23.9.05

munch
cuántas historias inacabadas sangrientas a lo largo del horizonte
M.Duras


I

Eran dos y habían venido juntos. Uno primero, y después de un rato, el otro. Asumí que eran hermanos, se parecían mucho, el mismo color negro, las blancas manchas simétricas en lugares similares. Me dirán, claro: todos los gatos se parecen. Puede ser. Yo acepté que eran hermanos. Tal vez simplemente venían del mismo lugar. Tal vez eso es lo mismo que ser hermanos. No importa. Venían todos los días, yo les dejaba algo para comer. En esa época la ventana quedaba abierta - pienso ahora: seguramente quedaba abierta por eso, porque era otra época -; era común llegar a casa y encontrarlos tirados en el sofá, durmiendo, o sentados sobre la alacena, o sobre los libros de Diana, tal vez comiendo alguna cosa que habían encontrado por ahí, o que Diana les había dejado. A Diana le gustaban mucho, más el otro que el primero, pero le gustaban, yo la escuché tantas veces conversar con ellos, yo escuchaba como murmullos y nunca supe qué se decían porque era noche y yo estaba en la habitación, y casi lo único que me quedaba de la vigilia eran las sábanas y una leve fisura en el silencio que era la voz de Diana, que se quedaba sola en el living, los acariciaba largamente.

II

Las primeras heridas que le descubrí al primero fueron una tarde que con Diana estabamos poniendo unos estantes en el living, para apoyar los libros de Diana y algunos discos míos que andaban sueltos por la casa. Esa semana nos besámos mucho, porque recién nos habíamos descubierto. Me acuerdo que yo estaba tirada en el sofá, y Diana en el piso, el pelo claro revuelto, la mirada tibia. De fondo, por las paredes corría por enésima vez Abbey Road y fue en Golden Slumbers cuando noté en la pata izquierda del primero algo rojo carne. Cuando me acerqué era fácil distinguirle la marca de una mordedura. Después, buscando en su cuerpo, aparecieron muchas lastimaduras. Se las mostré a Diana, me dijo que ya sabía, que se había estado peleando con el otro. Me dijo: dejalo tranquilo, es un gato. Esa era la primera vez. Después yo ví como el primero no hacía nada, y el otro lo atacaba, lo mordía. Me daba pena, todas esas heridas inútiles. Yo prefería al primero, me parecía que nos entendíamos.

III
No sé cuándo competimos por primera vez. Era difícil estar los cuatro juntos sin pelearnos. Yo veía cómo el otro atacaba al primero, lo mordía o le tiraba zarpazos, siempre lo hacía sangrar. Diana decía que la culpa la tenía el primero, porque no se defendía. Diana leía Nietzsche. Diana era cruel. Yo intentaba separarlos, me parecía mal que el primero quedara todo lastimado, me parecía gratuito, inútil. Yo creo que Diana disfrutaba propiciando estos conflictos, los juntaba. Ella decía que sólo así el primero aprendería a defenderse. Yo le decía que ya la necesidad de organizar una defensa era un problema, porque en primer lugar no debería haber agresión: no había que instruir en mecanismos de defensa, sino suprimir la agresión. Ella decía que yo vivía en una nube de pedos. Discutíamos mucho.

IV

Me resulta extraño estar escribiendo estas cosas, detenerme en estos detalles. Yo sé que la historia está en otra parte. No sé bien en qué otra parte, pero seguramente no es aquí. Tal vez en cómo me temblaban las manos cuando Diana se acercarba, o la manera en que me excité cuando la vi con ese vestido verde esmeralda. No sé. Tal vez en el final, la decepción, la distancia y las maneras en que la melancolía me apretaba la garganta las noches en que no me podía dormir de lo sola que me hacían sentir todas mis cosas muertas desparramadas por la casa, organizando una tristeza que nadie ya vería. No sé. En todo caso la historia no está aquí. Y sin embargo.

V

Antes de que ella se fuera con mi novio - para esa época Diana y yo ya nos acostábamos, tal vez de aburridas o curiosas, porque estábamos cerca, al principio- los gatos eran el lugar donde sacábamos nuestras más afiladas uñas. Como el primero - siempre cariñoso y sumiso - venía cada vez más lastimado, la carne abierta de las mordeduras en las fisuras donde ya no crecía el pelo, decidí adoptarlo. Si lo tenía cerca mío, podría protegerlo. Por algún motivo esto enfureció a Diana. Me decía que yo no podía interponerme enla naturaleza, que las cosas necesitaban seguir su curso, que mi capricho era una severa falta de filosofía. Nunca la vi tan parca, tan arisca. Me gritaba por cualquier cosa. Desde aquí, desde la distancia, creo que fue donde empezamos a alejarnos. Pero no lo sé. Nunca se saben esas cosas. A lo sumo, se recogen del teatro de la memoria los primeros signos del derrumbe. Aunque claro, desde aquí todo lo que ha dicho, hecho o tocado Diana yo lo transformo en un signo de lo que nos separó. Es decir, hago un relato. Tal vez es por esto por lo que no puedo contar lo que pasó: tengo miedo de hacer literatura. No sé. Para esos días ya estabamos distantes, Diana estaba tan agresiva y yo suavemente trataba de soportarla y de no quererla tanto, de saber perderla. Tal vez ella se empecinaba en hacer frases hirientes para decirme otra cosa. No lo sé.

VI

Tal vez cuento estas cosas para no contar la historia. La nuestra, esa que debería llamarse Diana y yo. No es imposible. Por otra parte, tal vez sea ésta la única manera de decirla: a través de las grietas del texto; decir es siempre decir otra cosa.

VII

Nunca supe cómo murió el primero. Un maullido me despertó en la noche. Después fue silencio. Tuve que esperar otros ruidos - graznidos agudos que se apagaban, un último violento maullido - para entender que lo que pasaba no tenía nada que ver con soñar. Me levanté de la cama, pero sé que entré en la vigilia - tal vez para siempre - cuando lo vi tendido en el piso. Ya tenía la pose de la muerte. Me arrodillé junto a él y lloré. Lloré mucho. No sé cuando entró Diana, o si ya estaba ahí. Me miraba desde el marco de la puerta de su habitación. No dijo nada. Ni siquiera con los ojos. Sus manos las mantuvo siempre detrás de su espalda. No se las ví en ningún momento, aunque muchas veces después soñé con sus manos rojas. Pero no sabría decir.

VIII

Cerré la ventana, y Diana esa noche no dijo nada. Se encerró en su habitación. Un amigo me ayudó a enterrar al primero en plaza Irlanda. No quería dar su cuerpo a la basura. Después, discutimos mucho con Diana. Por muchos motivos; por cualquier cosa. Yo podía temblar con su sonrisa, pero era ya algo extraño, que se daba muy poco por esos días: su sonrisa era un animalito furtivo que apenas si asomaba por accidente. Esos días sentí que convivía con una máscara implacabe, que toda la humanidad del cuerpo de Diana me rehuía incesantemente. Por la ventana clausurada fue también que ella se enojó conmigo. Yo no quería saber nada con el otro, por razones obvias. Y tampoco con ningún otro gato. El primero en mi memoria estaba aun fresco. Yo no quería encariñarme otra vez. Diana decía que yo era una estúpida. A veces lo decía así, secamente, y otras veces de una manera ampulosa y sofisticada, usando muchas palabras.
IX
No sé. No sé por qué cuento esto. Tal vez sea que sólo se escribe lo que se pierde. Y la pérdida es tan total, está hasta tal punto implicada en todas las cosas que también tiene que estar en cada pequeña parte, en cualquiera de sus delicados fragmentos, por más diminuto o periférico que sea para la trama de la tristeza.
X
Diana no se animó ni siquiera a despedirse. Hizo los bolsos una noche, y se fue silenciosamente. Sé bien quién la esperaba abajo. Me quedé sola en el departamento, un ascenso en el trabajo me permitió afrontar la renta, y ya no necesité una compañera, ni quería buscarla. A veces escucho - siempre es de madrugada - los maullidos del otro, sus uñas rasgando la ventana clausurada. Aunque tal vez es otro gato, o ni siquiera un gato, sino simplemente el viento, o mi memoria, y yo creo que es el otro. En todo caso, lo mismo da: es lo único que me queda de esa época: un maullido, algunas noches, que tiene la forma de la nostalgia. (Eso; y algún que otro recuerdo suelto)
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