Hace dos meses, o tres (no sé, las noches se parecen) escribí un cuento. El otro. Un cuento largo, que excedía las 30 páginas. Su trama versaba sobre un hombre que sospechaba que en su casa vivía otro hombre en los 180 grados que su vista humana no podía captar. Traté de darle un ritmo fílmico, una sucesión de fragmentos que abusaba del flashback, y que tenía puestas en abismo y relatos dentro del relato. Hoy, de repente, dí con su final. (Me tienta pensar que esta conclusión rompe con un conjuro)
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4.18
Pasan las convulsiones. Ceden los temblores hacia la inmovilidad. La tensión de sus músculos se pierde. Queda en el suelo, tendido e inerme. Y sueña. Tiene los ojos cerrados, tiene los ojos abiertos. No importa. Acaso parpadee de vez en vez. Sueña que es el otro. Que se mira a sí mismo morir en el suelo, atragantado vulgarmente. Sueña que llama a la ambulancia y da las direcciones para que lleguen. Sueña que siente compasión. Y el sueño de repente se bifurca, se hunde en vapores de fugitiva tersura. Y sueña, ahora, retrospectivamente. Sueña diferentes episodios de su vida, los sueña vistos desde el ángulo del otro (se ve mayormente de espaldas, a veces de perfil; a veces ni siquiera está ahí: oye su voz en la habitación de al lado, o simplemente se presiente venir). Sueña, en un ritmo caótico, librado a una cronología dispar, toda su vida como si no fuese suya. Como si fuese la vida de otro. Claramente ve llegar el episodio final: sueña que escucha el sonido de un hombre que se atraganta en la cocina, deja el libro sobre una mesa, se asoma y lo ve: el hombre con las manos en la garganta, tosiendo con la tos de quien manotea un graznido de aire. Piensa que no es nada, pero se queda un rato más. Ve cómo el hombre cae de rodillas al suelo, sospecha la manera en que los ojos se le deben estar abriendo con desesperación, con miedo. Va hacia el teléfono cuando oye el mantel deslizándose de la mesa, arrastrado por la mano estremecida del hombre que ahora cae al suelo, y se retuerce. Cuando concluye la llamada llega al punto en que el otro, agonizando, ya está soñando estas cosas. Se acerca a la puerta, se asoma. Lo ve. Lo ve tirado en el suelo, silencioso y quieto. Cómo se parece a mí, piensa. Lo ve ahí. Rendido, roto. Lo ve soñar. Cuando el sueño llega al instante en que arrojado en el piso ese hombre al borde de la muerte sueña que es otro hombre que lo mira morir desde la puerta de la cocina siente algo (algo raro) y se confunde: siente que es otro que mira a un hombre al borde de una puerta mirar el sueño de un hombre que agoniza tendido en el piso mientras sueña que es ese hombre en la puerta que lo mira y siente que es otro hombre que lo mira a él mirar al hombre que se muere en el piso (…; línea inconclusa e infinita). Recuerda, en la memoria de alguno de esos hombres, que leyó un libro que decía que una vez lograda la muerte, el cerebro mantiene su actividad durante un tiempo variable entre seis y doce minutos. Recuerda haberse despertado alguna noche, mirar el reloj y ver la hora: 4.17; y darse vuelta en un suspiro y quedar dormido y soñar un sueño complejo, lleno de puertas y pasillos y otros sueños que más puertas y más pasillos, algunos que daban a otros sueños, o a más puertas que daban a un mundo extraño donde no había cosas como sueños, ni puertas ni pasillos, donde hablaba con mucha gente a la que no entendía, y escapaba de hombres oscuros que lo perseguían con fines siniestros, y recuerda que de repente estaba en Creta (sí, era una ciudad baja de Creta, sus calles lentas del mediodía; nunca haber estado ahí no es un obstáculo para reconecerla), y al caminar por una esquina mira a través del cristal de la ventana de un café y veía a una mujer azul, arcana y bellísima que al mirarlo lo petrificaba. La mujer salía de café y lo miraba, detenido y vuelto piedra. Le pedía a unos hombres que la ayudaran, unos hombres altísimos y con manos muy pequeñas, casi inútiles. Esos hombres lo levantaban, lo llevaban tras la mujer azul que les daba direcciones y comentaba sobre el clima, las guerras y los diferentes venenos que había combinado hasta lograr volverse sagrada. Llegan a una casa de madera opaca y rancia. La mujer azul abre la puerta y les indica el camino a los hombres, les dice donde ubicarlo a él y cuando lo apoyan ven que es una habitación enorme – mucho más grande que la casa que habían visto desde afuera – y ven que la habitación está llena de hombres de piedra y justo un momento antes de que empezaran a tener miedo él los ve caer decapitados, ve cómo ruedan las cabezas hasta un rincón donde un gato muy largo y con siete ojos empieza a jugar con ellas, como si fuesen ovillos de lana que una abuela dejó caer desde una crujiente silla de madera, durante una semana de agosto, muy fría. Ve a la mujer azul con varios cuchillos - de diversas dimensiones y filo, la mayoría específicos para cortar músculos humanos- , la ve cocinar a los hombres y luego ofrecerlos en un banquete fastuoso, esa misma noche, donde concurren hombres, liebres, cocodrilos, centauros, hombres decapitados, liebres con cola de cocodrilos, cocodrilos con cabeza de liebres decapitados, centauros con sombreros de hombres, liebres que usaban centauros a modo de sombrero, raras mujeres vestidas con seda que se mueven a una velocidad inhumana, y ve también, más tarde, a su propio abuelo, que llega y se une a los demás, y al rato, sin haberse ido, vuelve a llegar, una y otra vez, durante horas hasta ver, horrorizado, a treinta o cuarenta abuelos suyos, siempre el mismo, que come, baila, conversa con la liebre decapitada o juega un partido de poker contra tres sí mismos y un cocodrilo, y va perdiendo cuando se acusa de hacerse trampa. Se duerme y cuando despierta es de mañana y ve a la mujer azul: está sacando el polvo de los otros hombres de piedra, que murmuran, con muchos esfuerzos, palabras ininteligibles que forman el sonido del viento cuando golpea los murales gastados de los vetustos castillos germánicos, las noches otoñales que presagian lluvia. Así pasan años y el vive minuciosamente, cada día y cada noche de inmovilidad con u detalle más efímero hasta que una tarde descubre que puede moverse y huye, corre de la casa, corre por un prado verdísimo y llega a un pueblo donde asesina a un vendedor de cueros, le arranca la piel y se la pone y reemplaza al vendedor de cueros, al principio le cuesta un poco, confunde los nombres de sus hijos y es estafado por los precios de los proveedores pero pronto le agarra la mano al asunto y se olvida, un día, de que está fingiendo que es un vendedor de cueros y de que él es, en realidad, otro, y vive feliz esa vida, tiene nietos (uno de ellos se postulará como intendente, arrasará las elecciones y acabará sus días en una penitenciaria, después de ser enjuiciado por malversación de fondos - el sueña, en un sueño de la siesta, con cada documento que el tribunal de abogados compendia contra su nieto -), cede su próspero negocio a sus hijos, disfruta de largos paseos por la ciudad donde todos saben su nombre y lo saludan con efusión hasta que un día, dormido en la cama, muere, serenamente, mientras en un sueño suspira el nombre de un carro de nieve que su padre, el vendedor de cueros, le regaló para su séptimo cumpleaños, en el jardín de esa misma casa. Ve oscuridad, y cuando siente el ruido de una decena de palas cavando la tierra de su tumba, despierta de golpe. Y mira el reloj: las 4.19. Gruñe, gira en la cama y trata de seguir durmiendo. Y, sueña que piensa, si la actividad cerebral de un cuerpo muerto continúa al menos seis minutos más, y yo he soñado en uno o dos minutos vidas enteras, esos seis minutos pueden bien ser mi vida, o la vida del otro, o ambas vidas juntas, o la sigilosa construcción de todo el universo. Es entonces que oye un ruido en la puerta principal, y pasos por la escalera. Los enfermeros suben rápidamente, sus pasos ametrallan los escalones, y él duda entre dejarse muerto sobre el suelo de la cocina o huir hacia otro rincón de la casa, porque siempre es sospechoso estar junto a un muerto.
A partir de ahí, las cosas se volvieron inenarrables. Todo eso es, también, del otro.
Eso es el otro.
A partir de ahí, las cosas se volvieron inenarrables. Todo eso es, también, del otro.
Eso es el otro.
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3 comentarios:
Tengo que decirlo, again...
Un Escritor en tiempos de no Escritores. De no Lectores.
"Es preciso que cada imagen le quite algo a la realidad del mundo, es preciso que en cada imagen algo desaparezca, pero no se debe ceder a la tentación del aniquilamiento, de la entropía definitiva, es preciso que la desaparición continúe viva: este es el secreto del arte..."
EL COMPLOT DEL ARTE
Sueños como matriuskas rusas una dentro de otra. Siempre, mediante el recurso del sueño es posible recrear imágenes y escribir delineando una atmósfera onírica, tempo tempo
allegro y muerte en un sueño, con sueños dentro. Lograste Debret desarrollar esa atmósfera de film extraño, raro, entrañable.
Luego, siguiendo con lo que escribías sobre la encuesta, en mi caso no me fijo en ellas
y de veras, no me percaté que había una en tus Infimos Urbanos.
Me pregunto cómo delimitar que eso es banal y lo otro no, porque a veces las fronteras son delicadas líneas. Hipotéticamente la banalidad es identificable fácilmente, mas no estoy segura de que ciertas alegrías escritas o divertimentos sean banalidades.
Gran salute Debret Viana y hasta pronto.
Que interesante! Me ha gustado mucho.
Un gusto
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