No es que sea frío. Simplemente, no sé participar de la euforia. A veces me siento violentado por una emoción, pero a lo sumo termina en sonrisa, pestañeo, mueca leve. No grito goles, no salto en recitales, no bailo. Si me escandalizo, lo verbalizo racionalmente. No lloro, salvo por filmes, no he peleado jamás con otro hombre. No comprendo, cuando me insultan, más que un residuo del lenguaje, vaciado de significación, un reflejo sin reflexión. Lejos de enfurecerme, siento pena: recurrir a un muerto sistema de signos para agraviar debe ser una empresa triste. De no ser por la literatura, yo jamás saldría de mí. Siempre estoy en mis cabales. Todo un caballero. No grito. Ni cuando me enojo grito. He desarrollado una verborragia minuciosamente hostil, que es mucho más precisa que el escándalo.
II
Engaño metodicamente a la mujer que amo. Nunca me fue arduo lograr mujeres. No es que la monogamia me canse, no es que me aburra la mujer que amo. No. Sino que me acuesto con otras. Que pase semana sin que lo haga es una rareza. A veces me siento culpable, pero sé lidiarlo. Sé que mi placer no puede sanamente limitarse a las fronteras de un solo cuerpo. Trabajo para que eso no ocurra. Por supuesto, la mujer que amo no sabe nada de esto. Vengo haciéndolo hace años. Y no tengo intenciones de detenerme. Además, es una maquinaria: si yo quisiera parar, no podría. Soy cuidadoso, pero no mucho. No me fijo en detalles. Pero me comporto como si no hiciera nada malo. Es cierto que si alguien me mirara detenidamente, si me escrutran los bolsillos, la agenda, si me pusieran atención, se darían cuenta al instante. Pero nadie se da cuenta, y yo tengo que seguir. Pensé en algún punto que el amor que sentía por la mujer que amo me ayudaría a parar. No fue así. Entendí que son dos cosas diferentes.
IV
Temo perder a la mujer que amo. Sé que si se enterara, la perdería. Sé que si no se ha enterado todavía es por una fabulosa cantidad de casualidades. O porque no quiso. Y por esta sospecha - leve e insustancial - yo odio un poco a la mujer que amo. Su perversión. Pero no me detengo. Es un juego del que no sé salirme. Ni siquiera me gusta tanto. Pero amo mucho más a la mujer que amo cuando llego a ella después del cuerpo de cualquier otra.
V
A mis amantes nunca les miento. Me agrada el vínculo puro que he formado con ellas. Ni siquiera con mi psicoanalista soy tan sincero. Ni siquiera conmigo, en mi escritura.
En cambio, a la mujer que amo estoy forzado a mentirle. Es la única manera de mantener aquello que nos une. No porque el lazo sea falso, sino porque es frágil: como todo lo bello. Y, como todo lo bello, no resistiría tanta vigilia. A ella tengo que mentirle. Y mentir es un trabajo. Un trabajo arduo, cansador. Me agota. Lo hago porque la amo. Si no la amara, le diría toda la verdad. No me importaría. Y yo sé que de la verdad no vuelve sino un monstruo.
Creo que esto define bastante bien lo que entiendo por amor.
VI
Si se llegara a enterar de la verdad, sería terrible, sería el fin. O no. No exactamente, al menos. Sé que, llegado a esta extrema situación, yo tendría una carta más; acaso la que siempre busqué. Allí, en ese momento trágico y decisivo, yo podría desesperarme. Finalmente, podría romper mi máscara; llorar, gritarle todo esto, que mi rostro quebrado y mis convulsiones sean el signo de lo que yo no supe decir. A través de las fisuras de mi máscara, brotaría la verdad. Una verdad conciliadora: una verdad que no me matara; que fuera armonía. Tal vez así, rompiendome hacia esa verdad, ella pudiese comprenderme.
Recién ahí tendríamos una chance. Y todo podría comenzar para mí.
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