18.3.04


Las horas



Son las 20.30 de un diciembre rojo. Sobre las cosas se sienta -tiernamente- la noche, su progresiva, ineluctable sombra. Estoy en el parque Rivadavia; solo; vengo de leer algunos capítulos de "El Pasado", de Alan Pauls (meses después, desencantado, pensaré que su única fortuna reside en la posibilidad de identificación: el lector se identifica con anécdotas banales). Estoy triste, pero porque soy triste: no preciso motivos particulares para articular mi congoja - y en todo caso, me los invento-.
Veo
parejas arrojadas sobre bancos del parque como si para siempre se hubieran rescatado de la muerte. ("NO ESTOY CELOSO") Veo en ellos gestos típicos, como si vaciados de su subjetividad fueran en realidad no esa historia íntima, única que naufraga de los horarios, entregándose golosamente en los pliegues de la civilización, sino una terrible expresión dogmática, una petrificación del gesto arquetípico que cada hombre cumplirá -creyéndolo propio y merecido- determinada cantidad de veces a lo largo de su vida (pienso en un sueño que Borges sufrió en Alemania): esos gestos me recuerdan tambien a mí, a algunos que yo fuí.


Triste y resignado, pienso: No hay caso: todas las parejas son - como el fuego de Julio- la misma pareja (que obedece sus ritos como en una milenaria ceremonia mecánica). La gente sigue yirando errática, con su inmóvil brújula cotidiana apuntando a ese norte asfaltado donde el día es un manto de mecanismos sin sobresaltos. Las cosas en su sitio.


Yo - herido-
como en cada naufragio, me extiendo sobre el pasto;
crucificado.
Descubro la belleza del instante: ya es noche, pero las nubes que pueblan el cielo son rojas, no furiosas, pero sí plácidas, confortantes, abrasadoras.
Sonrío, salvado.
La gente continúa su labor de ser gente. Su suizo ritmo invariable y helado. Yo mismo, dentro de un rato (acaso luego de este texto que me/te interrumpe) tendré que retomar mi día y mis horarios dejados en la suela de mis zapatos. Asumir la gris responsabilidad de ser un gesto más que acompañe el movimiento que, por simple repetición, clava al cotidiano el velo transitable de su ficción. Antes de insertarme, y a pesar de hacerlo, este rojo difuso y penetrante es mi amuleto. No me interesa la posibilidad de un dios: pero es santo este intervalo que conservaré, quizá, vagamente en estas letras que lo aluden, para que al releerlo pueda, como ahora, respirar mejor y respirar en serio.
Sé bien que mi derrota es incuestionable, que no es heroica y es común. Nada me salva de la especie, salvo este instante.
Y su nostalgia.

Viviré horas y décadas fugaces y en las cuentas finales habrá dado lo mismo mi participación mecánica o mi ausencia definitiva.

Es triste estar vivo.
Lo único que duele de la muerte es la vida.

(parece un grafito pelotudo, pero no.)


Godard tiene razón: un adulto no existe. Todo mi rostro es una mueca difusa, un confuso deseo transfigurado: estoy perdido, y no hay respuesta que me resuelva. Las/Mis preguntas son juegos con sombras.

(que esa morocha me mire felina por sobre el hombro de su amante, ¿qué puede significar? Indudable: el pasaje de regreso a estar vanamente vivo, con todos los componentes intrascendentes que urden las horas.)


Seguiré como se sigue. Pero, ¿en que rincón de mis pupilas quedará marcado ese rojo? ¿No será que en otras pupilas que no las mías se ha trazado también sagradamente mi redención?
Ese rojo no puede ser entendido sin que arañe los ojos. Sin que desgarre los espejos.
Pero sigo solo (enredado entre las sombras potenciales de algún Otro específico; pero solo).


Y descrifrar pupilas no es un destino.