Si alguna vez llego a tener verdadera confianza en lo que escribo, no volveré al papel. Ya no lo necesitaría: sería como hacer de la voz que hallé (en mí: que logré, que trabajé) una artesanía. Buscaré los vidrios empañados, o escribiré en la arena lo que tenga que escribir.
*
Todo lo que dura es vanidad. Y siempre, en algún momento, se vuelve falso. La palabra no merece extenderse más allá del instante en que tiene sentido. Su fugacidad es preciosa: la salva de envilecerse, de pudrirse, de falsearse. En el momento en que la vibración del sonido de la palabra se agota, la palabra ya no existe. Y la verdad, ya no es posible. Y si existe es como cadáver, y si hay alguna verdad, es la verdad del otro. La tratarán justamente como a un cadáver: la abrirán, la escrutarán, la indagarán, la cortarán, etc para intentar penetrarla. Pero si logran que diga algo, será algo sobre un muerto. O sobre todos los hombres, sobre cualquiera.
7 comentarios:
¿y todas las palabras de Artaud? ¿todas las palabras de Lautreámont?
tus palabras no mueren, o es que se sienten como tajos...
salute, Debret Viana.
tajos: esa sería un precioso destino para la palabra.
un abrazo
dibujar en el viento.
ese es el don que buscaría.
un beso
laura
creo que hablaba precisamente de eso: la sagrada fugacidad: algo a salvo de la putrefacciòn del tiempo.
magnífica foto.
es que la literatura merece no diga la fijación de la hoja, pero algo que la contenga, para no evaporizarse como sonido.
gracias lautaro (creo que es lo único que salva el post).
mailén: no creo: todo es fugaz, al final de todo. Creo que lo que perdura tiende a corromperse. Prefiero el instante sagrado, antes que el souvenir de lo que una vez se escribió. Pero claro: ¿por qué escribo entonces? En eso estoy.
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