1.8.10

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Repasando estos cuadernos he notado que firmé con ese nombre, Debret Viana.




Antes de empezar a escribir Infimos Urbanos, yo era él. Ahora, releyendo, noto que tiene sus propias formas, su psicología, sus modos y trampas, sus vicios y sus redenciones, su respiración, en fin: sus rasgos particulares. Diferente de mí, pero no enteramente lejano, es como una aparición que queda grabada en la hoja, como un estado de ánimo que habla, y cuando cesan sus verbos, se desvanece. Algo que, sin ser yo, en mí surge y se evacua en textos. 




Su sintaxis – muy otra que la mía – se ha apropiado, sin embargo, de algunos detalles de mi propia vida. Hoy, no sin cierto horror, debo enfrentarme a una suerte de duelo con un doble (el horror sensato de comprender que ambas partes constituyen el equilibrio de una balanza, y que de exiliar a una de ellas, todo se desmoronaría)... Si esas cosas componen – como de hecho lo hacen – a Debret Viana, ¿entonces qué queda para mí? Si él ya es eso, yo no tengo más remedio que ser otro.

¿Pero quién?

Me siento como quien fue a un baile de disfraces, y en el tumulto perdió, no su máscara, sino su rostro. Y ahora no hace más que esforzarse en llegar a ser la máscara que le queda, mientras se oculta detrás de tibias improvisaciones que no logran ser una personalidad, simplemente como una forma de disimular que no se es nadie, que se esta repentinamente vacío, que, en medio del ajetreo, por alguna confusión, extravié las cosas que era y ahora no queda más que empezar a urdir un rostro otra vez, a practicar gestos en la soledad nocturna de la habitación hasta conseguir un lugar donde ocultarme y una manera de enunciar mi tristeza que no sea ya un tic de Debret Viana.

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