El pequeño burgués ha de educarse cotidianamente en las intermitencias de la frustración.
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Camino dos cuadras, y encuentro la dirección que buscaba. Me desconcierta el hecho de que sea un edificio, pero me aventuro y toco timbre en un departamento. Suena un portero eléctrico y abro. Y entro no en una casa sino en una tienda de artículos deportivos que opera por mercadolibre; es decir: poco legalmente. Peculiar. Me atiende una muchacha. Le digo que paso a retirar lo que encargue ayer. Una cuerda. Para saltar. La busca. No la tiene. No le quedan más. Pero "va a entrar". Le digo que me de cualquier otra. Una cuerda es una cuerda. Y si bien no me llevo lo que quería, me llevo algo: opto, después de tanto imposibilidad, por trascender el obstáculo. Salgo, y paso por el Village y veo que están dando la última de Woody Allen y quiero verla, y le escribo un mensaje de texto a J. pero me dice que mañana se levanta a las 5, que el viernes. Siento que tengo hambre. Camino tres cuadras y entro a Starbucks. Pensé en un muffin y un laté de dulce de leche y en sentarme lejos del frío a leer After Dark, de Murakami. La realidad difiere de las imágenes de mi deseo. Lo que encuentro es una cola de 320 adolescentes. No sé en qué momento el café se volvió un fetiche teen. Me resigno y me voy. Entro al Disco, al lado del Starbucks. Si no he de comer algo rico ahora, lo comeré después, me digo. Voy al área de delicatessen. Elijo un budín un poco caro con chips de chocolate. Será para después de la cena. Cuando me acerco a las cajas noto 1- que solo funcionan de 14 cajas, 6. 2- que hay 500 personas antes que yo con carritos semi llenos. Calculo que es una tontería perder tanto tiempo por un solo budín. Y comprar más cosas para justificar el tiempo está fuera de todo criterio: estoy a 45 minutos de mi casa, en un colectivo probablemente atestado. Y me voy del Disco. Entro en una farmacia, y compro amoxicilina 500. Tardo un poco en lograr la adquisición: se quedaron sin números para los turnos y se origino un modesto caos entre los fármaco-dependientes. Bajo al subte, para viajar hasta Carabobo y Rivadavia. Y cuando acerco la tarjeta y el dinero, el caballero detrás de la boletería me dice lo que me dijo ayer y antes de ayer: no hay carga. Este detalle complica mi existencia. Ante la carencia de monedas, necesitaba la tarjeta cargada para moverme mañana por la ciudad. Pero no. Tampoco se dio eso. Salgo del subte, hacia la avenida. Y me dispongo a tomar el 55. Y veo que hay desde la parada 4 cuadras de cola. Son las 18.30. Buenos aires ha colapsado. Pero no se detuvo. Y todos siguen su circuito, participes de la inercia del colapso. Todo es inútil. Cada cosa es tan inútil como la siguiente. No hay lo que no sea superfluo. Pero estas son palabras, y para articular la experiencia definitiva y trágica es necesario tocar fondo, hundirse en el barro. Yo, en cambio, por un azar que no comprendo del todo, subo al colectivo atestado y consigo un asiento cómodo. Con una señorita bonita al lado. Y escribo esto y de algún modo lo expío y no estallo, y no salgo a los tiros y mato a 30 como debería, como sería justo, como cualquiera tendría que hacerlo.
Todos tenemos nuestras transas. Nuestras conciliaciones para que todo siga igual.
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