minusválidamente, Debret Viana descarga su frustración sobre su fláccido piano:
cuarta improvisación sobre la inercia.wav
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Pero si yo no existiera...
Fragmento de Ruidosas Cenizas
Debret Viana
El límpísimo rencor de la hoja en blanco. Quieto, inmune de mí. Es casi como una risa que se alza en la madrugada. Si busco, le puedo ver los dientes a esa risa. Yo la quiero callar, veo películas, pongo muy alta la música. Pero me cuesta. Me cuesta no reencontrarme a lo largo de las horas con la pluma o con el cuaderno. Están siempre en entre el lugar donde estoy y el que quiero llegar. Entiendo que son emboscadas colocadas estratégicamente por mi ánimo.
*
No tengo consuelo, y soy como una especie de vagabundo en mi propia casa. No sé cómo enfrentarme a la mirada de la hoja vacía; es como una marea en la que me enredo. A veces me duermo, pero siempre termino regresando al mismo lugar, al escritorio, a la hoja en blanco. Los antibióticos no parecen servir para esto. Aunque sí es cierto que siento que me han idiotizado. No logro hacer nacer en mí una idea que amerite la sentencia de la palabra escrita. Yo me siento frente a la hoja en blanco. Intento garabatear algo. O simplemente volver a escritos que dejé antes inconclusos, frases sueltas. Me enfrento a la hoja en blanco, e inevitablemente, naufrago. Todavía me quedan historias que habían comenzado antes de la operación. Dan vueltas por mi cabeza. Sueño con ellas, o las digo a quien casualmente escuche, si suena el teléfono. Pero no llego a escribir una sóla palabra. Sé cómo empiezan, o comprendo cómo terminan, pero no logro trazar un puente que devenga en lo que ya sé.
*
Siento, de una manera un poco mística, un poco tonta. Un poco religiosa sobre todo. Siento que la tinta que desparramo sin sentido, esa que no acaba de formar nada específico. Esos intentos vanos, los devaneos de mi pluma. Son como mi sangre, perdiéndose vanamente (nota del editor: ilegible) un río negro ... con esas palabras que no van a ninguna parte. Como éstas.
*
Ni siquiera tengo el consuelo del delirio. Estoy hundido en mi triste lucidez, en un estado de profunda irrelevancia. Curo mi cuerpo, y sigo las indicanciones médicas. No logro, sin embargo, decir nada. Y muero por hacerlo. Me he vuelto el siervo de mi carne. Soy un escritor de ficciones. Esos objetos mágicos justifican los episodios banales de mi vida. Es extraño que este estado que es, digamos, la imposibilidad de la escritura, me lleva, me detiene aquí, en la narrativa de la imposibilidad de la escritura. Entiendo que es solamente una manera de consolarme: tengo que decir algo.
*
Amanece. Copio, para hacer de cuenta que escribo, pasajes de novelas o ensayos que voy leyendo. Sobre Kafka, escribe Blanchot: la mayor parte de su diario gira en torno a la lucha cotidiana que le es preciso sostener contra las cosas, conta los demás y contra sí mismo para poder llegar a este resultado: escribir unas palabras en su diario.
Antes, esos trozos de otras literaturas y otras voces servían para empezar mi prosa. Ahora no salgo de este estancamiento. No sé cómo morir. La manera de morir que había aprendido era la literatura. Ahora, que no logro parir una palabra, me siento petrificado en una estática que no encalla en ninguna parte. Porque es tristísimo el frío frente a la hoja en blanco, tengo que hacer de esto un melodrama. Es la única manera que tengo para arañar la hoja.
*
Si me tengo que sentir de alguna manera, es así:
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7
La historia se cierra en literatura - se abre: infinitamente -. La tarea de Sandra era, desde luego, una tarea inútil. A su manera, todas lo son. No es diferente la manera en que vos necesitás aferrarte a algún talismán vacío para suponer una dirección a tu errática somnolencia, y prevenirte de que el abismo te salte encima como una fiera afilada. Yo, harto de letras las hojas limpias también para soportar la fragancia rancia que las horas me dejan al pasar por mí como pasa el viento sucio y grisáceo que tiene la voz de los segundos que gotean lejanos en la madera de los muebles nocturnos. No importa. Que nos baste saber que una vez, en la ciudad de Rosario, una muchacha lloró.
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el cuadro, otra vez Van Gogh
la letra
I
Las cosas de la casa estaban prendidas a la oscuridad. Las miró un instante: eran tigres en la siesta; se cuidó de hacer algo por despertarlas. No quería que nada le saltase encima. Menos a esas horas, que son como el despojo de la existencia, cuando el segundero sigue dandole puntadas al cuerpo pero el cuerpo es una coagulación insensible. Ansiaba solamente llegar a su cama sin tener que existir en el camino. Entró suavemente, e hizo de sus pasos un liviano murmullo. La puerta, de todas maneras, crujió su queja de madera hinchada, como siempre. En la cocina tomó un vaso, lo llenó con agua. Se apoyó - levemente - sobre la alacena para descansar del día, de los detalles del cansancio. Cruzó el living sin prender ninguna luz, y llegó al baño. Se lavó la cara, se descalzó. No quiso saber nada con el espejo: era tarde, y le pareció mejor postergar cualquiera de las formas de la conciencia. Una vez en la habitación, una figura en las sombras lo llenó de espanto: había alguien durmiendo en su cama.
II
Se sacó la camisa, luego el pantalón. Cuando sus ojos se acostumbraron a las íntimas tinieblas del dormitorio, adivinó, enredado en sus sábanas, el cuerpo de una mujer. Ya desnudo, se acostó en la cama. Se durmió pronto, dándole la espalda a la extraña que dormía junto a él (lo que soñó pertenece a otro relato).
III
Despertó con los primeros sonidos del reloj, que arañaba su sueño a la inhóspita hora de siempre. Detrás de la ventana las cosas eran todavía grises. El otro lado de la cama estaba vacío. Era el cuarto día desde que la extraña llegó a su casa, y le pareció grato recuperar un trozo de soledad - aun cuando ocurriera a horas tan difíciles -. Abrió su mano, y la dejó posada allí, recorriendo - los ojos aun cerrados - el territorio vacante: estaba frío. Frío y cercano. Casi suyo. Extendió su cuerpo por todo el espacio de la cama. Como si quisiera volver. Como si quisiera volver a alguna parte.IV
Al salir - ya cambiado y prevenido para el día - del baño, escuchó ruidos en la cocina. Detrás de los ruidos estaba la mujer extraña, que sacaba y ponía platos y vasos de los estantes de la cocina. Se movía de manera frenética, como una máquina. El se detuvo junto a la puerta, y sintió cómo los ojos de esa mujer se le clavaban dentro. Desvió la mirada hacia la mesa, encontró el desayuno preparado. La escuchó decir: te preparé el desayuno. Las hebras de esa voz parecían provenir de un instrumento lejano y roto. El no podría precisar cuál. La miró una vez más. Después se sentó, tomó el desayuno - la mujer lo miraba desde un rincón de la cocina, lo escrutaba como queriendo penetrarlo -. Cuando terminó, se levantó y se fue a trabajar.
V
No le fue sencillo desprenderse de la voz de la mujer extraña. Si intentaba seguir su vida como si nada se hubiese alterado, tropezaba contra esa voz, aferrada en alguna parte de su ropa, o regresando a él desde el chirrido del tren o el sonido de los papeles multiplicándose en su escritorio. Las cosas que usaba la voz para desandar el olvido hasta su memoria eran inmotivadas: eso era lo que la hacía incontenible. Si pudo arrancarla de sí fue gracias al cansancio que su labor implicaba, gracias al naufragio de sus fuerzas para soportar el día y sus trabajos.
VI
En el ascensor le pareció que las paredes se le acercaban, tuvo que aflojarse la corbata. Otro día se deshacía, esfumado; y sentía que no había ninguno de sus pasos que pudiese salvar. No había pieza de su vida que conformara un buen relato. En el pasillo ya vió la puerta abierta. Entró en la casa - todas las puertas, todas las ventanas estaban abiertas -; Brahms llenaba los vacíos del lugar, se estrellaba contra las paredes, hacía temblar los vidrios. La mujer extraña estaba en medio del living, arrodillada en el suelo, rodeada de pilas de ropas, de hilos y de ovillos. Parecía estar destejiendo cada prenda. Lo hacía con desesperación, subiendo la velocidad al ritmo de Brahms. Sin reparar en ella, apagó el equipo de música y encendió la tv. Se dejó hundir en el sofá, esperando que algo en la pantalla - cualquier cosa - lo interrumpiese.
VII
Lo que él quería era evitarla. Pero la casa era pequeña, era imposible no encontrarse. Si bien había momentos en que esa presencia le simplificaba algunos episodios de la realidad (la ropa limpia por ejemplo, o la comida, los beneficios sociales) tenía muy en claro que sus maneras se entorpecían. El contacto lo volvía rudimentario para su propio paso. Si él se estiraba por ejemplo hacia la biblioteca buscando un libro, tenía que sortear a la mujer extraña, que si no estaba en medio de lo que él deseaba, había llegado primero que él (al libro, o lo que fuese que el deseara). Si sentía voluntades de ir al baño, al segundo paso veía cómo la mujer acababa de entrar y cerraba la puerta. Cada vez que pasaba por el pasillo, la mujer estaba sentada en el suelo y él tenía que emprender posturas poco ortodoxas para lograr pasar. Había veces que, al salir, notaba que ella se aferraba su zapato, y no lo dejaba avanzar. Siempre era un obstáculo.
VIII
Coincidieron en una cena. Comían con delicadeza, sentados uno en frente del otro. Esa noche se miraron mucho, y fue la primera vez que él supuso que para esa mujer él también podía ser un extraño. No se dijeron una sola palabra. A esa altura, ya se entendían (bastó mover una ceja para que le alcanzara la sal).
IX
Cuando abrió la puerta del baño - una tarde -, la vió ahí, sentada, desnuda. Tenía una mano entre las piernas, y gemía. Al verlo, se detuvo. Hubo un instante en que ambos quedaron petrificados, inermes ante el otro. Después ella se llevó un dedo a la boca, y abrió las piernas. Se quedó tímida y abierta, con la mirada niña. Temblaba un poco. El cerró la puerta y se fue.
XElla lo toma del brazo, lo detiene. La mujer lo mira a los ojos. Lo mira como si a través de los ojos pudiese acceder a algo más profundo. El corre la mirada, quiere soltar el brazo, irse. Ella dice: no sé, yo trato. Vos me viste buscar y buscar. No sé cómo hacerlo, pero quiero intentar. El calla. Ella sigue diciendo: quisiera ser la que vos querés que yo sea, pero no sé cómo hacerlo todo el tiempo, ¿entendés? Ella calla, lo espera. Con la mirada lo agujerea, él siente que tiene que decir algo. Cuando abre la boca, se oye decir: esto es ridículo; no sé de qué estamos hablando. Y también dice: me tengo que ir. Dejáme. Me tengo que ir. Ella dice: Yo quiero ser eso, pero todo el tiempo no me sale. Me esfuerzo mucho, y lo consigo bastante seguido. Pero todo el tiempo... El dice: en serio, me tengo ir. Ella sigue diciendo: hay grietas, pequeñas cosas que van brotando. Como mi nombre, o algún gesto fuera de lugar. Cosas así, cosas tontas. Pero que desacomodan todo, hasta los muebles.Y últimamente es cómo si nos cayéramos ahí, ¿no? Justo en esos lugares donde yo no sé cómo ser lo que vos querés que sea. Son detalles, vos ves que son detalles, ranuras. Pero resbalamos ahí. Nos hundimos. Nos cuesta tanto hacer dos pasos sin tropezar, pero yo quiero. Quiero que sepas que quiero. ¿Entendés? Quiero probar. El dice: Basta. Soltáme. Estoy llegando tarde. Soltáme.
XI
Más tarde, piensa: ¿ella realmente cree que soy ese monstruo? También piensa: ¿acaso soy ese monstruo? Y también (pero ya cuando atardecía en la ventana detrás de empleados, papeles y cubículos): ¿cómo fue que me convertí en este monstruo? ¿dónde empecé; quién me llevó hasta aquí?
XII
Era la mitad de la noche. Se despertó bruscamente. La garganta seca. Distinguió en la mesa de luz un vaso con agua. La mujer no estaba a su lado. Decidió ir a la cocina, beber algo allí. Una vez en el pasillo, escuchó un leve murmullo que provenía del living. No le hizo falta prender la luz, la vio sentada en el piso, la cara entre las manos, llorando. Se sirvió un vaso con agua y buscó una de las sillas del living. Se sentó allí, en la oscuridad. A veces su llanto era leve y más lento, como si llorara por reflejo. Otras balbuceaba violentamente, como una niña, como si estuviese frente a su pena. El se quedó callado junto a ese llanto. En algún punto debió quedarse dormido.XII
- Hablemos - dijo ella. - Por favor, hablemos. Pero me tenés que prometer que vas a ser sincero conmigo. Yo también voy a ser sincera con vos - .
- Está bien - dijo él. - Pero, ¿quién empieza? -.
Después fueron más fáciles de escuchar los ruidos de la calle, que entraban por la ventana entreabierta. Y esas formas del silencio que tienen las cosas quietas._____________
la fotografía se llama
La memoria,de Debret Viana