29.11.09

gatitos





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Se regalan gatitos. Son seis, tienen poco más de un mes. Están sanos y muy bien alimentados, pero viven en una caja. Hay gatos y gatos, de todos los colores, para que hagan juego según los muebles y decoración de cada casa. Nacieron el día de la madre, y si alguien puede darles un hogar, o conoce a alguien que pueda hacerlo, sería oportunísimo para ellos. Son bonitos y simpáticos, y, como todos sabemos, funcionan como portales a otras dimensiones. Son sinuosos y elegantes, contribuyen al misterio de las cosas y abrigan los pies en invierno. Suelen atraer musas, y participan de la creación artística (silenciosamente). En fin, es recomendable tener un gato (consultar si no a Borges, Einstein, Cortázar, Adorno, Baudelaire, Walter Benjamin, etc). Cualquier duda, o consulta: salmonconpesto@hotmail.com

No suelo hacer este tipo de posts en el blog, pero la situación, por su caracter desesperado, amerita la excepción. Retornaremos a la brevedad con la melancolía narrada con desgano y zoom, como es usual.

Salú





23.11.09

lo real, y sus opciones de mierda


Ingreso progresivo en el crudo espanto de lo real. Debret Viana se halla ante la disyuntiva épica. El carácter cool de su despojo y la fase elegante de su carencia de medios se han visto transformados en lisa y llana pobreza marginal, a tres o cuatro pasos de la categoría de homeless. Entonces, ¿qué hacer? Las alternativas de Buenos Aires son escasas, y acaso indignas. Lejos aun de las barajas de la mendicidad o el suicidio – y todavía postergando un poco más el exilio -, las opciones se reducen a dos.


1 – El destino kafkiano (o pessoano, como se quiera): esto no se trata de una estilística, sino de algo más mundano. Como Kafka (o Pessoa) conseguir un empleo gris, aburrido e irrelevante, que implicase poco compromiso intelectual y consuma 8 horas diarias seis veces a la semana. Subsistir con el sueldo de ese empleo, y dar las horas que queden (pocas, en la noche probablemente, robadas al sueño) a la escritura. Ante la cercanía de la obliteración, la actividad literaria sobreviviría al costo de volverse casi un hobbie (palabra deleznable, por supuesto). Claro que la concesión a lo real bien puede significar ser abducido por lo real (Charly García dixit: la entrada es gratis, la salida... vemos). Desde luego, se trataría de un empleo horroroso e indigno. Sólo a eso puede aspirarse estos días.


2 – Hacerse el hippie: Tratar de no ceder la higiene personal, pero ir a plazas con pequeños libritos impresos en casa (50 paginas aprox) y con fotografías. Tirar una lona en Palermo, y apoyar los libritos y las fotografías, tal vez vender algo, ser leído un poco, y vivir en el ansia de que un turista pague en euros o, fascinado, guste financiar una edición real y resuelva así la impronta de eternamente inédito que ha cultivado. Volver la propia obra (vastísima, por cierto) un capital productivo tiene su parte seductora. Sin embargo, por más que las palabras de Debret Viana se vuelvan objeto, las expectativas de venta son discretas (por no decir flaquísimas). Y entre tanto, el hambre – y las facturas impagas – se avecinan.


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Las opciones distan de ser ideales: al contrario, son lo que queda después de haber arañado el fondo  del último tarro de mermelada. Debret Viana abre la heladera y como está vacía su mirada va dar sin escalas al fondo, donde ve su reflejo en una chapa de metal. En el espejo improvisado corrobora el paso del tiempo, y el declive. Las ojeras ya no se limpian solas, las marcas de la piel se profundizan, ya tiene un poco de panza, la barba de 3 días, desprolija. Para la cena, ya vislumbra con desdén los fideos en la mesada. En el escritorio encuentra unas galletitas húmedas, y se derrumba en el sofá. ¿Qué hace a las tres de la tarde, en bata, buscando un sentido al universo en las grietas del techo mal pintado? Yo que nací para reina, piensa, en la manera inútil en que un suspiro es pensamiento.

14.11.09

expedición a San Justo



Me paré para bajar, pero me distraje y dejé pasar cuadras (y tiempo entrelazado con las cuadras en una singular danza transparente) sin tocar el timbre. El colectivo siguió y ni siquiera presté atención al camino, como para desandarlo. Otro hombre tocó timbre, y bajé detrás de él. Un pelado. ¿Y cómo voy a hacer para ir a donde tengo que ir?, le pregunté. ¿Dónde tenés que ir, flaco?, me preguntó. No me gusta cuando me responden con una pregunta. Mucho menos cuando no sé la respuesta. Coherente con la incertidumbre que crecía en mí, le respondí: no sé. No sé donde es. Sólo sé llegar desde donde partí. Ahora, que me pasé, no sé cómo volver.Que pena, dijo el pelado. Casi le iba a decir: ¿acaso no es toda la vida así? Pero antes aprovechó y me robó la billetera. Noté de inmediato que en este barrio no había mucha simpatía por los problemas kafkianos. 


5.11.09

notas en una libreta para un cuento largo, o nouvelle



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( insectos

Dejar la casa vacía, por unos días, para que los insectos que habitan los recovecos oscuros, los rincones inaccesibles, los interiores de las paredes, la recorran a gusto.

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Parecido a irse a dormir, para que el inconsciente, irrestricto, pasee.

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Y tolerar la convivencia con esos monstruos solo porque no estamos forzados a mirarlos demasiado cerca.

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Pactar las fronteras: ellos la oscuridad y la musgosa tiniebla, yo la luz y la sabida vigilia. Si alguno cruza esos límites, habrá de entenderse una condición excepcional, y su ejecución será inmediata (salvo que posea el pasaporte pertinente).

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Las diplomacias entre los lados de la frontera son ríspidas. Aun cuando se tuviese el salvoconducto que admita los pasajes, los idiomas son disímiles y la confusión acechan a dos pasos. La ejecución resuelve estos malentendidos.

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Raras veces, cada tanto, comprar un poderoso insecticida y perseguir, no a los insectos, que no los vemos – lo que vemos es la punta del glaciar – sino los intersticios, los rincones potenciales. Vaciar la peste del insecticida sobre el imaginario. Tal vez demos con alguno, tal vez solo nos provoque tos. Es una maniobra purgante: un show.

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O como el artista: cazar algunos, someterlos, forzarlos a hacer piruetas y sacarles fotos, exprimirlos y con el color de sus tripas pintar los ojos de nuestro autoretrato.

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La comodidad burguesa: no importa que existas, no importa qué signifiques para mí, ni si algún día serás mi asesino. Sólo quiero no verte.

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Disimulación: sólo podemos dormir por las noches si concedemos que en nuestra casa, en nuestra habitación, sólo existe lo visible.
Simulacro de finitud: acaso lo real no sea llano y aburrido, sino poco dócil y evasivo.
Todo lo que habita en el imaginario tiene su asidero en los intersticios de lo real.

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No era solamente el tiempo bifurcado sobre un espacio fijo. No era la dispersión de una mente ociosa, la ovulación de una imaginación fecunda.
No: algo más bien como Aquiles y la tortuga: mirando de cerca, entre lo oscuro, entre los pliegues, dentro de las cosas o en su revés, siempre late un monstruo (lo múltiple, lo informe, lo ajeno, lo otro).

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Ta vez pase por volverse loco. No voy a discutirlo. Es puro perspectivismo. Lo que para mí es lucidez, para mi madre, mis amigos y ese médico es locura. Poco importan esos calificativos. Los insectos están por todas partes. Son muy sutiles, por supuesto, y se enmascaran con agilidad. Lo presiento en las latas de lentejas, y en la sopa de fideos. Los busco en mis excreciones, los veo en mis ojos, justo después de mirar algún objeto lumínico: son como larvas que se escabullen. Me rasco, y no desaparecen. Me quieren convencer de que no son reales, de que están en mi cabeza. No los comprendo. ¿Qué me quieren decir? ¿Qué lo que está en mi cabeza no es real? ¡Qué les importa donde están! En mi cabeza o en la realidad – suponiendo que sean lugares antinómicos – son el ejército serpenteante contra el que la batalla final habrá de librarse.

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Abro un libro en mitad de la noche. Para distraerme, o algo. Y las letras están muy quietas. Pronto me doy cuenta. Son insectos. Están demasiado quietas. Es tan obvio. En su petrificación se fingen letras. Han borrado las obras literarias del mundo (los demás libros los dejaron en paz, porque no es sencillo mimetizarse en ellos) y se refugian allí, forman frases casi coherentes y llenan de ideas raras a púberes lectores desprevenidos. No les basta con subrepticiamente dominar las superficies de los objetos. Van por la interioridad. Siembran su semilla pérfida en el imaginario, en las conciencias. Los sueños brotarán de esas semillas, y sustituirán – muy lentamente, sin avisos notorios, sin espasmos – nuestra conciencia.

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Perdí ya mi vocación de interpelar insectos. Antes, lo hacía con avidez. Pero antes creía – qué iluso – que había cosas solucionables. Siempre seguían su marcha. Ni siquiera se daban por aludidos. Un insecto sabe sostener su máscara hasta el final. Esto lo aprendí tarde. Pero siempre fue tarde. Somos carne de nuestros parásitos. Cumplimos una función alimenticia. Nos creemos importantes con nuestras historias de amor frustradas, con nuestras escaladas laborales, con nuestras memorias a cuesta. Nos parece que hay un sentido, que vamos a alguna parte. Pero somos solamente alimento. El mundo entero es un banquete. Y si persistimos en él es porque servimos de tentempié a muchos bichos pequeñísimos. Son ellos los que brindan equilibrio a las cosas. Nos dejan entretenernos con pavadas. Tele, política, viajes al espacio, biología marina, arte florentino, mecánica cuántica, shoppings, guerras, alcohol, curvatura del tiempo, autopistas, antibióticos, calentamiento global, etc.

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A mí me dejan entretenerme narrando esta historia. La de ellos, la de todo. No es peligrosa para nada. Dentro de todas las cosas que son susceptibles de ser sabidas, sabemos esto: que la verdad, para que no sea atendida, debe ser enunciada.
Es peligrosa una verdad no sugerida o elusiva. Su propia omisión la hace latir. Y crece de manera lenta y sutil, inconsciente. Eventualmente, lo que era un leve chirriar del viento se manifiesta como una certeza fatal. Para que la verdad pase desapercibida hay que facilitar su circulación. Una vez dicha, se vuelve un objeto estéril. Más aun si se la dan a un payaso para que la diga desde un manicomio o un escenario.
O un libro. Una cosa se vuelve ficción tan rápido.

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La verdad no se oculta, se traspapela.
Es la manera de vaciarla de su poder modificador, vivificante. Se la coloca en un libro lleno de cuentitos, se la encuaderna como ficción o informe psiquiátrico. ¿Quién la buscaría allí? Los que procuran, ávidos, la verdad, lo hacen en lugares más prometedores. La ciencia, los autores nobeles, los referentes políticos, las publicidades, el azar. Nunca en un ignoto bufón encerrado (en su casa, en el borda, en sus literaturas, etc). Tantas veces ha ocurrido ya.

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Sade ejecutó en su obra todos los vicios de la ilustración. Si hubiesen atendido a su obra, ni Napoleón, ni la Ford, ni el nazismo hubiesen llegado. Pero Sade ya había cedido su verdad a la palabra escrita. Y pronto su potencia se volvió divertimento. La verdad se transforma en un relato, y los emisores son bufones, showmen. Kafka también, y Chaplin, Bergman, Vincent. Alan Moore, Munch. Tantos. Puff.

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¿Cómo describir sus tácticas? Yo mismo no estoy del todo seguro. Pero el tiempo me ha educado en la observación. Me quedo quieto en mi casa. Pasan las horas, el sol declina, las sombras se derraman, de largas a cortas, de cortas a largas. Yo sigo quieto. Y no pasa nada. Se hace de noche, y no prendo las luces. Me basta el reflejo de la tv, o los faroles de la calle. Y no pasa nada. No los veo venir en manada, ni darse un festín. Y no los veo porque saben. Saben que estoy al acecho, que sé algo, y que intuyo bastante más. Por eso disimulan. Cuando estoy en el inodoro a veces veo pasar una hormiga, o cerca del tacho de basura, en la cocina. No decido si se trata de un error, de un insecto aventurero que se escapó, o de algo más oscuro y deliberado. Me cuesta creer que libren algo al azar. Tienen un plan, y es minucioso. Y si veo en la cocina cuatro hormigas, y en verano cada tanto una cucaracha (nunca cinco, o 40. Una) es porque se esfuerzan en brindarme la idea de que las cosas son controlables. Piso la hormiga, compro insecticida y como un tonto creo que tengo las cosas resueltas. Pero no. Ya he dado el salto y no me engañan. Sé que no tengo nada bajo control. Sé que la verdad es desesperada.

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Me escucho, a veces, por distracción. Y la verdad es que sueno como un loco. Si no tuviese razón, estaría loco. Pero claro que parezco loco para el resto. Y eso es por un carácter democrático que tiene la verdad. Las cosas son ciertas no en la medida en que se correspondan con la realidad. Sino según cuántas personas crean en ella. Las certezas no son más que contratos entre varios. Cuantos más sean, más sólida la verdad.

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Yo estaba cagando. Me paré, y un hilo me corría entre las piernas. Lo agarré, y tiré. Empezó a correr, desde mis intestinos. Estuve como 10 minutos. No sé cuántos metros de lombriz. No lo soñé. Me pasó.

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Antes, de tonto, pensaba que las ciudades nos iban a proteger. Que eran como una fortaleza. Yo había ido a Brasil, a selvas y junglas. Y había visto insectos de todos los colores y tamaños. Cosas que nunca vi y que me atemorizaron. Vi telas de araña cubrir de un blanco inextricable más de 50 metros. Como en la ciudad no había esas cosas, asumí que habíamos ganado. Allá estaban los insectos, y nosotros, dentro de nuestros edificios, estábamos a salvo. Una vez se rompió la cocina. Un caño. Costó una fortuna. Al principio quise ver si me daba maña para arreglarlo. Detrás de cada ladrillo, 500 insectos. En la oscuridad del caño, miles. Agarré el martillo y di un golpe en la pared del living. Saqué un ladrillo. Estaba podrido de bichos. Y detrás de las paredes, bueno, ahí ya era imperio de ellos.

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Torturo a mis insectos. Atrapo a una cuadrilla que expedicionaba por los azulejos del baño, y los hago confesar. Escribo lo que dicen, y me hago fama de poeta maldito. Pero en alguna parte, siento que me mienten. Que disimulan, que ponen caras excesivas, caricaturescas para burlarse de mí. Ejecutan la mímica de mi parodia. Yo mismo no me creo mi tristeza.
Me dan la condición de poeta para distraerme. ¿De qué? De su advenimiento. No es que yo hubiese podido hacer algo. Sólo avanzan su paso rastrero y taciturno por la senda imprevisible: la que no es senda todavía. Juegan con mi sospecha: me dan tramas para escribir relatos. Quieren ser ficción. Inmiscuirse en mi ficción para que llegue el punto en que yo crea que me los inventé para pasar el rato. Y que no están ahí, entre las paredes.

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4.11.09

cine





Fin de semana de cinefilia. Estaré encerrado en el microcine del Complejo de Prometeo (castelli 271, Ramos Mejía; 3532-6529), pasando películas. La nuevísima Antichrist, de Lars Von Trier, el viernes a las 21hs; la extraordinaria película de terror animado francés en blanco y negro (que me impresionó y atemorizó de una manera exquisita) Peur(s) du noir - que formó parte del último BAFICI, el sábado a las 21; y finalmente, el domingo al atardecer, El secreto de sus ojos, de Campanella, con Darín, etc. La entrada, $15 (incluye consumiCión). Y sí, se puede cenar o tomar un café en la sala (pero cuando se cierra la puerta, se cierra la puerta).


¿Qué otra cosa se puede hacer en esta ciudad/sótano más que ver películas?



Aviso, por las dudas: es un microcine de sofas. Muy cómodo, pero pequeño. Es recomendable reservar.