13.3.07

principio de incertidumbre / un tratado sobre la identidad



apuntes para una gramática de sí mismo



Quizás sea tiempo de vivir
la ilusión de mirarme en ti




I
Turbio en la madrugada insomne, hastiados ya los servicios curativos que desprolijamente reposan en mi habitación, me dejo caer (como cae un pétalo de nieve sobre la nariz de un tigre de java) en los abismos típicos del pensamiento desprendido de su utilidad diurna (probablemente a esos episodios se deba mi escritura: es una praxis que solo puede sostenerse refugiándose en la quintaesencia de la más sublime inutilidad: de alguna manera, que estos devaneos que, lerdamente, van erigiendo una “literatura” no sean prácticos implica una medrosa forma de no-practicar el mundo: retraerse del mecanismo del universo (entiéndase: la vida prescripta, mal guionada por un staff de yupies hollywoodenses) haciendo circular no su oposición (no su histérica rebeldía) sino la evocación de las lejanías que habitan en trincheras calladas en un sepulto rincón de las almas amordazadas de pastillas y rutinas (la neurosis aurática) ) (así de impráctico como el paréntesis anterior: romper la virginidad del papel para decir una cosa, fugarse a la mitad, y terminar diciendo otra, a tientas: sospecho que esa será la arquitectura secreta que ejercita mi escritura: algo que no termina de empezar deviene tropezadamente en otra cosa que no sabe concluirse sin iniciar su propia interrupción, etc: una excursión por el extravío).

I
Como no he de desdecirme de uno de los postulados iniciales de Ínfimos Urbanos (la escritura es una praxis: solo se corrige hacia delante: el siguiente texto reparará el anterior) no tengo más remedio que intentar decir de nuevo lo que antes no dije:
Hundido en la espesa opacidad de la madrugada, agotados los rumbos dentro de mi cuarto, arropado por severos enjambres de innumeras monotonías que zumban inagotablemente en el oído de mi insomnio, ingreso lentamente en la deriva de las ideas, el nebuloso océano de las especulaciones de una tristeza vacante. Y esta vez, regreso al tema de la identidad (como se regresa a un libro dejado sin terminar, en el remoto umbral del tiempo evanescente).

II
Y me preguntaba: ¿cómo es posible que yo pueda dar cuenta de mí si, de las personas con las que trato, soy una de las que menos veces ve mi rostro?¿qué tengo yo que ver conmigo, si ni siquiera tengo familiaridad con las sinuosidades de mi espalda? Conozco a mi espalda como sé que existe China. Tengo de mí apenas una idea interior, como quien, en la siesta, oye distante la lluvia caer sobre los techos en su murmullo delicado. Mi idea interior de mí es tan precoz, frívola e incompleta como lo son las diversas imágenes exteriores que he causado sin intención en las sensaciones de las gentes (cercanas y esporádicas) con las que traté. Yo, envase de mí mismo que sé de mi cuerpo apenas para cubrirlo con ropas o extraviarlo en primitivos goces fálicos. Yo, histérica cápsula de angustias hermética para mí mismo, extranjero desorientado que recorre el territorio de sí mismo meramente por trámites higiénicos, y ayer descubre un lunar que nunca había visto y siente por completo su irremisible distancia de sí mismo (desarraigado incluso de su propia imagen).


III
Extranjero de todo, foráneo de mí (confundir mi reflejo con alguien, discretamente saludarlo con la cabeza, tristezas así), ¿dónde podría sentir al menos la ilusión de un hogar (un lugar donde aplicar la gramática del hogar, su discurso)? He de buscarlo – pensé – en la realidad (eso que hacen los otros y que yo, desde mi orilla lejana, observo como un disperso espectáculo que no alcanzo a comprender). La lógica contemporánea rinde su fe ante la mercancía: pero yo, con dinero, solamente podría comprar los huesos falsos de un hogar, un territorio vacío que mi presencia continuamente deshabitaría. También podría pagar un analista para que ostente su lenguaje teórico sobre mi vida; pero no me tienta ofrecerme como objeto interpretativo, conejito de indias de latigillos interesantes (la literatura ya es la hiperinterpretación múltiple de mí mismo; y es una araña celosa). Agotados los artilugios monetarios (descarté antes de que se me ocurriese comprar cosas para ser – devenir – lo que tengo) me quedaron solamente los otros. Dividí mi imagen reflejada en los otros en: a)el amor, b)la amistad, c)la familia, d)la enemistad, e)los indiferentes - aquellos que conmigo eran transeúntes de la nada -.

IV
Me traspapelé entre los significados y ausencias de significado que inscribí en las retinas de la sensibilidad intelectiva de todas esas personas y gentes (según). Me traspapelé en fotografías imaginarias: captaron una imagen de mi cuerpo en determinada posición y conjeturaron, diversamente, que yo era eso: extendieron mi gesto hasta hacer de él una personalidad (yo no soy, por ejemplo, pensativo: simplemente esa vez me picaba la barbilla). Con la idea del otro, la idea de uno mismo es no más que una serie de malentendidos.
No llegué a ninguna parte, internado en el selvático laberinto babélico de los otros: fui – allí, en realidad – muchas cosas: gente que ni siquiera imaginé, monstruos que no supuse, bellezas de las que soy indigno, máscaras que no sabría encarnar, mártires, santos y asesinos.. misterios que la verdad de mi carne hubiese decepcionado. Creo que sobretodo en el amor se dio este malentendido, donde fui amado por lo que no era, etc
Cuando me busqué en los otros, no solo me desencontré: también dí con muchos hombres... todos extraños.
...
El siguiente diálogo, en un relato de mi infancia (hoja amarilla, un poco arrugada, escrito con pilot negra):
¿Qué es lo que dice un espejo roto?
Nada. Solamente la verdad.
¿Cómo puedo capturar ese mensaje?
-No es un mensaje. Se trata de una multiplicidad de imágenes codificadas en un lenguaje incontenible. No tenés derecho a leerlo porque no lo comprenderías.


V
No me convence, tampoco, acatar la fábula de la memoria como identidad. La sumatoria de experiencias rinde un resultado casual: acepto el accidente como una travesía sublime, pero me desagrada concebir que la composición de mi identidad obedece a una consecuencia de hechos fortuitos. Convivo con el malestar estomacal de un universo carente de todo sentido (y deposito allí mi más lúcida filosofía, si ha de llamarse así a mi incapacidad de vivir por estar hilvanando la vida que veo pasar), pero esa ausencia es el principio del mito: la oportunidad de generar diversas tramas, acaso el origen de la escritura. Atenerme a los hechos – definirme por ellos – sería clausurar el elixir divino que tiene el interior de las cosas: he imaginado mucho mejor de lo que fui, del mismo modo que escribo mucho mejor de lo que soy: reniego de que una identidad pueda definirse por una vigilia direccionada la mayoría de las veces por el imperio de la inercia, o de los otros (que sería lo mismo, claro), y que exilie las biografías que brotan del silencio (tema de otro ensayo: el silencio: verdadero espacio escénico del yo). De ser así, prefiero ser juzgado – es decir, configurarme – por las cosas que soñé y deseé: es decir, lo que no soy, lo que me falta. Siento que es allí donde un alma se delata.


VI
A la pregunta ¿por qué por qué tan complicadamente expresar una idea cansada y simple? habría que responder: ¡justamente por eso!: Debret Viana no se contentaría en exhibir que sus devaneos provienen de los episodios ociosos que concilia en los márgenes de realidad (es decir: un lujo de clase, hiperburgués, semifálico), y que no difieren de las inquietudes de cualquiera, de cualquier vulgar conversación nocturna de bar cuando ya todos los barcos han partido; además, de alguna modo es preciso justificar la empresa del texto: aunque sea su carácter barroco, su música vacía, su non-sense pirotécnico.



VII
Si fuese pintor, estallaría mis sesos sobre una tela incompleta,
y sería eso;
y fallaría,
otra vez.




VIII
Recuerdo una mujer. Junto a ella vi pasar cinco años de mi vida (hoy los recuerdo como recuerdo un film que vi somnoliento en la infancia, inconexas y fragmentarias sus escenas, gratuito su comienzo y su desenlace, insulsa la trama y bastante inverosímil mi personaje, en el que no me reconozco salvo en el pelo despeinado y la ironía como recurso discursivo permanente y patético). En el borde del deslinde, mientras pronunciábamos las últimas palabras que urdían la ceremonia de la despedida, esa mujer me habló de mí. Lo que dijo me espantó: describió minuciosamente un monstruo, un ser perverso, succionador de sangre y malicioso en cada paso de su existencia. Por supuesto, no me reconocí en ese relato, y atribuí su discurso un poco al odio propio de los amantes, y otro poco a esa distancia infranqueable que ilusamente creímos haber redimido durante los cinco años en que se sostuvo aquella ficción adolescente (un poco a los tumbos, claro, y remando con lo que había a mano en medio del vértigo de una tempestad que la obnubilación del romance nos impedía medir con justicia). Sin embargo, hoy – sumiso ante el altar del texto – es oportuno confesar que uno de los motivos esenciales que dispararon la disolución era la necesidad de no adscribir a esa imagen que mi amante me relataba: no importaba que yo no lo fuese – que yo no me sintiese ese monstruo –: si me quedaba a su lado, eso significaba investirme con las ropas fétidas que ella tejía para mí. Por no ser ese (ese: imposible traducirlo aquí: un insecto dañino, un infecto parásito: no puedo darle palabras: era necesario ver cómo se contraía el rostro de esa mujer mientras me odiaba, frase a frase) me fui. Lejos, donde los vahos de esa sentencia no me intoxicase.
Hoy, median años entre nosotros (el tiempo huyó como una tormenta por las alcantarillas de la ciudad). Pero a la hora de verbalizar mi identidad, no tengo más remedio que dudar un poco, vacilar entre los diversos espejos – todos ellos, de diversos materiales - que desde el silencio se arrojan hacia mi rostro vacuo (no sé qué cara poner, qué gesto usurpar cuando nadie me mira,) y al confrontarme con ese episodio del pasado, al menos preguntarme: ¿cómo ha sido posible que la persona que más cerca tuve me haya malcomprendido tanto?¿cómo fue que en la intimidad más profunda a la que fui sometido tampoco logré hablar el mismo idioma que mi única espectadora?: tuve un tranquilo espacio escénico, sin las presiones de taquilla, y aun así me traspapelé.
Y, supongamos, a los fines especulativos de esta búsqueda, que ella leyó bien, que me capturó: entonces, ¿qué pasa conmigo?¿tan alienado estoy que no distingo en mi biografía más que una fábula, la descripción de una terrible bestia mitológica?
(nota para la futura publicación: amputar este capítulo favorece el texto)

IX
Detengo un extraño en medio de la calle, me busco en su retina: no soy más que un conflicto de luces, una figura que despierta de la oscuridad, renovada y desdoblada en los diversos ojos que me espejan.


X
¡Mi propia madre ignora todo de mí, salvo mi fase diurna! (ella advierte cierta excentricidad, a qué negarlo: pero no sospecha esta encarnación textual, no intuye todo lo que muere – todo lo que se agita, se calcina, se mueve – para que mi mano trascienda una frase; mi cuaderno abulta una soledad hermética, páramo yermo donde sembré mis horas lúcidas, desvaneciéndome.


XI
¿Vale la pena decir algo más sobre la memoria? Nadie guarda las cosas que pasaron: recordar es componer con un pastiche de reminiscencias falsas una narrativa equivocada al servicio de las inquietudes contemporáneas. Acaso si pudiese ponerme unos lentes para mirar hacia atrás con el alma que fui... pero no, no vale la pena decir nada de la memoria: es una triste hilera de pesadas maletas cargadas de cosas de algún desconocido.


XII
Hundí las orejas en el fango cóncavo de mi pecho (ya todo el pulso se había exiliado), y escuché zumbar un inanimado desierto pétreo: las moscas decoraban el horizonte, por lástima. ¡Que así sea! Me vaciaré en la página mientras tenga tinta y dejaré mi reflejo insepulto como un halo susurrante entre las frases que me tergiversan, y estaré ahí, inscripto, como un incendio está en la ceniza de los objetos chamuscados, sombra de sombra, espectro fútil de una máscara inexacta, latido que se esfuma dejando lamparones de humedad, algunas palabras detenidas, un rato, entre dos abismo, y poco menos.


XIII
¿Quién soy? Alguien que llegó tarde tarde tarde a la farsa teatral que era su vida. ¿Qué tengo que ver yo conmigo? Diré las líneas que restan hasta que el telón borre el escenario, ¿qué otra cosa puedo hacer?


...


O simplemente me aburro, aquí con mi vida a la orilla de este cuaderno intacto donde prostituyo la vigilia, y como dice Pasolini: “Soy un pequeño burqués, y tengo tendencia a dramatizarlo todo”.


..
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10 comentarios:

Anónimo dijo...

Estas cavilaciones de Debret Viana con su hálito existencial, concentran y conectan al que llega aquí a un territorio de individualidad que se mira hasta el fondo, sin caleidoscopio, sí con el espejo de las palabras.


Si fuera posible enviar un mensaje escrito con pilot...
:)

drfloyd dijo...

en lo personal este viejo libro ya lo he abierto para nunca cerrarlo y me gusta esta sensacion de perdida, de no saber-me quién me busco y quién me encuentro.

Anónimo dijo...

Hace falta comprender esa pieza teatral donde nada parece converger? Sabemos que jamás alguien logra conocer a otro, más que por la ilusión que el mero amor produce; el superficial entendimiento del que somos capaces proviene de las banalidades prácticas, que en mi snobismo tiendo a creer por demás ilustrativas, pero incompletas. Por más esfuerzo que se imprima en la comunicación, nadie llega tan lejos como uno mismo, a nadie es necesario temerle más.
Entonces, la farsa, con todas sus dudas y los agobiantes factores íntimos y sociales, creo que vale la pena.

Anónimo dijo...

Hace muchísimo tiempo que no pasaba por tu blog. Y es una lástima, porque acabo de leer un par de entradas y me han encantado.
He visto que ya no enlazas al proyecto Poético blog, no sé si ya no te interesa, en fin.
Por cierto, limita un poco el número de entradas que se cargan en la página inicial. Para los que no tenemos una conexión de alta velocidad se hace imposible evitar que se cuelgue el explorador. Es sólo una sugerencia, vamos.
Ah, y las fotografías de la columna derecha: ¡geniales!

Debret Viana dijo...

muchacha: estimo que tendrás que ser vos quien prologue mi libro.

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dr:es esa incertidumbre el principio de la escritura (el ejercicio estético de una búsqueda inocua, condenada).

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ana: nada hace falta. el problema reside en que, por más que nuestra capacidad intelectiva nos permita comprender este mecanismo, y que el paso del mundo por nuestra experiencia confirme esas maneras que describis como un modus vivendi, nada de eso impide que la situación sea trágica.
(Para hablar del amor recuerdo un chiste que Woody Allen recuerda al final de Annie Hall, era más o menos así: dos locos en un asilo, uno le dice al otro: la comida que sirven aquí esta siempre fria y sabe horrible. El otro le responde: sí, y encima nos dan tan poco.
Creo que eso resume todo)

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Pablo: no sé qué ha pasado. se traspapeló el proyecto poético (o más bien yo de él: mi intención, sin embargo es continuar ese vìnculo).
Y sì: bien comprendo el dilema de las entradas: se traba, se tilde, se atasca. El problema es que yo combato (desde mis levìsimas herramientas) contra el olvido, contra la inmediatez que impone el circuito virtual: me niego a sepultar los textos previos (sé que el costo es ese: que todo ande más lento, o no ande: en fin, como el espacio ùnico que pretende ser Infimos Urbanos, no està mal que además sea difìcil).
Un saludo.
D.

Anónimo dijo...

Me convenció tu respuesta. Sí.
Un saludo.

F. dijo...

"extranjero de todo, foráneo de mí"

entendí, eh

bocha.

Anónimo dijo...

hijo de puta, como podés escribir así. te odio.

Debret Viana dijo...

pablo: ok. un saludo (la literatura, poéticamente hablando, debería ser pesada - en bytes - al menos más pesada que el bullicio que fácilmente transporta la web de aquí para allá).

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ferko: me sorprende que exista algo comprensible en un texto. ¿acaso el milagro de la comunicación todavía es posible?

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ulises: epa.

Anónimo dijo...

reconozcamos que el texto empieza mucho mejor que cómo sigue. igual , es tan bello, tan crudamente cierto. eso es lo que recojo cada vez que vengo a tu jardìn, Debret. Bellísimas cosas ante las que no puedo más que decir: es así, la vida es justamente así, mis horas solitarias son así. un fuerte abrazo, caballero. y gracias por extenderte en la prosa.