si cruzo por el pasillo, a algún empleado ocasional, y luego me dispongo a encerrarme en mi oficina. Quisiera escuchar música, pero ya estoy demasiado viejo: las canciones exhiben un fetiche nostálgico: me arrastran a otros lugares, otros tiempos. En cambio, me quedo quieto, sentado. Sin invocar riesgos ni vértigos qeu tal vez no pueda desatar. Creo que a veces me duermo, porque siento los párpados pesados y si miro en el reloj se han esfumado dos o tres horas. Pero no estoy seguro de dormir. Pienso. Pienso mucho, en muchas cosas.
III
En realidad, pienso en una sola cosa. Ya no sé contar los años de matrimonio que llevo. Mi esposa aguarda con la cena por las noches, y me despierta temprano, con el desayuno. Ella se queda con mi hijo en la casa, hasta que llega el horario del colegio. Los años nos han amoldado: como un viento milenario nos ha erosionado las figuras para que cuadremos. Podemos estar en silencio, cómodos; simplemente estar sin decirnos nada. Poder estar en el silencio de alguien es un placer intenso y peculiar.
IV
A decir verdad, no recuerdo bien la voz de mi mujer. Y su nombre. Su nombre me parece difuso. Es extraño pensar estas cosas: vivo hace años (pero ¿cuántos?) con esa mujer, que es mi esposa, y he perdido su nombre. Creo que empezaba con D. Sucede que, cuando le preciso decir algo, la llamo de querida, amor, cariño. Debajo de esos clichés se ha sepultado su nombre.
V
Pero yo pienso en una sola cosa. A veces, desvarío. Algún tema cualquiera puede arrastrarme hacia eslabones casi infinitos de una cadena verbal absurda. Pero, siempre pienso en una sola cosa. Pienso en una muchacha de 16 años, una muchacha que tenía 16 años hace 26 años. Una muchacha de pelo claro, con quien conversé algunas veces hace 26 años y nunca más he visto. Las horas del día son de una cadencia gris, y muy bien no sé del devenir de las cosas. Pienso incesantemente en esa muchacha, he pensado en ella todos los días de mi vida. No sé qué puede significar esto.
VI
En la oficina tengo una pequeña bodega de vinos San Felipe. Hay tardes hondas en las que sirvo dos copas; y pienso en ella, tal vez con algún recuerdo imaginario en la punta de los dedos. La segunda copa siempre queda allí, intacta. Supongo que eso es triste, de alguna manera.
VII
Hoy me acuerdo que ella tenía siempre el pelo revuelto, que jugaba a meter sus dedos en su cabellera y hubo tardes en que se perdía allí dentro y no podía salir de su casa y llegaba tarde a todas partes.
VIII
Lo cierto es que me llevo sin ella bastante bien. No tanto me perturban los recuerdos de los instantes en que coincidimos. Hay veces, no obstante, que la memoria vaga de lo que no fue se posa como tiernamente en mi devaneo, y puede desmenuzarme el día. Temprano conocí su ausencia, la quise a mi modo. Con el tiempo aprendí a vivir con ese vacío; que de vez en cuando pica, de vez en cuando late. O simplemente quema. Hubo momentos en que pude hacerlo un bollo, meterlo a patadas en un cajón atiborrado de polvo y perder la llave, o dejarlo olvidado en los bolsillos de pantalones que ya no supe vestir. Pero resultó que el ayer – o el conjunto de elaboraciones oníricas que enhebran el Ayer- no es susceptible de ser recortado con precisión de relojería o comerciante, y quedaban empantanados trozos útiles y necesarios del pasado, enredados con la herida apartada. No podía encontrar la dirección de casa, o el sentimiento sensible de conmoverme, olvidaba el nombre de un tío o el dinero que me adeudaban, desconocía amigos de aquella época. Perdía el recuerdo de momentos amables, o los horarios de partidos de fútbol, o la facultad de identificarme con novelas alemanas o llorar sobre Casablanca. Sentí que no podía prescindir de esos rasgos, que también eran yo, y acabé por aceptar la mochila de mi pasado completa: después de todo, la memoria es variable y sucesiva: me comerá de a poco, y de a ráfagas irrastreables vendrán tristezas y nostalgias nuevas, según los ojos del momento en que mire. Es un consuelo agradable para las tardes de lluvia.
IX
Con algunas cosas, ella regresa. Pasa por mi herida como si estuviera abierta. Pero estoy bastante bien. La primavera la traía; hace años que la primavera no sucede por aquí.
Sin ninguna nostalgia, he deshojado almanaques. Y siempre es agosto. O un frío parecido.
(to be continued...)
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