20.7.11

la cercanía en la era del distanciamiento virtual

la proximidad es una ilusión de la tecnología: en realidad, brotan -de la nada, abrupta y sigilosamente-fronteras y obstáculos entre esos dos puntos del universo que no conocían la distancia porque ignoraban cada uno la existencia del otro. 

la ausencia requiere la existencia de lo que falta: la inmediatez virtual nos ofrece la conciencia de miles de distancias irredimibles, actualizadas en tiempo real.

hasta (never let me go)

Hace tiempo que mi angustia es pasajera. O al menos, que no es física. Vahos esporádicos del ánimo que tiemblan en la existencia. Y se van. Poca cosa. La angustia viene, siempre vendrá. Pero era una sensación, una imagen, un concepto. No carne. No hasta ahora. Hasta esta noche. Vi Never let me go. El cuerpo como envase. La fatalidad irredenta del tiempo. Los cortes cada operación ocurrieron en mí. Me retorcí. Y ahora siento enfermos y mortales a todos mis organos, que hasta hoy vivían en mi inconsciencia, salvando algún esporádico dolor. Siento, en la espesura de la noche, la vibración sutilísima que el flujo de la sangre roe en cada rincón de mi mortalidad.

Tengo miedo. 
Adiós Tommy. Adiós Kathy.
Daré con la novela de Ishiguro, espero que pronto.
Me voy a abrazar a mi gato.

18.7.11

para conversarlo con compte-sponville

"Los dientes son los barrotes del tragaluz de la prisión. El alma se escapa por la boca en palabras. Pero las palabras son todavía efluvios del cuerpo, emanaciones, pliegues ligeros del aire salido de los pulmones y calentado por el cuerpo."

Indicio 12 de "58 indicios sobre el cuerpo",
de Jean-Luc Nancy.

15.7.11

un gordo pelirrojo con boina verde.


Apenas salgo de la librería salto al 12, para llegar cuanto antes a Congreso y tomar el subte A hasta Carababo y Rivadavia, donde el 113 me deja a tres cuadras de casa. El partido de Argentina empezó hace 15 minutos y sufro la infantil ansiedad de no poder verlo (aun cuando jueguen pésimo, es necesaria la experiencia épica del devenir del partido: es un espacio ritual y ajedrecístico donde se dirimen fuerzas inextricables del universo). Mientras acierto las monedas en la maquina del 12, un atisbo de alegría me embarga: la radio del colectivo esta sintonizando el partido. Mi atención se concentra en los sonidos que la ciudad disipa, y el cándido contento se extravía: un gordo pelirrojo con boina verde tiene una radio. No tiene audífonos y tiene el volumen altísimo. Y está escuchando al pibe odol, Claudio Maria Dominguez, que ofrece a bajo costo la receta de la felicidad, el éxito, el amor, y todo lo demás. Ambas radios, a un volumen similar, comienzan a entrelazarse. Oigo la rara mezcla de las realidades: Messi elude a la razón de la felicidad y casi la clava al costado del miedo interior que nos impide realizarnos a nosotros mismos; es una pena que Batista no puso el deseo verdadero de reflexionar sobre Pastore y porque así Messi no tiene con quien generar volumen de luz con la que plasmar su yo tóxico, su yo negativo que no lo deja jugarse por la vida y falta de Burdisso.

Odio al gordo pelirrojo de boina verde.
Cuando me bajo, le dedico una mirada mortal.

11.7.11

Hoy tuve una experiencia ciudadana.

 El pequeño burgués ha de educarse cotidianamente en las intermitencias de la frustración.

 Es mi franco y tengo muchas cosas para hacer. De por sí, esa circunstancia me desalienta. Trato de salvar para mi franco ingentes y lentísimos momentos de nada. La nada es rara, y muy preciada. A esos excelsos momentos los voy llenando con mis pequeños placeres interiores. La música, la literatura, el cine, etc. Hoy no es el caso. Tengo que hacer muchas cosas. Y se rompe el termotanque. Caliento agua en la pava y mi proceso de higienización demora el doble. Voy al dentista. Hace una semana me duele una muela. Me dice que hay que hacer un conducto. Digo bueno. Pero dice que no puede en ese momento, porque para el conducto es preciso un turno de una hora y el mío es solo de media hora. Me da turno para la semana que viene. Le digo que me duele, que cómo hago. Me receta antibióticos. Me mira y me toca en el nervio del dolor con sus utensilios de delicada carnicería. Y algo se rompe o algo porque sangro un par de charcos. Entonces me receta calmantes. Salgo y viajo de Flores hasta Caballito. En el 92. Voy a Claro. Tengo tres trámites que hacer. Las oficinas de claro tienen la límpida blancura insulsa de las clínicas privadas. Necesito que me activen una línea que suspendí cuando hace dos meses me robaron el celular. Pero no, no pueden hacerlo porque necesitan un aparato. Y el aparato es de mi madre y está en Ramos Mejía. Paso al segundo trámite: necesito dar de baja una línea que no uso. Bárbaro. Se puede, pero hay que enviar una carta. Hay que enviarla no sé dónde, documentando todo el árbol genealógico de cada integrante de la familia que alguna vez habló por teléfono. Es peculiar: la virtualidad y la velocidad disipan la distancia del cliente al objeto por comprar, pero desligarse de un servicio requiere involucionar a técnicas comunicativas del siglo XVI. El tercer trámite es simple. Tengo que pagar. Pero. Oh. El sistema de las cajas ha caído y no pueden facturar. Tal vez el problema radique en el lenguaje: en la propia palabra trámite habita algo que lo vuelve irrealizable, o kafkianamente postergable.

Camino dos cuadras, y encuentro la dirección que buscaba.  Me desconcierta el hecho de que sea un edificio, pero me aventuro y toco timbre en un departamento. Suena un portero eléctrico y abro. Y entro no en una casa sino en una tienda de artículos deportivos que opera por mercadolibre; es decir: poco legalmente. Peculiar. Me atiende una muchacha. Le digo que paso a retirar lo que encargue ayer. Una cuerda. Para saltar. La busca. No la tiene. No le quedan más. Pero "va a entrar". Le digo que me de cualquier otra. Una cuerda es una cuerda. Y si bien no me llevo lo que quería, me llevo algo: opto, después de tanto imposibilidad, por trascender el obstáculo. Salgo, y paso por el Village y veo que están dando la última de Woody Allen y quiero verla, y le escribo un mensaje de texto a J. pero me dice que mañana se levanta a las 5, que el viernes. Siento que tengo hambre. Camino tres cuadras y entro a Starbucks. Pensé en un muffin y un laté de dulce de leche y en sentarme lejos del frío a leer After Dark, de Murakami. La realidad difiere de las imágenes de mi deseo. Lo que encuentro es una cola de 320 adolescentes. No sé en qué momento el café se volvió un fetiche teen. Me resigno y me voy. Entro al Disco, al lado del Starbucks. Si no he de comer algo rico ahora, lo comeré después, me digo. Voy al área de delicatessen. Elijo un budín un poco caro con chips de chocolate. Será para después de la cena. Cuando me acerco a las cajas noto 1- que solo funcionan de 14 cajas, 6. 2- que hay 500 personas antes que yo con carritos semi llenos. Calculo que es una tontería perder tanto tiempo por un solo budín. Y comprar más cosas para justificar el tiempo está fuera de todo criterio: estoy a 45 minutos de mi casa, en un colectivo probablemente atestado. Y me voy del Disco. Entro en una farmacia, y compro amoxicilina 500. Tardo un poco en lograr la adquisición: se quedaron sin números para los turnos y se origino un modesto caos entre los fármaco-dependientes. Bajo al subte, para viajar hasta Carabobo y Rivadavia. Y cuando acerco la tarjeta y el dinero, el caballero detrás de la boletería me dice lo que me dijo ayer y antes de ayer: no hay carga. Este detalle complica mi existencia. Ante la carencia de monedas, necesitaba la tarjeta cargada para moverme mañana por la ciudad. Pero no. Tampoco se dio eso. Salgo del subte, hacia la avenida. Y me dispongo a tomar el 55. Y veo que hay desde la parada 4 cuadras de cola. Son las 18.30. Buenos aires ha colapsado. Pero no se detuvo. Y todos siguen su circuito, participes de la inercia del colapso. Todo es inútil. Cada cosa es tan inútil como la siguiente. No hay lo que no sea superfluo. Pero estas son palabras, y para articular la experiencia definitiva y trágica es necesario tocar fondo, hundirse en el barro. Yo, en cambio, por un azar que no comprendo del todo, subo al colectivo atestado y consigo un asiento cómodo. Con una señorita bonita al lado. Y escribo esto y de algún modo lo expío y no estallo, y no salgo a los tiros y mato a 30 como debería, como sería justo, como cualquiera tendría que hacerlo.

Todos tenemos nuestras transas. Nuestras conciliaciones para que todo siga igual.