30.3.06

limbo actual


"

Si me encontrara deshecho por la desgracia, destruido, impotente, en la última miseria física o mental, o las dos juntas, por ejemplo aislado y condenado en la alta montaña, hundido en la nieve, en avanzado estado de congelamiento, tras una caída de cientos de metros rebotando en filos de hielos y rocas, con las dos piernas arrancadas, o las costillas aplastadas y rotas y todas sus puntas perforándome los pulmones; o en el fondo de una zanja o en un callejón, después de un tiroteo, desangrándome en un siniestro amanecer que para mí será el último; o en un pabellón para desahuciados en un hospital, perdiendo hora a hora mis últimas funciones en medio de atroces dolores, o abandonado a los avatares de la mendicidad y el alcoholismo en las calles o con la gangrena subiéndome por una pierna; o en el proceso espantoso de un espasmo de la glotis; o directamente loco, haciendo mis necesidades dentro de la camisa de fuerza, imbécil, oprobioso, perdido... lo más probable sería que, aun teniendo una lapicera y un cuaderno a mano, no escribiera. Nada, ni una línea, ni una palabra. No escribiría, definitivamente. Pero no por no poder hacerlo, no por las circunstancias, sino por el mismo motivo por el que no escribo ahora: porque no tengo ganas, porque estoy cansado, aburrido, harto; porque no veo de qué podría servir.

"

Aira,
prefacio de Diario de la hepatitis

27.3.06

doppelganger




Repasando estos cuadernos he notado que firmé con ese nombre, Debret Viana. Lo usé muchas veces; no las suficientes como para vaciarlo, pero sí como para que me reemplace.

Antes de empezar a escribir Infimos Urbanos, yo era él, - yo era ese -. Ahora, releyendo, noto que tiene sus propias formas, su psicología, sus modos y trampas, sus rasgos particulares. Sus maneras terribles, su tristeza inmarcesible. Diferente de mí, pero no enteramente lejano - nunca yo, pero no absolutamente otro -, es como una aparición que queda grabada en la hoja, como un estado de ánimo que habla, y cuando cesan sus verbos, se desvanece.

Yo creía, al menos, suceder entre los espacios entre texto y texto, esas grietas efímeras para el ojo del lector, pero el único sitio donde mi vida puede acontecer. Ultimanente percibo que estoy perdiendo territorios ante mi propio fantasma, y me confundo con él, de repente, en cualquiera de los rincones del día.


Su sintaxis – muy otra que la mía – se ha apropiado, sin embargo, de algunos detalles de mi propia vida. Hoy, no sin cierto horror, debo enfrentarme a una suerte de duelo con un doble. Si esas cosas componen – como de hecho lo hacen – a Debret Viana, ¿entonces qué queda para mí? Si él ya es eso, yo no tengo más remedio que ser otro.

¿Pero quién?
Escribir ha sido para mí la manera de practicar la verdad; es decir: el lugar donde entrelazo mentiras hasta generar una forma de verdad. Así, es en la literatura (la escriba, o no) donde fui construyendo minuciosamente, los rasgos dispares que componen mi personalidad. Esa búsqueda mía por mí mismo ha generado otra cosa. Una sombra, una agria compañía. De la misma manera que las luces iluministas, mis sueños urdieron su propia traición (que tiene la extraña forma del éxito). Creé lo único que podía crear. Ya lo sabemos: cada vez que intentamos profanar materiales sacros, lo que creamos es un Frankenstein. Buscandome hice un monstruo. Ahora, necesito ser otro. No porque no quiera ser un monstruo - en última instancia, podría hacerme un lugar dentro de Debret Viana y vivir con relativa comodidad -, sino porque ese monstruo es otro y hace lo que quiere. Su misma esencia me excluye. Invertidos los roles, es como si fuese la máscara que parodia mi rostro, con la sola excepción de que no tengo rostro: lo extravié, lo dejé adherido cuando me saqué la máscara que con tanta dedicación había labrado y ahora necesito velozmente garabatear algunas líneas sobre mi limpísima cara para disimular la tragedia.

24.3.06

primer poema visual

He alcanzado una pequeña máquina fotográfica que, precariamente, filma. Había poco tiempo, y como la calidad básica de los trabajos de Anatomía de los pasos solo era deplorable, me apuré a juntar un par de cosas. Era necesario testear el programa, navegarlo un poco. Quedó, desprolijamente, el primer poema visual de Infimos Urbanos. Más allá del mal timing, nada tiene tan hosco como su banda sonora. Me empeciné en labrar cada parte yo mismo y, dadas las herramientas y el tiempo, lo que quedó fue esto.
Es apenas una leve mirada sobre las metáforas cotidianas. Esas que atropellan al transeúnte pasivo, y de alguna manera le alcanzan, por un instante, la ilusión de una verdad. Se trata de una sensación fugaz, donde las piezas metáfisicas se ordenan en una suerte de cosmos - no razonable - pero asimilable, bruscamente y de una vez. Quien lo padece, suele respirar hondo: tiene, desde luego, algo de vértigo. Capturar un momento así es tarea de cazador de mariposas. Si se lo llega a atrapar, lo más probable, como decía Tom Waits, es que se lo rompa. La banda sonora, en este caso, favorece a que el instante poético se fugue por completo.
Pero en fin.



*

Por ser el primer trabajo de edición hecho hasta ahora, ruego que se disculpen el final abrupto, el insulso piano y lo rápido que se van las frases. Se espera que el tiempo lime las asperezas. Y que el caudal que contiene Infimos Urbanos, haga pasar desapercibido a un ejercicio torpe como este.

______

El cuadro del castillo rojo, de Goncalves.

Todo lo demás: Debret Viana

*

22.3.06

break down (un sueño)

Cuando desperté, ví esto:







De lo que había sido antes no quedaba nada. Apenas el reflejo de un cansancio, algunas manchas del tiempo en la ropa. Las suelas hinchadas. Supe, en seguida, que estaba, como siempre, en cualquier punto entre el principio y el final. Ignorar los pasos que me distanciaban de cualquier lugar volvía igualmente inútiles las direcciones posibles. Revisé los bolsillos: encontré que las cosas que traía conmigo no me alcanzaban para sobrevivir el camino (no importaba cuál tomase). Me senté donde estaba. Como había una fragancia a denso azul y a llanto coagulado, entendí que era el lado de adentro de las cosas.

Me quedé labrando un alma: tenía pocas cosas - retazos del que fui, palabras viejas que tendría que combinar de manera distinta, ojos hartos que tenían mucho que desaprender -, pero tal vez algún día llegue a enfrentar los nuevos abismos. O pueda, simplemente, seguir caminando por el borde, como si no los viese.

Era el lado de adentro de las cosas. Recuerdo la línea: la primera luz, la tiniebla visible. La recuerdo ahora: allí las cosas solamente sucedían; y sucedían todas como dentro de un grave acorde piano. La vida me quedaba - todavía - en una orilla lejana. Por las rendijas de la ventana ya me rayarían los ojos los ruidos diurnos. Me diría a mí mismo, cuando relatase el sueño al espejo del baño: otra vez soñé con lo que callo, con metáforas afiladas que no sabré dónde - en qué rincón de la realidad - acomodar sin que me pinchen, me reclamen, y me fuercen a pensarlas sin descanso. Pero por ahora, me sobraba oscuridad para empezar a mirarme un poco.

Era como un film de Lynch, pero demasiado cerca; y demasiado cierto.

*


Bob Dylan - series of dreams

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él entendería
...

17.3.06

paréntesis




) Dream of the return (

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aznar / metheny

Me permito esta grieta, para una canción que calme el desasosiego
*
Al mar eché un poema
que llevó con él mis preguntas y mi voz
Como un lento barco se perdió en la espuma

Le pedí que no diera la vuelta
sin haber visto el altamar
y en sueños hablar conmigo de lo que vio

Aún si no volviera
yo sabría si llegó

Viajar la vida entera
por la calma azul o en tormentas zozobrar
poco importa el modo si algún puerto espera

Aguardé tanto tiempo el mensaje
que olvidé volver al mar
y así yo perdí aquel poema
Grité a los cielos todo mi rencor
Lo hallé por fin, pero escrito en la arena
como una oración

El mar golpeó en mis venas
y libró mi corazón
...

15.3.06

de Debret Viana, la sombra y yo


"

Dedicamos todos nuestros esfuerzos a construir una sombra que a veces es engañosa. Como los magos, movemos tres dedos y producimos la ilusión de un caballo. Y en algún punto la sombra es más importante que nosotros mismos. Vivimos en tercera persona. Componemos unas conductas que aspiramos a que se proyecten como admirables para los demás. Y nosotros mismos nos convertimos en espectadores de nuestra propia vida: nos miramos el domingo a las siete de la tarde y nos gusta lo bien que quedamos tristes. Pero no estamos tristes. No es lo mismo estar triste que mirarnos y complacernos con la tristeza de esa sombra que somos nosotros. Ahora, ¿cómo advertir la diferencia entre lo que uno verdaderamente siente y piensa y lo que uno ha construido para esa sombra, para ese él en que ha venido a convertirse el yo? Tal vez esto mismo que estoy diciendo no es lo que verdaderamente pienso sino lo que me parece elegante pensar.
"

Dolina
de El bar del infierno

8.3.06

las verdaderas aventuras de Debret Viana

Para regresar a su casa le faltaban todavía tres cuadras. En los colores, un poco más difusos y fríos, ya se sentía la noche. Los últimos momentos del atardecer son como una acuarela movida, un azul accidentado, corrido por las manos impacientes de un niño. Caminaba por una de las calles laterales del barrio de Flores, que a esas horas mantienen un tránsito inconstante de gente que vuelve del día. Distraídamente, se fija en el suelo: una cáscara de banana tirada en medio de la acera. Algo así, para alguien anímicamente desocupado, significa el principio de un espectáculo: se sentó en la vereda de enfrente, se quedó mirando, expectante. Pensó: este puede ser el objeto desencadenante de una serie de consecuencias incalculables. Le gustaba presenciar esos momentos en que la realidad se volvía – bruscamente – un teatro -. Vivió con fervor la manera en que los transeúntes pasaban a un costado, o justo por arriba de la cáscara de banana. Apostaba consigo mismo que tal persona, que recién doblaba la esquina, pisaría o no la cáscara. Cada hombre que dejaba atrás los restos de esa fruta virada trascendente le dejaba el atisbo de un sabor de decepción, de progresivo descreimiento en el sentido estético del universo, pero inmediatamente renovaba su magullada fe con la aparición de nuevos individuos surgiendo de las esquinas, que se aproximaban con paso decidido a quebrantar la aparente monotonía de las horas. Como no llegaba tarde a ninguna parte, se quedó esperando. Pasaron minutos y pasaron personas. Y eso fue todo lo que siguió pasando.

2.3.06

sequía

Prefacio y excusa

Ok: no es un cuento nuevo.
Un blog ejerce el ansia de la novedad: todo lo que se precipita en el pasado, cesa – casi inmediatamente – de existir. Salvando algún trasnochado, nadie regresa en el camino de un blog: su trama se dilata, invariablemente. La palabra escrita, sin embargo, inflige la blanca virginidad del papel invocando algún tipo de perpetuidad más eficaz que la liviandad del viento en que son tejidos los desvaríos de las almas embebidas de desvelo y soledad. Paradójicamente, escribir es, a un tiempo, el intento de arrojar cosas de sí y de aferrar esas mismas cosas a algo que dure un poco más que la voz furtiva. Incapaces de llegar a un alma, llegamos al papel: lo abordamos con delicadeza, oscurecemos su piel con los signos de la carne de nuestra súplica (que es siempre el ansia de un contacto). No, el cuento no es nuevo; pero la razón por la que Debret Viana insiste con él no es SOLAMENTE la sequía que lo agobia (una sequía, dicho sea de paso, llena de palabras: sólo que no logran la coherencia de un ficción, y se mantienen en el incómodo estadío de delirio bruto – inflamando cada vez más los cajones con fragmentos y fragmentos -). El caso es que este cuento, que data de octubre, será publicado en una revista literaria en el mes de marzo. Las desprolijidades usuales me privan del nombre de la revista (que ya recuperaré, pero por ahora desencuentro). Este fenómeno – el de la publicación, no el de mi olvido -, menos obra del talento que de la confusión, admite la reiteración del relato, y consolida la coartada perfecta para disimular la incapacidad por generar un nuevo texto.

De todos modos, el cuento es extenso: es improbable que el internauta promedio llegue a leerlo.

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Rizoma
23 de julio de 1932,
Montevideo
Estimado Jorge:
I
Te escribo porque no puedo escribirte. Incluso tengo que ser breve (pero, aunque sea, quería decirte esto, alcanzarte algunas palabras, que sepas que estoy mejor). Tengo que escribir cartas (muchas cartas) y no doy a basto. No nos encontramos más en los bares usuales porque he dejado de ir: estoy muy ocupado. Sé que como amigo te preocupás (haberme visto tan pálido, tan desprolijo las últimas veces te habrá alarmado). Te escribo esta carta para decirte que no puedo escribirte una carta todavía. Al menos te envío el dinero de la fianza. Y te explico un poco: el cartero no tenía nada que ver, nunca quise lastimarlo: fue una circunstancia desgraciada. Mi cabeza simplemente no estaba donde debía. Me sentía perseguido, asfixiado. De todos modos, no era para tanto: apenas lo empujé un poco.
II
¿Te acordás de aquella muchacha que no dejaba de acosarme? Descubrí la manera de perderla. Y en eso trabajo mis horas. Creo que el método es tan perfecto que lograré finalmente mantenerla distante. A ella y a quien se me antoje. Es bastante simple, aunque - eso sí - requiere un cambio de profesión. Y mucha dedicación.
III
Recordarás que a pesar de mis secos rehusamientos y desdenes esa muchacha se empeñaba en acercarse a mí, y como no tenía otro modo que el de escribirme (yo no asistía donde sabía que ella podía estar, y si la divisaba por las calles, me daba a la fuga), me agobiaba con cartas. No podrías imaginarte la cantidad de cartas: dos o tres por día (hubo veces que el tráfico llegó a veintidos). Ese bombardeo epistolar no tenía otro objeto que el chantaje: sus palabras, calculadas mezquinamente, eran lanzadas hacia mí como uñas afiladas con la pretensión de arrancarme una respuesta - es decir, mi atención, algunas miradas o momentos de mi vida, en definitiva: mi sangre-. Escribe con sangre - dice Zarathustra - y aprenderás que la sangre es espíritu. Su caligrafía misma era vampírica.
IV
Meses viví angustiado por este episodio. Traté de deshacerme de ella al principio con gentiles cartas, después con rotundas negativas (amargas e hirientes) o ya el brusco reclamo de abuso de confianza o falta de verguenza y recato. Ella aprovechaba mis respuestas para llegar a mí: me escribía cada vez más, me hablaba de su pena, de las noches de la angustia, me enviaba poemas eróticos - y algunos directamente obscenos -, me hablaba de mí mismo, me moldeaba y reinventaba como quería y todo no era más que una maquinaria para forzarme a leerla, para sostenerme ante ella, prisionero.
V
Ya sé: me dirás lo mismo: ¿por qué no simplemente dejar de responderle? ¿Acaso crees que no lo intenté? Era inútil: si yo no respondía las cartas seguían llegando, cada vez en mayor volúmen. Con pavor yo seguía el sonido opaco de los pasos del cartero por el largo pasillo hasta mi puerta. Lo oía detenerse frente a mí (divididos apenas por una frágil madera), veía dos oscuridades bajo la puerta cortando la luz: ¡no puedo decirte lo horroroso que era ver las cartas deslizándose en mi departamento! Callar es una manera de expresarse cuya ilegitimidad nos relanza a la palabra (la frase es de Blanchot, un francés que debe estar por nacer y será famoso en los setenta). Con mi silencio ella podía hacer lo que quisiese: escarbarlo, doblarlo, inventarle diversos motivos que luego desarrollaría en más y más cartas. Ella respondía a mi ausencia de respuesta multiplicando la correspondencia: si me descuidaba la puerta de mi hogar quedaba bloqueada, los sobres de las cartas la atascaban y yo tenía que quedarme encerrado, contemplando esas afiladas letras ajenas, esas tantas palabras que me enredaban y comprometían, tapando ya las ventanas, atragantandome. No importa qué decían (muchas veces no decían nada) siempre eran la demanda de mi respuesta: aun cuando directamente nunca la reclamaran. No tenía salida. Ella me llevaba allí donde yo no quería ir y me retenía. Me apresaban frente a ellas, las cartas me chupaban el alma.
VI
Mi situación era desoladora. ¿Imaginás el peligro de mi condición? Miles de cartas que hablaban de mí, que eran escritas para mí dando vueltas por la ciudad, (o por mi cuarto, o por mi cabeza: da lo mismo). Si no las enfrentaba, si no las desmentía podían devorarme, volverse reales, arrastrarme hasta su mundo; ser tan parte de mí como mi infancia o las conversaciones con amigos. No sabemos donde termina la palabra escrita: por eso es temible. Si las dejaba por ahí, o tiraba las cartas, podían ser encontradas por cualquiera. Quién sabe de qué manera pérfida podría llegar a usarlas. Si las rompía, alguien - o el mismo viento - podría restaurarlas. Incluso podían ser pegadas sin lograr el original, formando una nueva historia - y esto podía ser más terrible aun -. Si las quemaba, el humo de la tinta podía oscurecer las ciudades. La llamarada saldría de mi casa, me delataría. Además, corría el riesgo de que también ardiera lo que las palabras nombraran. Hubiese sido una catástrofe, el principio de algo espantoso.
VI y 1/2
Tengo este tipo de pruritos, y no sé diluir la ansiedad. Si hubiese vivido en el futuro, me atribularía desconsoladamente si, por ejemplo, sonase el teléfono y yo, llegando tarde, me terminase quedando, con el tubo en la mano, sin saber quién había sido el que llamaba. Me aferraría a esa incertidumbre como a un enigma del que dependiera mi vida. Y no podría moverme.
VII
Viví esa época como una enfermedad. Ya que mi silencio atraía todo su lenguaje, tuve que intentar otras cosas. Olvidé las formas de la cortesía: la maltraté, la insulté; pero ella siempre respondía con cariño, con tierna, abominable sumisión. Me decía que yo tenía razón, que el amor que sentía por mí la desdoblaba; pero que si yo le permitía, me salvaría de todas las asperezas de los días. Usé mil artimañas para herirla: le di cita en lugares hostiles para luego no presentarme, le impuse mil tareas arduas para probar su amor, hablé mal de ella a sus vecinos, la amenacé, le rogué, me hice pasar por un monstruo y llegué a dejar, durante veinte días, cada noche, flores muertas en su puerta. Nada sirvió. A decir verdad, ella usó todo lo que hice como material para sus cartas. Me decía que mi empeño por resistirme era mi manera de descreer de la imperiosa, celestial verdad. Su perseveracia era inhumana. Todo lo que yo le dijera - por más horrible que fuese - volvía a mí desfigurado, transformado en formas de interesarme por ella, de atarme a ella. Sea como fuese, me había vuelto un rehén de sus cartas: a través de esas cartas ella me sujetaba, me movía. Su opresión, su dominio era cada vez más absoluto y mi resistencia se debilitaba rápidamente, en cada palabra (no importaba ya quien de los dos la escribiese).
VIII
Tuve fiebre, y me costaba comer: no tenía hambre. Ni ganas de nada. Esa muchacha - sus diabólicas cartas - fueron el motivo por el que me encontraste tan pálido la última vez que cenamos. En mi punto más bajo, consideré dos iniquidades: matarla o casarme con ella. Era tal la desesperación que no lograba otras opciones.
VIII y 1/2
Ya lo sabemos: las mujeres que aman son terribles. Son aburridas cuando lo aman a otro, y despiadadas cuando lo aman a uno. Esta muchacha había urdido una red letal: el sentido de sus palabras no me decía nada - no me simpatizaba, no me convencía: ni siquiera me provocaba lástima -; era como leer una música monótona. Pero esa bruta invasión, esa oscura estrategia epistolar me cercaba. Por cada rendija se colaba en mi hogar una frase, me acechaban desde el pasillo el rumor de las cartas escribiendose. Hasta llegó a mandarle cartas a mis amigos hablándoles de su amor por mí, o reenviaba las violentas cartas de mi hastío a conocidos que ya después me evitaban en los bares, o cruzaban la calle si me veían, considerándome seguramente un animal. Y de hecho, eso es lo que era: un animal. En eso me había convertido. Después de todo, ¿qué se puede hacer con un amor así?
IX
Fue en una amarga depresión - te diría: propiamente en el delirio - que logré la respuesta a mi congoja. Era simple: tenía que usar sus armas. Y tenía que ser despiadado. Le escribí una carta - le dije cualquier cosa, no importaba - y antes de que respondiera, le escribí otra. ¿Entendés la maniobra? Descubrí que a las cartas no hay que responderlas: hay que escribirlas (la diferencia es abismal). Apenas le enviaba una carta, le escribía otra y (este es el centro de la cuestión) la enviaba antes de que ella me respondiese (a veces enviaba las dos juntas). De esta manera, ella estaba siempre una carta retrasada. Si me llegaba una carta de ella, ya era estéril: venía a mí muerta y yo tranquilamente podía romperla en mil pedazos; porque ya había salido otra carta mía trastocando las cosas con todos mis fantasmas.
X
Descubrí cómo funciona la máquina epistolar: me restaba un movimiento: había que dar vuelta la trampa y había que hacerlo de modo categórico, irreversible. Tenía que escribirle, pero evitar la tentación de ingresar en un diálogo. No era tan sencillo: tuve que volverme un escritor (ese fue uno de los sacrificios, pero algo tenía que ceder para salvarme). Tuve que engendrar una obra. Si decía algo, me desdecía en la carta siguiente, o modificaba la historia que había contado en una carta anterior, la contaba distinto, o la mezclaba con otra carta que había escrito semanas atrás. Escribía una carta, y la desmentía en la carta siguiente. A veces escribía una carta, y le ponía fecha de unos días atrás, o de una semana. O le hablaba de una carta que nunca le envié (que ni siquiera escribí) para que ella entendiese que por lo menos una carta se había perdido en el camino entre nosotros, y (que es lo mismo) que todo permanecería siempre inaprehensible porque todo se deslizaba permanentemente hacia el abismo: no había modo de encontrarnos. Era una calculada telaraña. Un proyecto para la locura. No había manera de responderle a eso: yo mismo iba cambiando de mil formas. Lo interesante es que ninguna carta anulaba a las otras: al contrario, las multiplicada. Así yo iba fabricando un ejército de dobles míos: era como abrir heridas en la realidad. Cada carta mía era una fisura en la imagen que ella tenía de mí. De esas fisuras chorreaban historias mías que se contradecían entre sí, pero que no se apagaban. Más bien se enredaban, se cruzaban: cada carta era una pieza que iba modificando a las otras, obligándolas a vincularse de manera distinta, a significar otra cosa. La máquina era dinámica: nunca se quedaba quieta; inapresable se extraviaba antes de que pudiese ser dominada, y ya era otra cosa, y era imposible. Lentamente se cerraba alrededor del lector. Como un teatro de sombras chinas.
XI
También las cartas previenen de que la muchacha loca venga a golpear mi puerta. Escribir cartas es siempre la postergación del encuentro: la invención de obstáculos entre el remitente y el destinatario. Mientras la maquinaria se mantenga indescifrable, yo quedaré lejos. Por ejemplo: si te sigo escribiendo, no nos veremos nunca.
XII
Siento que tras cada carta escrita me voy apropiando de la sangre que perdí (y que necesito, porque todavía estoy pálido y flaco). Lo que no sé es si esa sangre es mía o de ella. No importa: es sangre. Y la necesito.
Me dirás - ya te estoy escuchando - que si estos terminos no son un poco monstruosos. Tal vez: pero eso es bueno. Si entendí cómo funcionan las cartas, si pude dar vuelta la maquinaria, es forzoso que tenga algo de vampiro.
(Y funciona. Logré deshacerme de un tipo al que le debía plata y de una tía pesada. Ya no los veo, y sé que ellos no me buscan. De vez en cuando les envío una carta. Podría cruzarlos por la calle, claro, pero ya no camino las calles: tengo mucho que hacer sobre mi escritorio. Sólo pensar en la vida allá afuera me dá vértigo: todos están demasiado cerca)
XIII
Ella sustituyó su amor con la carta de amor; yo cambié mi celda por este proyecto epistolar. Es por esto que por ahora no puedo verte, ni puedo responder a tus cartas. No tengo tiempo. Por eso tuve que renunciar al trabajo. Este proyecto se lleva todas mis horas. Es la única manera que tengo de ser libre.
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Basado en el capítulo 4 de Kafka. Por una literatura menor. De Deleuze y Guattari.
pero tampoco como para culparlos.
el cuadro, de Munch.