No he venido aquí para escribir.
He venido aquí para estar loco.
Walser
I
Innumerablemente, he declamado: el escenario es un lugar de venganza; de ahí que Ínfimos Urbanos (enorme, bestial escenario que todo fagocita) resultase una praxis agresiva, un ajuste de cuentas (con el desencanto de lo real, con los tártaros de las ilusiones, las nostalgias de plenitudes sin existencia, la intoxicación de los mundos posibles que no se dieron, las mujeres perdidas, el hastío de un destino insulso, la angustia de la irrelevancia de todo, el pasillo indeclinable por el que cada cosa se vuelve nada, etc.). Hubo que hacer algo en el momento en que las tensiones del mundo dejaron de coincidir con las inquietudes de mi cuerpo; cuando la ética de mi deseo se desencontró brutalmente con las maneras de lo real, había que capitular (acatamiento, sometimiento, suicidio) o ejercer un camino desesperado, personal, incierto (la soledad, la escritura).
II
Desprevenido, no supe leer totalmente el signo que esa sentencia suscitaba: me quedé con el estribillo, repetí su superficie (su máscara, su marioneta: su farsa) y prescindí del presagio que latía bajo la piel de ese signo. Es raro que las verdades se presenten sin su revés (por lo general, una emboscada): es común, sin embargo, dejarse encandilar por el destello erróneo de una frase parida – un juguete, al fin -, bajar las defensas, abusar del souvenir y desatender la negrura que puede resguardarse dentro de los márgenes del signo.
III
Porque cuando busqué mi imagen, el reflejo me devolvió otra, y yo me contenté con esa confusión (como cuando nos abrazan y nos dicen “todo estará bien”) es que he sobrevivido mi estadía en la realidad. Pero, iluso sería no prever esta pregunta: ¿hasta cuándo el espejo diferirá la verdad?
Una pieza del cuadro llegó a mí, la vi por accidente, se susurró de golpe mientras yo me ocupaba de otra cosa. ¡Sublime torpeza no haberlo pensado antes! Avisado de que nada es gratuito, ¿con qué ingenuidad suponer que la venganza no tendría un costo?
IV
Desterrado de las alegrías reales (aquellas junto a las que la humanidad tolera el peso de la existencia); extranjerizado de las cosas comunes; incapaz de habitar pacíficamente el presente (desbordado de nostalgias e imágenes oníricas); incomprendido y malversado; costeando los placeres con dosis cada vez más enfermizas de soledad; devoto de las lejanías y hastiado prontamente de las inmediateces; cansado de arrastrar tantas muecas a falta de un máscara que proteja mi ausencia de rostro, - esa desnudez -; inaudible para la tibieza de atardecer que vibran las flores; expulsado de mi niñez, inerme; hechizado por femeninos espejismos que tentaron mi confusión con mitologías absurdas; extendido ante luces que mecieron mis sueños pero llagaron mi carne, arruinándome para la vigilia; testigo irónico del funeral de mí mismo, a un costado de mi cuerpo, que obedecía las rutinas, ya sin mí..........en fin: de todo eso me vengaba literaturizando los diferentes distritos de mi agonía, tratando a cada uno como a un ladrillo de una inmensa construcción, que devendría eventualmente en un templo que, cerrado sobre mí (como Artemisa se cierra sobre la palabra de Heráclito), tendría ventanas desde donde yo vería a las fragancias de mis literaturas, como raros pájaros etéreos revoloteando por los delgados cielos del crepúsculo, en una danza lúdica sin solemnidad, y con tristeza bella.
En esas pirotecnias marchitaría mi alma, encantado.
V
Ejecutado en la aérea acuarela de mi metafísica sin destino ni consuelo, que viene de tanta lluvia contemplada que germinó del lado de adentro de los ojos, hartos de paisajes pedestres.
VI
Y era simple: ¿qué es necesario para acometer la empresa de una venganza?
Tiempo.
Dedicación.
Soledad. Para ejecutar una venganza, hay que realizar un sacrificio. Acorde a la medida de la venganza serán las dimensiones del sacrificio. Tan desmesurada la ambición de mi proyecto que tuve que rendir mi vida entera. La composición de una venganza es una arquitectura vasta y compleja (más cuando lo que yo pretendía ajusticiar era el universo). La exigencia de semejante obra es severa: es imprescindible abdicar de los rituales simples que componen la vida. Un hombre que concierta ficciones paga con el naufragio de todas sus realidades.
VII
El escenario – como el texto – es un espacio de venganza. Y el altar del sacrificio.
VIII
Algo ya había intuido, cuando decía que un escritor sólo escribe con sangre (tibia metáfora para decir que la escritura es tiempo - un suspendido tiempo de aire enrarecido, pero tiempo al fin): en el vínculo parasitario, vampírico entre el escritor y el texto (el artista y la obra) estaba insinuada la escena que recién ahora concientizo.
IX
Fui un penitente que cumplía su condena ejerciendo prácticas que suponía parte de su decisión ética (como si se pudiese decidir estar enfermo). Asumí la literatura para generar líneas de fuga de la vida, sin darme cuenta de que era mi manera de no vivir. Si hubiese sabido este axioma completo, ¿hubiese pagado el precio? No lo sé. En todo caso, es la pregunta errada (yo ya soy otro, y no puedo responder por mis diversos pasados). Acaso nunca hubo otra cosa para mí.
A esta altura, ya no es posible desandar el camino, ni abandonarlo y empezar una vida real. He profundizado tanto en las agonías de estar vivo que ya sé sentir la belleza sutil del instante, impregnado de su inmarcesible unicidad, y - claro - de su incandescente futilidad. El sacrificio reclamaba que cediese cosas para las que de todos modos no tenía alma para vivir: ¿qué hubiese hecho yo en la normalidad? La opresión de las normas me hubiese gastado. Sacrifiqué cosas para las que era previsiblemente estéril (el amor, la familia, la sociabilidad, la euforia, la hipocresía, la convivencia, la música pop, el cine industrial, las corbatas, el trabajo, los periódicos, la felicidad, etc).
X
Hoy, que ya he llenado demasiadas páginas (ansiando la dicha de algún día ser sustituido por ellas), y sacrificado todo, no tengo más remedio que seguir imaginando – seguir escribiendo ficciones – para tener qué subir al altar, para tener algo que desangrar. Es el vicio de la escritura el que, en su absoluta inutilidad, habrá de nombrarme. Desisto, como quien se quita unos zapatos demasiado apretados, de mi lado de afuera. Las tantas palabras desparramadas no son otra cosa que la desprolija procesión funeraria entre dos vigilias. Mi funeral es algo que ya pasó: llegué tarde, arrojé crisantemos oscuros sobre mi pecho inmóvil con el gesto de quien deja una maleta; subí la colina de la Nada como quien ha roto los bolsillos justo en el momento en que el poniente nacía; como quien, sentado en el invierno en una parada de colectivo recuerda la textura de un pullover de la infancia, yo, con cuatro palabras, empecé a labrarme un alma: me queda grande y me queda chica, y todavía entra algo de frío por las rendijas que dejan mis sueños al parpadear, pero algunas cosas - tal vez en su centelleo tímido de mariposa herida que cruza un abismo - sonaron lindas.
¿fin?
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el cuadro: shouting portrait, de William Blake