Ya son muchas las veces que dije que no; no quiero jugar más. Es inútil; mis declamaciones son pasos de comedia. No me toman en serio: alegan que todo lo que digo son ardides para perpetuar mi frágil lugar en el juego. Tengo que quedarme así, mirando para atrás, velando cada cosa.
Agoto el privilegio de ser real vigilando el sigiloso advenimiento de lo que pendula en el silencio. Si me doy vuelta: se mueven, avanzan sinuosamente desde los rincones de sombra: progresan a través del territorio indómito que se abre detrás de mi espalda.
Apenas si son discernibles los pasos de los movimientos. Diminutas monedas de rara seda: inaudibles; sé de ellas porque cambian el aire del ambiente con su aliento rumiante: así siento su cercanía; me quedo quieto, expectante, pero nunca confirmo nada: mi inmovilidad los disuade.
Pero el tiempo cede y mi atención me deja cansado. Es inevitable que, eventualmente, alguno toque mi espalda y yo pase al otro lado, y termine algo o algo empiece, junto al aparente silencio de las cosas quietas..
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