
30.10.05

28.10.05

Claro que mi hijo dice que no debería estar aquí, que las habitaciones, cerradas y vacías, gimen cuando atravieso los pasillos. Que debería vender la casa y mudarme a un departamento pequeño, cómodo, sin pasillos tan largos y recónditos como la memoria; organizar la vida que me queda en algunos cajones. O viajar, y no pasarme los días batallando el polvo que el tiempo extiende sobre las cosas. Pero, ¿adonde puedo viajar yo? Mi país de la infancia no existe, sino mediante fábulas o fotografías antiquísimas que ya son parecidas a las fábulas. ¿Dónde habría de llegar? Todos a los que una vez conocí, se han ido. Con ellos podía hablar, por lo menos, y regresar, siquiera un rato, a lo que una vez fue. No es que las cosas volvieran realmente, pero, cuando contábamos las cenizas de lo que pasó, era parecido. El no entiende que solamente quiero reposar aquí, y morir en calma, junto a mis fantasmas: esa constelación de todos mis ayeres, y sus recovecos.
26.10.05
Después de todo el tiempo; Pedro Aznar
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Prosa varia en cuatro minutos
Pero no. Es mentira. Ninguna cosa perdida se recupera, nada regresa al lugar de donde se fue. El tiempo, y lo ingrato de nuestro presente, nos hace ver soleadas las orillas desde donde partimos. Se llama nostalgia. Y no es una senda que desemboca en el pasado, ni en el ansia del pasado. Es simplemente el signo de la derrota del día de hoy. Nadie se detiene a esperar. Aun cuando se quede parado, y no haga nada. ¿Qué es la espera sino el tortuoso territorio de la ausencia, la coartada para no tener que tomar la propia vida y decidirle una dirección?
el cuadro se llama Speranza;
25.10.05
23.10.05
18.10.05

Habíamos quedado en amarnos, en no decirnos la verdad. El contrato era claro, la vida: más sencilla. Ella era preciosa (divina), era fácil falsearla, ver otras cosas, salir de la cama sin pasar por el áspero trámite de despertarse; era fácil respirar, anochecer. Durante algunos meses nos protegimos del mundo, de sus puntas. Nos iba bastante bien. Pero. La pasión se dilata en los almanaques. Antes de que una estructura la encorsete en tiempo medible, declina: o como en mi caso, su variable intensidad permite huecos, pliegues. Yo todavía la amaba con desesperación, pero en un intervalo del péndulo romántico (entre una exhalación y una inhalación) hice algo malo, algo tonto, algo que no debí haber hecho: algo que sabía que no significaba nada para mí, pero que decodificado por la atrofiada lente del enamorado era legible como una traición. Cargué esa pena en la espalda de mi amor como se carga un herido que agoniza a gritos. Por esos tiempos - lo recuerdo - ella estaba guapa y feliz como siempre. La felicidad no es algo que pueda preguntarse ni responderse: simplemente así era su rostro, y habíamos pactado que no hurgaríamos en las hermosas apariencias que nos prevenían del hastío.
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o directamente saltarse todo y escuchar into my arms, de Nick Cave
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17.10.05

14.10.05
12.10.05

8.10.05

Fue recién cuando quiso secarse el sudor de la frente que sintió la sangre espesa deslizándose a lentos borbotones, manchando el escritorio de caoba, los asientos contables, la calculadora, recorriendo los pasillos, los mocasines de los compañeros, bajando los peldaños de las escaleras hasta las avenidas. Tuvo que aflojarse la corbata para alcanzar un poco de aire, inútilmente. De la oficina salía un niño, vio su espaldita alejándose tranquila, y algunas gotas rojas que bajaban del cuchillo que cerraba su mano.
- Mirá lo que hiciste de mí – le dijo uno a otro.
Por otra parte (tal vez):
Un hombre condenado a mirar el mundo con una claridad tan lúcida que éste le resultó intolerable, encaminándolo hacia la muerte.
7.10.05


3.10.05

Tuve que despertarme a horarios hostiles, tuve que vestirme de persona y tuve que pagar cuentas, hacer largas colas, tirarme a un costado de las paredes de las oficinas para dedicarme a la espera sin que mi cuerpo entorpeciera el flujo de la civilización, tuve que discutir tarifas con empleados de telefónicas, tuve que soportar los gestos ensayados de los empleados de las telefónicas, que me parecían muñecos rotos, que me parecía que cuando por las noches se desprendieran de sus trajes y sus zapatos para ir a dormir, con las ropas también se irían sus caras y manos, y ya no quedaría nada de ellos que estuviese vivo, tuve que subir y bajar de colectivos, de subtes, tuve que llevar papeles de un sitio hacia otro, que iniciar trámites lentos que producirán para concluirse, nuevos, infinitos trámites, tuve que decir muchas palabras a mucha gente vestida de gente, palabras huecas y ajenas, y si por acaso me escuchaba hablar a mi mísmo, no lograba reconocer esa voz fútil, en muchos ascensores subí y bajé y en ningún punto me pareció estar llegando a alguna parte. Cuando se me juntaron un par de minutos vacíos, los dejé en un bar, frente a una lágrima tibia y al cuaderno abierto donde ahora escribo estas cosas (aunque entonces no pude escribir nada; tal vez porque mientras lo vivía, el día no me parecía monstruoso). Después tuve que seguir, tuve que hacer cosas parecidas a las que venía haciendo, que insertarme en el medio de la urbanidad (que tiene su centro en todas partes, en cada una de sus partes). Tuve que ser muchas cosas que no tenían nada que ver conmigo. Dislocarme.
De esa materia está hecha la normalidad. Pude cumplir con ese vaivén urbano sin demasiada torpeza, y hasta incluso mis pasos tenían de cuando en cuando, si no les prestaba atención, la firmeza de quién está yendo a un lado preciso, de quién tiene una razón severa para moverse o es esperado en algún lugar. Cosas así dan la apariencia de una vida justificada. La velocidad que requerí para participar de ese mundo abolió todo contacto con la reflexión. Lejos de mí, pude hacer esas cosas. Pero de haberme visto, me hubiese aterrado.
Cuando el día pasó, sin dejar nada excepto mi cuerpo cansado, y pude sentir en un instante diminuto de la oscuridad de mi habitación todos mis movimientos y gestos diurnos de una sola vez, solamente pude preguntarme: ¿en qué momento fue que yo me volví real?