desmontaje
(para tranquilizar a familiares y amigos)
Miento. Siempre miento. Miento mintiendo. Miento al decir que miento. Es cierto que tengo balcón, pero no saldría con este frío. Y de salir, seguramente no me quedaría viendo un auto al pasar, y sería difícil que un gato doblase la esquina justo en ese momento. Tampoco padezco insomnio: no tengo problemas para dormir, salvo una suerte de desfasaje: el sueño me viene al amanecer; despierto a mediodía. Si apoyo la cabeza en la almohada, quedo dormido. No eran las dos de la mañana, no llamó ningún amigo (de hecho, no llamó nadie), ni creo tener un amigo que tenga un amigo que conociese a alguna de las mujeres perdí. Además, he tenido la precaución de no vincular mujeres con canciones, por lo que puedo abandonarme a mi melomanía sin emboscadas sentimentales. Café suelo tomar de mañana, y no por las noches: ¿cuál es el sentido de que un narrador que se declara insomne tome una taza de café? Y esa mujer, no sé quién será. En todo caso, no la conozco. Ni guardo nostalgias de ese orden. Estaba conociendo a una pelirroja pintora preciosa por aquellos días, y la noche en que brotó el texto casi todo estaba impregnado por la fragancia que la fascinación de su cuerpo níveo y sinuoso había manado una madrugada cercana, con la misma suavidad que nacen los relámpagos. No miré las nubes en el cielo, ni hubiese buscado en ellas figuras y si las hubiese buscado, no hubiese podido hallarlas, y de hallarlas seguramente no se parecerían a las siluetas siniestras que forman las ropas que dejo dispersas en la habitación cuando las miro desde la cama y con la luz apagada, en el tibio preámbulo del sueño; sobre todo porque la ropa no es distinguible desde la perspectiva que ofrece mi cama, y aun su fuese distinguible, hay muy poca luz para ver algo (me gusta dormir en la impenetrable tiniebla); y si fuese posible ver algo, no lo vería, porque no tengo insomnio y me duermo en seguida. Y sobre la gente que pasa por las mañanas... mi barrio es muy calmo, es una calle sin tránsito, no pasan colectivos y rara vez cruza un auto, no hay negocios cerca y la gente que pasa lo hace con lerda frecuencia. Tampoco recordé ninguna frase leída en el día, y cuando prendí la tele no había un film de Woody Allen. Ojalá hubiese habido: tal vez así no hubiese escrito el texto. Pero no importaba tanto, porque no prendí la tele (y esa específica película de woody no la vi a los diecisiete). Mucho menos me hice esas preguntas que no son más que una forma estilizada de una milenaria inquietud existencial (que me ocurre de cuando en cuando, en el momento menos previsto y no necesariamente en el oportuno escenario hiperreflexivo del insomnio). No soy yo, por otra parte, quien paga la cuenta del teléfono, y tampoco compro la comida ni el papel del baño.
Y la tristeza, bueno, la tristeza es cierta.
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Lo único cierto es que tenía ganas de escribir un texto en ese preciso tiempo verbal, me atraía que empezase con “tener 25 años”, y lo más importante es que ansiaba terminarlo con la repetición de la palabra “tristeza”. Había algo en decir “y la tristeza, la tristeza” que me fascinaba. Degusté un centenar de veces el sonido de la frase y si derramé el gesto de un ritual de una tristeza ficticia bajo la encarnación de prosa, fue para poder decir, al final, “y la tristeza, la tristeza”. Desde luego no hay repetición: su sonido es similar (n idéntico porque viene manchado con el anterior, y su cadencia no es la misma) pero su iterabilidad es imposible. Que esa palabra “tristeza” fuese tan distinta, significase tanto otra cosa que la cercanísima palabra “tristeza” era un excitante.
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Y todo esto es tan falso como lo primero (lo anterior, lo siguiente, lo callado). ¿Cuál es la practicidad de demostrar que he mentido exhibiendo ahora la verdad? Sólo puedo probar que miento mintiendo, mintiendo más, mintiendo todavía, no dejando de mentir nunca. Llevando hasta el exceso y la monstruosidad las fronteras de la ficción. ¿Qué la profanación publicitaria de mi biografía dé cuenta de cómo falsifico cada detalle concedido al papel? No. Para nada. Será la desmesura de la impostura la que confirme que mi palabra (las que dejo en la hoja) no tienen nada que ver con la disposición diurna de las cosas.
Soy un escritor.