Iba a escribir un preámbulo. Lo empecé, y, a los dos párrafos, borré todo. Dylan no requiere preámbulo. Después encontré la foto (casualmente: la encontré porque no la buscaba, porque buscaba otra cosa). Había salido el sábado del museo de Bellas Artes, había cruzado plaza Francia, llena de artesanos y turistas. Mi cansancio acordaba con el día gris. Decidí darme una vuelta por el cementerio de la Recoleta, que me quedaba cerca de donde pensaba almorzar. Caminar sus pasillos me despierta un humor - que no sabría definir en una palabra y no quiero escribir tanto - pero que me lleva a prescindir de toda alianza terrenal y mezquina, y me predispone a monólogos místicos y desreales. Además, disfruto la cercanía de los felinos que deambulan establemente por allí. Capturé - entre tantas otras cosas esa tarde - un tacho de basura que, como todos, tenía flores rotas. Eso, la cercanía de los muertos, los divertidos turistas, los gatos que hacían de las tumbas sus hogares, y ciertos recuerdos que vibraban calladamente en mí dispararon la foto mucho antes de que la comprendiese. No es una anécdota que necesite más palabras. Escribir hasta aquí fue casi la coartada por no haber escrito estos últimos días.
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