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Lo que pasa es que no tengo nada para decir. A veces lo digo, a veces lo grito por ahí. Las palabras rebotan un poco, y después se diluyen, incorporándose al silencio (que no existe, que no puede existir). Otras veces el narciso, y entonces lo escribo: son esas las veces en que aparece un texto en este cuaderno. Puede que sea un texto como este, escuálido, evidente. Lo cierto es que suelen aparecer un poco más vestidos, más rugosos e inaprensibles: textos que saben ocultar, breves arquitecturas que codifican el efluvio de la pena, tibias coartadas para el espejo. En definitiva, siempre es el mismo texto, siempre es la misma fuga del abismo hacia el abismo. La tensión entre lo dos silencios es un puente frágil, vibra torpemente queriéndole arrancar el sagrado jugo a las piedras, pero en sus piruetas desesperadas no hace más que decir el silencio, nombrarlo. No con un nombre, sino como el borde del camino nombra al precipicio que empieza.
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Me acuerdo de Flambert. En una carta, escribe: no puedo ver una cuna sin pensar en una tumba. Claro: si fuéramos solo carne podríamos vivir en el presente. Como los animales, como la lluvia. En fin, como el mundo. En cambio, no hacemos otra cosa que resbalar hacia las ficciones: lo días son el vaivén frenético, pendular entre el pasado y el futuro: recordamos, o soñamos, o deseamos o sentimos nostalgia, o melancolía. Todo lo que nos llega lo mediamos. Hasta minuciosamente deshacerlo. Es que las cosas que hay en la vida son para nosotros como el juguete para el niño. Tenemos que romperlas para ver como funcionan, o para apropiárnoslas. Y a veces, simplemente se rompen mientras buscábamos comprender. Se gastan. Se cansan.
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Porque lo que yo estoy diciendo es nada: solamente que en la enunciación de esa nada me crucé con algunos signos de la muerte, vi cómo iban subiendo sobre las cosas, cómo las dormían. Estas palabras son lo mismo. El primer signo de la muerte es la vida. Si la nada pudiese existir, tal vez mis palabras fueran su réplica (o al menos uno de sus suburbios). Como no existe, solamente me resta hacer frases. Y compadecerme del lector.
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Sin embargo, creo que lo importante es que ese que habla siempre dice otra cosa. Que la escritura, que a veces mal se empeña en transportar un significado, por más simple que sea, siempre acaba por develar otra cosa. Y no me refiero al pueril devaneo que acabo de ilustrar, sino a algo más pequeño. Como cuando odiamos a un amante, por ejemplo. Ese odio expresado abre el texto de la ruinas de nuestro deseo herido: el gesto de que el mundo una vez más no ha sabido sincronizarse a nuestro breve latido. O no; tal vez diga otra cosa, tal vez la idea sea: no podemos decir nada, porque todo nos delata.
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Lo que pasa es que no tengo nada para decir, y lo digo muchas veces.
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