El film ofrece un final particular: cada quien, con su acervo cultural, su deseo, su educación, su posición filosófica, etc comprenderá (creará) un final apropiado, pertinente: así están dispuestos los elementos en su meticulosa ambigüedad (fértil panorama, suelo donde crecerá lo que sepamos hacer nacer): cada uno concluirá la historia como pueda, adecuándola a su esencia. En mi caso, disfruto este tipo de circunstancias sorbiendo todos los finales posibles y eligiendo ninguno (es así: juego a tener un abultado manojo de llaves; sé que sólo uno abre la cerradura de la puerta de la Verdad; pero como no creo en la verdad, no tengo ningún interés en abrir esa puerta – no es para mí más que un adorno, un firulete, una emboscada de ingenuos -, y me quedo gozando con las diferentes pendientes, cuencas, valles, picos de montaña y callosidades que cada llave tiene, en su divina y obsoleta unicidad); sin embargo, mi vocación nihilista, mi inmanente pesimismo (para nada negativista, pero infinitamente acusado de apocalíptico... en fin) no me permite comprar el final bello, el pasaje al mundo mejor, la recompensa por las buenas decisiones y el coraje demostrado (ojalá cada heroico muerto inocente alcanzase su premio, su realización en una trama donde la muerte fuese una conclusión, y no una gratuita interrupción). Me gustaría creer en la dicha como algo realizable. No es el caso, no es mi vida.
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El sueño literario (disney prototype) donde la niña derrama su fe, tristemente yo no puedo más que comprenderlo como una funcionalidad esquizofrénica, un desdoblamiento que suspende el drama de la realidad, y lo sustituye por las aventuras, gratuitas y encantadoras, de la ficción: alimentada desde siempre con innumerables libros de hadas, la niña dispone de las herramientas para generar un espacio ficticio (un territorio fantástico, un espacio donde lo mágico irrumpe serenamente, para ella, hermosa y simétrica doppelganger de la otra mujer, la que atraviesa la guerra, la que sufre toda la potencia de lo real) donde desenvolverse (no es, en esto, diferente de un escritor feliz, cosa que, por supuesto, es imposible: la utopía del escritor – ingresar en su obra, habitar su cosmogonía – jamás se realiza puesto que la obra succiona la sangre del escritor – se escribe con ella – pero permanentemente lo excluye, lo expulsa: el escritor nunca tiene la suficiente fe como para vivir en lo que escribe: es por eso que lo escribe, porque no cree del todo, no se entrega completamente: escribe no más que una utopía triste, un deseo irónico: es como un marinero que ansía recorrer los secretos de los océanos pero mantiene siempre la punta de un pie en la orrila) y así fugarse de lo real – su hostilidad (la guerra, la muerte), su marginalidad (la niña, que es nadie en la realidad – apenas una víctima periférica – es una princesa en su ficción) -.
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Es natural que el pasaje a la ficción (es decir: al territorio más real que Lo real) le cueste el cuerpo: no puede estar en dos sitios al mismo tiempo, canjea su vida en la realidad por la vida en la ficción; ergo, muere. Y con su último hálito inventa la historia del pasaje de un mundo al otro (es una forma de transitar el momento traumático de la muerte: transformar su gratuidad en algo que tenga sentido: es, por supuesto, un grito desesperado que solo el loco, el niño o el moribundo pueden dar (esta niña es casi los tres): si la muerte tiene sentido, la vida, y con ella el universo, tiene sentido), y emplea toda la potencia de su imaginario, que, en estos días parcos, sembrados en un suelo donde nada crece, se ha vuelto estéril (incapaz de hallar un espacio donde producir) se torna, asimismo, el primogénito artilugio del escapismo, el esencial engranaje en el mecanismo de la evasión.
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Así, la niña de El Laberinto del Fauno da a la felicidad su verdadero lugar: la fábula de un moribundo, la ensoñación que distiende de la agonía.
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(Nos morimos. Y nos reímos con aparatosa violencia de tantas cosas que no tienen gracia para que el bullicio nos distraiga de que nos morimos. Nosotros, que no estamos locos, que no somos niños, no tenemos derecho a entrar en la ficción que parimos: apenas si nos queda aprender el gesto, repetir su forma, habitar las muecas de una sustancia que se secó.)
5 comentarios:
maravillosa película. gracias por complicarla.
es válida tu lectura, pero también es inevitable. es inevitable para quien sos. venìs ya con una carga decadentista muy densa que te priva de otros colores. por suerte para mì, lectora persistente, esa manera de ser debret viana es seductora en su tristeza, su melancolía, su permanente pena, y su destello de ironía.
lo que quiero decir es que está bien que veas todo tan terrible en tanto lo puedas decir así.
es que estamos diciendo que Debret Viana es irreparable??
en algo coincido, el final, la niña en una palacio con el rey y la reina (la niña de preincesa), fue un sueño antes de su muerte y efectivamente se muere, entonces ¿tiene sentido toda la expericiencia fantástica?, es la esperanza que vive pese a todo, . Sin embargo la guerra continua.
es que, George, la única experiencia asequible, la única posible es la propia: es cierto que la guerra continúa, pero lo relevante, creo, es haber sido capaz de trazar una cosmogonía personal como extensión de la propia subjetividad. En ese sentido, la fantasía alucinatoria resquebraja la vigilia, y rebota, como fábula,infinitamente. La guerra era el mundo de los otros, lo inevitable, lo burdo. Escaparse de ella embarcada en una dosis de belleza, aun cuando esta fuese alucinatoria, implica una verdad poética (de las verdades, las únicas efectivas).
Por lo demás, en el film todo funciona como una resolución del doppelganger: habiendo triunfado la mujer con su hermano, la niña ya no tenía razón de ser: debía crecer: es decir, morir.
un saludo, Georfe
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