El pequeño burgués ha de educarse cotidianamente en las intermitencias de la frustración.
Es mi franco y tengo muchas cosas para hacer. De por sí, esa circunstancia me desalienta. Trato de salvar para mi franco ingentes y lentísimos momentos de nada. La nada es rara, y muy preciada. A esos excelsos momentos los voy llenando con mis pequeños placeres interiores. La música, la literatura, el cine, etc. Hoy no es el caso. Tengo que hacer muchas cosas. Y se rompe el termotanque. Caliento agua en la pava y mi proceso de higienización demora el doble. Voy al dentista. Hace una semana me duele una muela. Me dice que hay que hacer un conducto. Digo bueno. Pero dice que no puede en ese momento, porque para el conducto es preciso un turno de una hora y el mío es solo de media hora. Me da turno para la semana que viene. Le digo que me duele, que cómo hago. Me receta antibióticos. Me mira y me toca en el nervio del dolor con sus utensilios de delicada carnicería. Y algo se rompe o algo porque sangro un par de charcos. Entonces me receta calmantes. Salgo y viajo de Flores hasta Caballito. En el 92. Voy a Claro. Tengo tres trámites que hacer. Las oficinas de claro tienen la límpida blancura insulsa de las clínicas privadas. Necesito que me activen una línea que suspendí cuando hace dos meses me robaron el celular. Pero no, no pueden hacerlo porque necesitan un aparato. Y el aparato es de mi madre y está en Ramos Mejía. Paso al segundo trámite: necesito dar de baja una línea que no uso. Bárbaro. Se puede, pero hay que enviar una carta. Hay que enviarla no sé dónde, documentando todo el árbol genealógico de cada integrante de la familia que alguna vez habló por teléfono. Es peculiar: la virtualidad y la velocidad disipan la distancia del cliente al objeto por comprar, pero desligarse de un servicio requiere involucionar a técnicas comunicativas del siglo XVI. El tercer trámite es simple. Tengo que pagar. Pero. Oh. El sistema de las cajas ha caído y no pueden facturar. Tal vez el problema radique en el lenguaje: en la propia palabra trámite habita algo que lo vuelve irrealizable, o kafkianamente postergable.
Camino dos cuadras, y encuentro la dirección que buscaba. Me desconcierta el hecho de que sea un edificio, pero me aventuro y toco timbre en un departamento. Suena un portero eléctrico y abro. Y entro no en una casa sino en una tienda de artículos deportivos que opera por mercadolibre; es decir: poco legalmente. Peculiar. Me atiende una muchacha. Le digo que paso a retirar lo que encargue ayer. Una cuerda. Para saltar. La busca. No la tiene. No le quedan más. Pero "va a entrar". Le digo que me de cualquier otra. Una cuerda es una cuerda. Y si bien no me llevo lo que quería, me llevo algo: opto, después de tanto imposibilidad, por trascender el obstáculo. Salgo, y paso por el Village y veo que están dando la última de Woody Allen y quiero verla, y le escribo un mensaje de texto a J. pero me dice que mañana se levanta a las 5, que el viernes. Siento que tengo hambre. Camino tres cuadras y entro a Starbucks. Pensé en un muffin y un laté de dulce de leche y en sentarme lejos del frío a leer After Dark, de Murakami. La realidad difiere de las imágenes de mi deseo. Lo que encuentro es una cola de 320 adolescentes. No sé en qué momento el café se volvió un fetiche teen. Me resigno y me voy. Entro al Disco, al lado del Starbucks. Si no he de comer algo rico ahora, lo comeré después, me digo. Voy al área de delicatessen. Elijo un budín un poco caro con chips de chocolate. Será para después de la cena. Cuando me acerco a las cajas noto 1- que solo funcionan de 14 cajas, 6. 2- que hay 500 personas antes que yo con carritos semi llenos. Calculo que es una tontería perder tanto tiempo por un solo budín. Y comprar más cosas para justificar el tiempo está fuera de todo criterio: estoy a 45 minutos de mi casa, en un colectivo probablemente atestado. Y me voy del Disco. Entro en una farmacia, y compro amoxicilina 500. Tardo un poco en lograr la adquisición: se quedaron sin números para los turnos y se origino un modesto caos entre los fármaco-dependientes. Bajo al subte, para viajar hasta Carabobo y Rivadavia. Y cuando acerco la tarjeta y el dinero, el caballero detrás de la boletería me dice lo que me dijo ayer y antes de ayer: no hay carga. Este detalle complica mi existencia. Ante la carencia de monedas, necesitaba la tarjeta cargada para moverme mañana por la ciudad. Pero no. Tampoco se dio eso. Salgo del subte, hacia la avenida. Y me dispongo a tomar el 55. Y veo que hay desde la parada 4 cuadras de cola. Son las 18.30. Buenos aires ha colapsado. Pero no se detuvo. Y todos siguen su circuito, participes de la inercia del colapso. Todo es inútil. Cada cosa es tan inútil como la siguiente. No hay lo que no sea superfluo. Pero estas son palabras, y para articular la experiencia definitiva y trágica es necesario tocar fondo, hundirse en el barro. Yo, en cambio, por un azar que no comprendo del todo, subo al colectivo atestado y consigo un asiento cómodo. Con una señorita bonita al lado. Y escribo esto y de algún modo lo expío y no estallo, y no salgo a los tiros y mato a 30 como debería, como sería justo, como cualquiera tendría que hacerlo.
Todos tenemos nuestras transas. Nuestras conciliaciones para que todo siga igual.
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