"(...) Por eso el cumpleaños no puede ser la conmemoración de un día que ya pasó, sino que, como toda fiesta verdadera, es abolición del tiempo, epifanía y presencia de Genius."
del delicioso ensayo Genius, en Profanaciones;
Agamben
Aunque de todos modos no deja de acarrear para mí la melancolía de las cosas redondas y clausuradas: es el momento en que, por su concreción (que es lo mismo que su fin) la cosa en sí - el año - se vuelve visible (no sólo visible: sino imposible de no ver) y es inevitable sacar cuentas como es inevitable leer las publicidades de los carteles de la calle cuando distraidos miramos por la ventana del colectivo. Y esas cuentas van a dar siempre mal, por la presencia irresoluble de lo incumplido: no como cosa que desea cumplirse (ahora, en algún punto, aunque sea tarde o después), sino como pulso de lo incumplido con el que somos llamados a convivir; no como lo perdido, sino como la relación con lo perdido.
Mientras duraba, había esperanzas. Tal vez, al final, un golpe sorpresivo daba vuelta el tablero. Tal vez la somnolencia del argumento era una táctica audaz, que preparaba una sorpresa memorable. Ahora, ya no. Ahora, el año puede ya ser juzgado, desmembrado. Y la autopsia guardará un registro frívolo de lo que pasó. Y la memoria, casi siempre atiborrada del vértigo del presente, se distrae de vivir y relee todo lo que ha cada instante se ha olvidado - las pequeñas cosas, lo detalles ínfimos, lo que casi estuvimos por hacer, etc -. Es un poco triste. Y pasa, como todo.