La improductividad de mi vida social. Salgo a cenar con algún amigo, con alguna muchacha. No hago más que repetir las historias que ya me sé (con un amigo, antiquísimo, de la primera infancia, incluso nos contamos una y otra vez las mismas anécdotas, nos reímos como la primera vez).
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Y todo para qué. Con qué propósito. Acaba de irse una pelirroja de mi casa. Son las 7am; tuve que pagarle un remis. Llovía y cuando cerró la puerta del auto, el auto arrancó y se fue, me quedé en la vereda, bajo el marco de mi puerta, viendo la lluvia caer. Y pensé. Me detuve y pensé en la evanescencia de las cosas. Como todo pasa y nada nada queda. Como cumplo serenamente las rutinas que inscribí sobre mí. La lluvia me ayuda a pensar en estas cosas (la lluvia no le hace bien al capitalismo). Me veo tantas veces perdiendo el tiempo, pasando por las horas como quien pasa por las superficies más periféricas de la savia de la existencia. Estar vivo y sentir la vida son cosas que distan tanto. Abro el cofre donde guardé las horas vividas, lo saco de la maleta donde cargo el pasado, le descorro el polvo y bajo la tapa no hay nada. ¿Y qué podría haber? Probablemente, historias apócrifas. Incluso la risa genuina, la vivencias compartidas, los episodios memorables no son experiencia más que por haber aplicado sobre ellos manías literarias que, traicionándolos, no hicieron más que volvernos un relato, un cuento que se cuenta, un artefacto estético, un dispositivo para distraer el tedio. ¿Y el sexo? Abro una mujer, la recorro, la doblo, saco de ella sonidos de fiera extasiada, gemidos, gritos, murmullos de tigre en la siesta, silencios de algas mecidas en un río quieto; gozo yo mismo en esa travesía y al rato, cuando resurjo en el tiempo lineal y la vigilia de las cosas, me aburro, quiero hacer otra cosa, irme. El puro presente que es el arrebato sexual denuncia la muerte, la fugacidad latente. Me gusta, pero vuelvo a mí con las manos vacías. Sé de la soledad. Sé que es irredimible. Me canso de reiterar los rituales de la ilusión de la comunicación. ¿A qué seguir haciendo muecas en el desierto?
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Al final, mis únicas horas productivas son mis horas solitarias. Aun cuando no tengo nada para mostrar, cuando recorro las calles solo, y tomo un café en algún bar que encuentro en el momento en que me canso de andar, cuando abro un libro o me extravío en la contemplación del río, una plaza, un cardumen de automóviles, el ajetreo de la avenida, un hombre que lee un diario, un ave detenida, un gato, el preciso tono de la luz ese atardecer, etc, ahí siento no solo que estoy vivo – eso se siente fácil, puesto que es – sino que siento, después, cuando llego a mi casa, cuando entro en la sábanas de la noche, siento que he vivido, que estuve en ese día, que lo agoté, que fui yo, de alguna manera que tiene un no sé qué de verdad, y absoluta blancura.
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Debería dejar todo, colgar en el perchero del sótano de mi vida cada espejismo que incitaba a cruzar la puerta de la casa, abdicar de las peripecias del movimiento, de los otros. Hablar para mí, escaparme a la montaña, o a un barrio donde nadie me conozca. Y escribir cuando sienta ganas de escribir, y tocar el piano cuando lo necesite, y escuchar música cuando quiera, y ver millones de películas para mí mismo.
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Claro que también
turning in my climb
i looked down on the lake
traced upon the water,
there, i saw
your face
and sang in recollection
of the times we shared.
(...)
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