Encuentro el epígrafe perfecto para el relato El Otro. Pero es muy largo y como de todos modos no quiero perderlo, lo copio aquí, como una inscripción.
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"(...)No podría haber combate decisivo: en ese combate no hay decisión, ni siquiera hay combate, sino sólo la espera, la cercanía, la sospecha, las vicisitudes de una amenaza cada vez más amenazante, pero infinita, indecisa, contenida totalmente en su misma indecisión. Lo que la bestia presiente en la lejanía, esa cosa monstruosa que va a su encuentro eternamente, es ella misma, y si alguna vez pudiese encontrarse en su presencia, encontraría su propia ausencia; es ella misma pero convertida en la otra, a la que no reconocería ni encontraría. La otra noche es siempre la otra, y aquel que la oye se convierte en el otro, al acercarse a ella se aleja de sí, ya no es quien es acerca sino quien se aparta, quien va de aquí para allá. Aquel que entró en la primera noche intenta intrépidamente ir hacia su intimidad más profunda, hacia lo esencial; en un momento dado oye a la otra noche, se oye a sí mismo, y el eco eternamente repetido de su propia marcha, marcha hacia el silencio, pero el eco lo devuelve, como la inmesidad susurrante, hacía el vacío, y el vacío es ahora una presencia que viene a su encuentro."
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Se trata de uno de esos momentos en que detesto que Blanchot se me haya adelantado. El capítulo es "La trampa de la noche" en el tomo "Inspiración", de El Espacio Literario.
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Lo que me sigo preguntando es si ese personaje debía morir. No lo sé. Vacilo. Muchos personajes mueren. E cuento e una máquina que debe cerrar. La muerte del personaje principal le da cierta redondez. Lo incesante, lo que sigue pertenece a la novela. Acaso por eso la novela pueda hacese cargo mucho mejor de la vida que un cuento. Esto nunca empieza a ser una virtud de la novela, y consagra al cuento como un género superior. Por eso no sé si debía morir. El drama de la otredad no concluye, e incluso la muerte es una ilusión ofrecida para apaciguar su malestar. La muerte es una solución. Toda mi literatura ha descreído siempre de las soluciones. Las cosas no se resuelven: la muerte de un personaje es una evasión: la fuga de la trama, no su conclusión. Como a Sherlock, tal vez haya que revivirlo.
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También recordé un fragmento de un cuento de Borges (mis noches son muy largas; adivino, por el murmullo del techo metálico del patio, que llueve afuera, en el invierno de afuera; ¿qué otra cosa podría hacer?). En "La casa de Asterión", el minotauro (que es casi la conciencia de un cachorro abandonado) deambula tristísimo por las galerías del laberinto, y dice:
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"Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar por el suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto lo ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cóm el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente lo dos."
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Vislumbro que el caso de Asterión es el perfecto reverso. El, sabiendose solo, juega a que hay alguien que lo visita y lo acompaña. Porque lo imagina le es lícito el conocimiento de su imaginería. Sabe del artificio que compone, y lo disfruta dentro de los límites del juego. En cambio, en el otro, al sospechar sin nunca encontrar, se abre la eterna suspensión de la vida en la ilusión de una otredad que no se confirma. En esa dilatación empieza la promesa de realidad, y se sufre a cada paso la ambiguedad del juego en la contínua postergación de sus fronteras, que se extienden cada vez que uno (que el) pensaba que podía palparlas.
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