Escribir es palabrear. Y no llegar a ningún lado. El escritor debe componer un enigma y brindarle las claves al lector para no develarlo nunca.
Incluso ni siquiera es preciso que haya una respuesta. Alcanza con el enigma, su densa arquitectura.
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De hecho, no conviene que haya respuesta. El contacto con una respuesta puede corromper la temple del escritor, volverlo otro; o simplemente obstaculizarle la bruma. Si hay respuesta, el escritor debe esforzarse por ignorarla.
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Después de todo, la respuesta es siempre para otro.
Es siempre una trampa para otro.
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